A Katixa se le inflamaba el mundo en la jaula abierta de su imaginación. Fuera de ella, la realidad fáctica de los telediarios le abrasaba con la misma incandescencia.
En su décimo cumpleaños Katixa lloraba ante la estupefacción de su familia porque un niño refugiado había muerto en la orillas de una playa de occidente. Mientras esto ocurría era reprendida con acostumbrada vehemencia por sus padres y hermanos por 'ser así'. ¿Y cómo era? Bueno, tenía una labilidad convulsa inhabitual, un llanto de detonación fácil y cierta fragilidad extenuada. Algo como un animal siempre en fuga susceptible de depredación y que no quiere aprender a morder. Pero el mundo latía de dolor y Katixa sentía dolor.
Sin embargo, el totalitarismo del cuerdismo arremetía contra ella con la intención de normalizarla, convertirla en una pieza más de su puzle roto. Los actores insidiosos de la realidad le abrumaban con instrucciones contradictorias. No puedo no sentir, se quejaba ella. Pero no tanto, le contestaban. No así. Lo humano sometido también a las pautas gélidas de la eficiencia. Ya todo marketing, apariencias, la lánguida burocracia afectiva con la que unos a otros nos arrasamos con indolente normalidad.
En el colegio no se concentraba y sus notas caían. No se adaptaba al confinamiento en la monolítica y única realidad. Los niños se burlaban. Siempre en las nubes, su imaginación como una cornucopia de posibilidades, yendo siempre tras todo lo que no cogía en ese anémico cuadrilátero de cemento.
De tal modo que ante el aviso del orientador del colegio se le vino encima una guerra en la que soportó todo el armamento de etiquetas del espectro de niña disfuncional que los expertos habían creado. Los cuestionarios, los tests, las pruebas psicofisiológicas se sucedían como una monotonía asfixiante y demasiado gris. Rutina de asedio a una niña atravesada de extrañeza y desesperación. Su anatomía sentimental por fuera.
Sentir, parecían exhortarle, era malo. Expresarlo, implacablemente condenatorio.
La niña rara, la despistada, la hipersensible de quinto curso, la de las trenzas tristes y el agujero agónico en el corazón.
El psicólogo dijo:
- Trastorno de ansiedad.
El psiquiatra dijo:
- Trastorno del estado de ánimo.
El neurólogo dijo:
- Trastorno por déficit de atención.
El pedagogo dijo:
- Retraso madurativo.
Los demás dijeron:
- La loca.
Trastorno, trastorno, trastorno. Todos pusieron un nombre a su extremada hiperestesia aludiendo a un fallo, prescribieron pastillas, dictaron renuncias y la conversión forzada a una desvitalizada clandestinidad. Quisieron desgastar su humanidad extirpándola como si de un tumor maligno se tratase. La terapia no funcionaba. No había interruptor que apagase todo aquello que era de verdad.
Después de visitar durante meses a distintos especialistas en salud mental sus padres tomaron una insospechada decisión. Acabar con aquello. Su hija no era ninguna trastornada. Lo disfuncional, era definitivamente el mundo. Porque tal vez en un mundo patológico sin compasión lo más normal sería sufrir como lo hacía Katixa. O a lo mejor, sencillamente, es justo lo que vamos a tener que necesitar a partir de ahora.
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