jueves, 30 de abril de 2020

En el laberinto

Ella me llamaba Edipo. Una vez cuando era niño fuimos con una excursión del ayuntamiento al teatro romano de Mérida. Mi madre estaba maravillada. "Mira, mi Edipo rey, qué hermoso, qué grandeza. ¿Sabes las representaciones que habrán hecho aquí?". Ella adoraba la historia. Y el teatro. Sobre todo los dramas ajenos. Se tragaba todas las obras que salían en aquel programa de la tele: "Estudio uno". Pero no creo que viera nunca ninguna de Sófocles. Lo de Edipo lo oiría en alguna de las tertulias que televisaban. A mi padre no le gustaba. Él prefería el fútbol. Y beber. No hablaba mucho y solo la miraba con el ceño fruncido. Luego ya sí. Luego empezó a hablar más. Para insultarla. Para decirle que era una paleta con aires de señorita. Y más cosas hacía. Mucho más. Así que yo decidí matarle y estudiar arte dramático.

De aquello ha pasado mucho tiempo, pero en un bucle caprichoso del destino, ahora vivo en mi propia tragedia griega. Estoy encerrado en esta prisión de paredes blancas donde cada noche me dan pastillas que yo tomo sumiso. Se supone que son para mi salud mental. Yo las engullo para no soñar, aunque cada vez que cierro los ojos aparece Medea. Mi Medea. Lleva puesta una bata blanca de doctora, pero no me engaña. Se parece demasiado a mi mujer. Grita el nombre de mis hijos muertos. Por los pasillos deambula Tiresias, el adivino de rasgos ambiguos. Me observa con desprecio y vomita una culpa fétida sobre mí que me recuerda al olor acre de esos cuerpos putrefactos que tanto amé. Profetiza el menú del desayuno y sé que habrá otra vez zumo de sangre y corazones de inocentes. Por todas partes hay soldados cretenses que visten de enfermeros. Arrancan con rabia las últimas flores que crecen en el jardín. Bailan con los cadáveres de las estrellas caídas en el cuarto de juegos. Pero hay uno especial, un soldado que se mira a través de mis ojos en el espejo de mi cuarto. Yo lo llamo el Minotauro. Es alto y fuerte y se encarga de atar a los más rebeldes. Les aprieta fuerte la soga al cuello hasta que dejan de llorar para que no se derrame en lágrimas la luz del mundo. Desde el otro lado del cristal susurra que no entiende qué hago aquí: un dramaturgo tan importante, que me ayudará. Así noche tras noche.

Hoy despierto y lo veo sonreír sobre mi cama. Me desata mientras dice: "Te traigo el desayuno y un mapa para escapar". Me guiña el ojo justo antes de cerrar la puerta. Yo desdoblo el papel ansioso y veo dibujado un laberinto. Al principio desespero, pero el camino está marcado y comprendo que, sin saberlo, ya lo he recorrido casi todo. La salida está muy cerca. Casi puedo tocarla. Solo tengo que atravesar mi ventana y saltar en vuelo hacia el sol, confiado. Como Ícaro confiaba en su padre.

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