martes, 28 de abril de 2020

No me etiquetes

Me gusta pensar que el maltrato físico y mental que sufrí (y sufro) por parte de mi padre no influyó en la génesis de mi trastorno mental. Todos los psicólogos y psiquiatras que visito (y visité) se empeñan en echarle parte de la culpa, pero a mí me gusta pensar que no la tiene.

Pero sí que es cierto que pasé una infancia de mierda. Mi madre murió cuando yo tenía once años producto de una sobredosis de heroína. Tengo muy buen recuerdo de ella porque era una madre estupenda pero jamás pudo dejar de lado sus adiciones. Sus recaídas eran constantes pese a sus intentos por dejarlo y, cuando en una de esas etapas estuvo 7 meses sin consumir, empecé a tener una gran esperanza de recuperarla.

El día en el que cumplía 7 meses y 3 días sobria, mi padre vino a buscarme al colegio para decirme que a partir de ahora éramos él y yo. Tanto mi vida como mi pensamiento se paralizaron y creo que nunca volví a recuperarlos de nuevo. 

Mi padre sí que era, con perdón, un hijo de puta. Desde pequeño nos golpeaba a mamá y a mí. Sus menosprecios hacia nosotras eran tan habituales que ya no recordaba la última vez que había tenido una autoestima sana. 

Pero a pesar de mis circunstancias, logré tener un grupo bueno de amigos y un novio estupendo a mis diecisiete. Yo creía que ya estaba bien, pero en segundo de bachillerato debuté en la esquizofrenia. Todo empezó un día en el que estaba viendo la televisión y mis piernas empezaron a temblar al tiempo que mi cabeza escuchaba un sonido cacofónico que se convertiría en varias voces que me acompañarían en los meses siguientes. 

Fue una época realmente dura, porque me propuse a mí misma que no se lo contaría a nadie. Acabé (o acabamos, mis voces y yo) a duras penas el curso. Cuando tuve asegurado el acceso a la universidad, el sueño de mi vida, me permití ir al médico de cabecera. 

Con el diagnóstico de esquizofrenia paranoide bajo el brazo, mi vida cambió radicalmente. Tuve que dejar la carrera de economía nada más empezarla, puesto que no era capaz de concentrarme en el estudio debido a la medicación que me tomaba. Las palizas de mi padre continuaron hasta que un día, agotada, decidí marcharme de casa con lo puesto y empezar una nueva vida. 

Durante todos estos años, el estigma de la enfermedad mental me alejó de trabajos que no me veía capacitada para hacer y de personas que me gustaban pero a las que no quería herir por ser como soy. Sin embargo, en el proceso de conocerme a mí misma, conocí a un montón de gente que, como yo, tiene alguna enfermedad mental. 

Nos hemos propuesto una gran misión, luchar día a día contra el estigma que nos hace más pequeños y menos válidos a ojos de la sociedad.

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