miércoles, 29 de abril de 2020

Tristón

Hubiera preferido ser manco. O cojo. O tuerto. Cualquier clase de discapacidad física evidente era cien veces mejor que ver cuestionada su salud mental. Resopló y cruzó una pierna sobre la otra mientras continuaba esperando. ¿Por qué tardaban tanto en recibirle? ¿Acaso alguien les había hablado del odioso mote que arrastraba desde el instituto? Tristón. Sí, tristón. Vaya gracia. Hacía por lo menos diez años que no veía a ninguno de sus antiguos compañeros. Pero quizá la empresa había investigado. No iban a contratar a cualquiera sin tomar todas las precauciones. ¿Y si se habían puesto en contacto con...?

¡Basta! Acabaría volviéndose loco. Bueno, ¿y qué? Al fin y al cabo, aquello ya pasó. Cuando fue al médico, harto de ser el rarito del grupo, le diagnosticaron una depresión y se la curaron en pocos meses. Y ya está. No había para tanto. Cierto que era propenso a recaídas. Cada tanto tiempo, visitaba a su terapeuta. A veces, no hacía falta ni tratamiento farmacológico. Estaba casado, tenía dos hijas, era feliz. ¿Qué más? Ah, sí, tenía un ligero desajuste mental. Pues vale.

No era algo que comentara tomando una cerveza con el primero que se encontraba en el bar. Pero, ya puestos, había que reconocer que la gente tampoco tenía como tema de conversación el colesterol del último análisis, el juanete del pie derecho o el cólico del verano pasado. Aunque, vaya... Sí que había quien disfrutaba contando sus penas.

Oye, cada uno habla de lo que le da la gana y con quien quiere. De hecho, algunos de sus íntimos conocían su situación. Otros, no. No sabría decir por qué unos sí y otros no. Cuestión de confianza, quizá. Una confidencia sobre una neura a cambio de un chismorreo sobre hemorroides sangrantes. No daría mayor importancia al tema si nunca hubiera oído hablar, despectivamente, de pirados, tarados, chiflados, chalados o sonados. O de tristones. 

Bien pensado, no se cambiaría por el manco, ni por el cojo, ni por el tuerto. Lo que él tenía se podía controlar y no le incapacitaba, ni en su vida personal ni en la laboral. Así pues, debía preocuparse, solamente, de causar buena impresión. De entrada, su currículum era bastante impresionante. Podía dirigir el laboratorio perfectamente. Estaba preparado. Eso era lo que debían ver en él. Se levantó, se alisó la corbata y se abrochó el botón de la chaqueta. Como si el gesto hubiera sido una señal, se abrió la puerta de la gerente y una mujer alta salió a saludarle, se disculpó por haberle hecho esperar y le invitó a pasar.

Veinte minutos fueron suficientes. Su currículum había llamado la atención. La conversación fue fluida. La gerente no mencionó nada acerca de si la cara del aspirante a director del laboratorio reflejaba o no síntomas de inestabilidad mental. Evaluó su pericia y lo contrató. Sin más. Como hubiera hecho con un manco, un cojo o un tuerto; sin preguntarles dónde, cómo y cuándo habían perdido brazo, pierna u ojo.

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