lunes, 27 de abril de 2020

Peaje

Tres años cambiaron todo el paisaje.

Juan había trabajado esas tierras toda su vida. Allí nació y allí sigue todavía, ochenta años después. Su mundo era aquella casa de campo en la colina, aquellos valles y vaguadas, aquellas lomas, las praderas, los sembrados y los barbechos. Desde los doce o trece años trabajó la tierra con la yunta, con su padre hasta que murió, luego a solas con su sombra, casi cincuenta años más. Dedicó toda su vida a labrar y cuidar la tierra, acarició sus crestas, le dibujó horizontes, peinaba sus cosechas, lavaba sus heridas, y hasta las propias arrugas de su rostro semejaban los surcos del arado. La vida le regaló dos amores, una esposa durante casi diez meses y una hija que se cambió por ella en el parto. Lentamente, sin sobresaltos, el tiempo parecía no pasar, sino expandirse. Allí la teoría de la expansión del universo se confirmaba mirando el tiempo, no el espacio. 

Tres años lo cambiaron todo.

Juan ya estaba entrando en esa nebulosa expansiva. Su hija, por las mañanas, empezó a sacarle su sillón al aire libre, a unos pasos de la casa, y lo sentaba mirando al oeste. La obra de la autopista le entretenía, le fascinaba ver las máquinas abrirse paso por los montes, avanzar y seguir avanzando. Él veía que aquella suerte de construcción también lo era de destrucción. Los árboles grandes y altos que durante muchos años habían albergado tanta vida, los pájaros con sus nidos, las ardillas, sus propios brotes verdes, ya no estaban. Las aves seguían revoloteando por allí, a veces se las veía, y a las ardillas también, pero estaban como locas, desorientadas, irreconocibles. A Juan también se le descolocaban sus recuerdos, sus constancias, sus querencias. Parecía que se iban, poco a poco, tomando la autopista.

En tres años todo cambió.

Juan ya no reconocía su casa de campo en la colina, ni sus valles y vaguadas ni sus lomas. Su horizonte quedó plano, sin relieve. Limpios los arcenes, recta la calzada, todo gris. Ya tampoco era Juan. Ni su sillón era el mismo.

- Papá, hoy vamos a contar cuántos coches de color rojo vemos pasar ¿vale?

Así intentaba la hija darle una ocupación a la mente de su padre, quería que permaneciera atento al mundo y no absorto en la nada. Que estuviera comunicativo, que le hablara de vez en cuando… 

- Allí va uno… ¿ves, papá? 

Tampoco ella se daba cuenta de que todos los coches, de todos los colores, iban siempre en la misma dirección (una colina separaba los carriles del otro sentido de la marcha, que quedaban ocultos desde allí), que solo había viaje de ida, que de allí no se regresa, que ya estaba en camino el coche negro, el último coche en la autopista de Juan. 

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