martes, 26 de abril de 2022

Hasta la próxima

- ¿Recuerdas dónde nos conocimos?
Yo jamás lo podré olvidar, estábamos en el hospital justo después de que tu madre se marchase para siempre. Te miré a los ojos y supe que no podría separarme de ti.
Tu madre, de alguna manera, sabía que llegaría a tu vida tarde o temprano.
Te he hecho llorar tantas veces que te has dormido de puro cansancio. He conseguido que dejes de ver a tus amigos y que no puedas trabajar. He hecho que un día dejes de comer y al día siguiente la ansiedad sea la que te coma a ti. Gracias a mí has pensado cosas tan disparatadas como que tu madre es una egoísta o que no merece la pena vivir.
No voy a pedirte perdón por todo lo que te he hecho, no me arrepiento, era lo que tenía que hacer, pero ya es hora de que me vaya.

El Duelo recogió sus cosas, había estado viviendo allí demasiado tiempo. Se puso el sombrero y saliendo por la puerta le susurró:
-Hasta la próxima.

lunes, 25 de abril de 2022

Lo que el mar no se lleva

Llevamos mucho repitiendo esta cita, mismo día, misma hora y el mar de testigo, nuestro mar. Veo su cara sonriendo mientras me acerco, parece tan feliz… Los impulsos toman el control y termino corriendo el último tramo. Descanso en su pecho unos segundos, hay tanta paz en ese abrazo que antecede al anhelado beso en la frente. Nos sentamos en la arena, con el mar bañando nuestros pies y reímos como dos tontos. El agua está siempre fría en octubre y pronto se pondrá el sol.

Entonces, como ya es costumbre, le cuento todo lo que ha acontecido en mi vida desde la última vez que nos vimos, hace exactamente un año.

-Tengo un trabajo que llena mi alma a la vez que mis bolsillos. Trato de ayudar a otros siempre, en ocasiones duele la ingratitud, pero es el precio que toca pagar. Llegan días en los que rendirme parece la opción más sencilla, pero veo la sonrisa de esa niña y es toda la fuerza que necesito para hacer de este mundo un espacio algo mejor.

-Háblame de ella, he visto que crece por día y a veces me gusta creer que tiene mi sonrisa.

-Cuatro años. Nos sorprende constantemente con sus comentarios. Ayer le pregunté qué quería ser de grande y me dijo que quería ser yo.

-Están haciendo un excelente trabajo con esa pequeña. Tienes una familia hermosa y eso me deja muy tranquilo. Debo comentarte algo y quiero que lo asumas con la frente en alto: Este será nuestro último encuentro, es hora de partir, me he tardado demasiado.

- No, no es justo. No puedo…

-Sé fuerte. No pienses nunca que la razón es que he dejado de amarte. Yo también espero este encuentro con ansias. Verte llegar con tu carita feliz, lista para contarme todos los triunfos, logros, venturas y desventuras, que aún cuando estoy al tanto de cada detalle, escucharlo de ti es pura magia. No llores. ¿Por qué lloras? Llevamos más de 30 años luchando contra el supuesto vacío que dejé aquella tarde al irme. Lo que no terminas de entender es que nunca me he apartado de ti, estoy en cada una de tus sonrisas, me duele cada una de tus derrotas, me encargo de aquellos que te hacen daño, porque es y siempre será mi misión protegerte. Te has convertido en mucho más de lo que soñé aquel día que estuve frente a tu cuna por horas contemplándote en silencio. Necesito descansar. No me preguntes si nos encontraremos de nuevo, es algo que no puedo responder. Me encantaría creer que sí y que tendré una nueva oportunidad de ser tu padre, porque no puedo imaginar una mejor hija.

Cúbrete con esta manta, hace frío. Es una hermosa puesta de sol, ¿no crees?

sábado, 23 de abril de 2022

En picada

Puedo comprenderlo. Conozco esa sensación de sentirse vivo, con el corazón bombeando sin control y el cuerpo ardiendo como el infierno. Conozco esa sensación de estar viviendo de verdad, pero ya la había olvidado. Empecé a vivir como los demás, y al lado del camino apareció una espesa neblina, tanta que el camino que seguía era solo una soga. Dejé de ver a los lados para no caer, cerré los ojos y confié en la dirección del viento para no caer; me tapé los oídos para no tentarme, para dejar de oír mi corazón morir.

Conocí esa sensación de sentirse vivo, y la recuerdo cada vez que vuelvo a ir en picada, a donde la soga ha llevado.

Todos hablamos de lo mismo, único y especial. Valioso ante nuestros ojos, y basura frente a los otros, nuestros corazones desbocados no son más que soplos para los demás, y nuestras pupilas dilatadas nada menos que drogas. Somos la generación más libre viviendo en cautiverio, encerrados en la presión que trae la libertad, sometidos al deseo de no ser como los demás, encadenados a los sueños que el mundo ha acumulado, y asesinados por nuestra propia capacidad para sobrevivir.

Conocí esa sensación de sentirse vivo, y ahora ya no la recuerdo.

jueves, 21 de abril de 2022

Corazón de invierno

Era en ese noviembre donde la vida coincidía con el inicio de la estación de otoño donde las hojas de los arboles cambian su verde vivo por hojas amarillentas, rojas o marrones que se caen con facilidad con la ayuda del viento que sopla fuerte. Así sin parar las estaciones del año me vino encima ese invierno que enfrió mi corazón de un solo golpe, donde la temperatura descendió, el cielo se me nublo y las pocas horas de luz solar no eran suficientes para sentir calor. Ese año marco mi vida y dejo una herida difícil de cicatrizar. 

El otoño llego con fuerza, mi abuelo enfermo y sus pulmones no resistían más, su saturación descendía hasta 30%. Lo manteníamos aislado en aquel cuarto con altas concentraciones de oxígeno. La decisión más difícil fue llamar a la ambulancia, ver que encendían las sirenas y que sin duda quizá fuera la última vez que lo verían. Recuerdo aquel día como si fuera hoy entro una llamada para avisarme que mi abuelo estaba en camino y llegaría en 10 minutos al hospital. En cuanto pude baje a verlo, estaba en esa camilla, con esa mascarilla y esa toma de oxígeno ruidosa por el alto flujo con un monitor que a cada momento alarmaba porque sus signos vitales se alteraban cada vez que su saturación descendía. Cada vez que entraba con todo ese equipo que no me dejaba nada al descubierto al escuchar mi voz me decía: ¿eres tú? y yo se lo afirmaba. Escondía mis deseos de llorar y quebrarme porque a pesar de todo mi abuelo no lo hacía era una forma de demostrar que estábamos siendo fuertes. Fueron los días más agonizantes de mi vida. Lloraba de rabia y coraje, estaba enojada con Dios y con la vida por verlo sufrir así, por no poder hacer nada. Debido a su estado de gravedad entre a su habitación y le explique que era necesaria la intubación y sin entenderlo me decía que si le ayudaría a poder respirar mejor. 

Ese día mi mascara que hacía sello total alrededor de mi cara se llenó de lágrimas. Como podía decirle que lo más probable era que nunca más volvería a abrir sus ojos. Y no, no pude hacerlo me gano el egoísmo, el sentimiento, la tristeza. Se miraba con ojos tristes, pero al final me dijo que su misión había cumplido. Simplemente sabía lo que pasaba y se estaba preparando para su muerte. Ese día me despedí como siempre, no me di cuenta que al guardar él te quiero para la mañana siguiente sería demasiado tarde. Y así fue como nos llegó el invierno su corazón se paralizo, dejo de latir para siempre. Fue el diciembre más frio aquel que nos llega a los huesos. Donde entendí que el duelo es tan natural como llorar cuando me lastimo, dormir cuando estoy cansada, comer cuando tengo hambre, estornudar cuando me pica la nariz. Es la manera en que la naturaleza sana un corazón roto.

martes, 19 de abril de 2022

Mi mejor amigo

Abue Goyo es mi mejor amigo. Tiene un mueble repleto de libros. Cuando le pregunté para qué quería tantos me contestó:

—Con un libro puedes viajar, volar, sumergirte hasta lo más profundo del mar o atravesar agujeros negros.

Desde entonces, mi armario se convierte en lo que queramos.

—Cuando sea grande, voy a ser piloto de una nave espacial.

—Yo seré tu copiloto.

Nos gusta ir a un parque donde hay un lago. Hablamos patoñol con los patos, lanzamos piedras, o nos quedamos largo rato observando, sin decir nada. Pero cuando hay que decir las cosas, el abuelo me las explica a detalle. No es como algunos adultos, que le dan muchas vueltas a un asunto y al final no dicen nada.

Últimamente, no hemos ido. Abue Goyo se cansa muy rápido y le duele el pecho. Dice que solo necesita descansar.

Hoy, papá vino por mí a la escuela. Eso es muy raro. Le pregunto por qué, pero no me responde. Usa unos grandes lentes negros para el sol. Me lleva a la casa de la tía Ana. Por más que le pregunto por qué, no me contesta. La tía tampoco me dice nada.

En la noche no puedo dormir. Mis pensamientos están revueltos. A la mañana siguiente no voy a la escuela. Ahora sí, no comprendo qué está ocurriendo.

Al tercer día papá viene por mí. En la puerta de la casa cuelga un moño negro. En la sala hay una mesa con unas veladoras y la foto de abue Goyo. Mamá me recibe con un abrazo. Le preguntó dónde está abue Goyo.

—Está de viaje. —A mamá le escurren unas lágrimas.

—¿Y cuándo regresa?

Mamá llora más. Papá menea la cabeza de un lado a otro, en negación.

Pasan los días y abue no regresa. Entro a su habitación. A su viaje, no se llevó los zapatos que usa para ocasiones especiales. Eso es muy sospechoso.

—¿Dónde está? —pregunto a mis padres­.

—Ya es lo suficiente grande para entenderlo —dice papá a mamá.

—Es un niño —objeta mamá.

—Abue Goyo no cree lo mismo —les digo.

Mamá se agacha, me toma de las manos y me dice al tiempo que otras lágrimas escurren por sus mejillas:

—El abuelo se fue… al cielo.

—¿Está muerto?

Los dos se ven, sorprendidos y asienten.

Corro a mi habitación y me encierro en el armario. Subo a mi bote y navego. Pronto me bato entre enormes olas y fuertes vientos de una gran tormenta. Me habría gustado darle a mi mejor amigo un último beso, como él lo hacía cuándo me iba a dormir. El barco no se hundió. Salgo del armario. Les pido a mis padres que me lleven a la tumba.

Al pie de la lápida recuerdo lo que un día le pregunté:

—Cuando alguien muere ¿a dónde va?

—Se queda en el recuerdo y en el corazón.

Si abue dijo eso, entonces seré piloto, porque sé que irá a mi lado de copiloto.

Niña

Nunca pensé que a mis 72 años me sentiría otra vez tan insegura, pequeña y asustada como una niña.
"Niña", así me llamabas. Porque cuando empezamos de novios éramos solo dos niños.

Quién me lo iba a decir que te irías tú primero.

Tú que eras el fuerte.

El que casi no dormía.

El que nunca iba al médico.

El que no tomaba ni media pastilla.

En cambio, yo era la enfermiza.

La de los dolores continuos.

La de las migrañas.

La especialista en especialistas.

Y mírame. Aquí sigo.

Me has dejado más sola que la una y con toda la vida empantanada, niño.

Otro día más que empieza. Aquí estoy: ya entra luz por la ventana. Miro al techo. Escucho la radio.

A ver qué no me duele hoy: dichosa artrosis. Se me están poniendo las manos como las de mi padre: huesudas, sarmentosas y con manchas.

Otro día más y ninguna energía para afrontarlo.

Que vaya al médico, me dice la hija, a que me mande lo que sea. No sabe que lo que tengo no se cura con más pastillas.

Venga, en marcha: tengo que ir a comprar para comer, por si viene el hijo pequeño. Ayer al final no vino y ahí quedó la comida hecha. Es lo malo: yo la preparo para los dos sin saber nunca si vendrá o no.

El mediano también pasó ayer a verme por la noche. Ya tarde. Cuando termina el pobre, con todo lo que tiene encima.

No nos salieron malos los tres: algo haríamos bien. Aunque, mira que te digo, que tú nunca estabas: siempre trabajando o durmiendo de día para trabajar de noche.

¡Cuánto trabajamos! Aunque ahora veo que no era solo necesidad, era una forma de vida. Era tu forma de vida.

Menos mal que te jubilaste antes y te dio tiempo a disfrutar un poco de lo conseguido. ¡Qué bien lo pasamos en aquel crucero con los amigos!

Después llegó la voraz enfermedad y no te dio tregua. No lo quisimos ver, entre las peleas y discusiones cotidianas.

Pero te ibas yendo poco a poco. Sin molestar a nadie. Sin hacer ningún ruido.

Así que aquí estoy, niño.

Creo que hoy me traen a las nietas después de la escuela y antes de sus clases. A ver si me animo un poco. Que no me vean así.

Voy a preparar café, a ver si consigo ponerme en marcha.

Uff, que día más largo por delante, niño.

miércoles, 13 de abril de 2022

Los cinco espíritus del duelo

Marcos Roncaglia durmió muy mal aquella noche. Apenas conciliado el sueño aparecieron cinco fantasmas, ninguno era el de su amada. Eran los Espectros del Duelo, los conocía al dedillo, su vida era un constante peregrinar entre velorios y cementerios. Se podía decir que estaba maldito.

Encomendó su alma a los dioses y en lugar de solicitar que se esfumaran las visiones, reclamó que actuaran en forma inversa. Odiaba revivir aquellas sensaciones que remitían a sus otros idos. Nefastas, Negación e Ira marchaban al frente. Revertirlas provocó placer. Encontró coherencia en la enfermedad de Martha, admitió la implacable presencia de la muerte y en vez de imaginarla oscura, desgarradora y dentada, se le presentó como una dama transparente, de buenos modales y agradables palabras de consuelo. La idea fue acompañada de una sensación de sosiego al detener el constante ronronear de la conciencia y las fatuas inquietudes con que los mortales solemos flagelar nuestras vidas.

El problema devino con el fantasma siguiente. La Negociación se convirtió en Intransigencia y los avances obtenidos se fueron al garete. Las visiones uno y dos, lo hicieron abrazar la muerte en austero nihilismo. Ahora ni por asomo tenía pensado reconciliarse con la vida.

Para colmo de males, la Depresión, tal vez el mayor y más sombrío de estos monstruos abismales, había dado paso a la Euforia, cuyos efectos, por oposición circular, eran bastante parecidos, si bien simulados por la furia que acompañaba su pensar y su accionar. En esos gestos vehementes y ampulosos, no había esperanza alguna, se trataba de un desborde demencial, no exento de manías agresivas y socialmente peligrosas.

¿Despertaría Roncaglia convertido en una criatura fanática y vengadora? ¿Segaría vidas humanas con el aberrante fin de acompañar en tanática soledad a su inalcanzable prometida?

El quinto fantasma, en invertida ecuación, no era otro que el primero. Aceptación y Negación, únicamente cambiaron su orden. Todo aquel camino largo y tedioso, aunque ahora renovado, caía con fatalidad en la más abyecta desesperanza. Se encontraba desconcertado ante sus propios términos y en cierta forma macabra, negar cada paso de este escalonar renovado, volvía todo a fojas cero, para renovar el círculo a contramano, ahora constante y eterno.

Deseaba que desapareciera esta cruel inversión de roles, de ser necesario pagaría cualquier precio. Fue entonces, como si alguna divinidad piadosa hubiera oído sus plegarias, que sintió el vértigo inconfundible de la salida del letargo.

Pero algo había cambiado.

Se descubrió despierto en el sueño de la muerte, reducido a las incómodas dimensiones de un ataúd recubierto de seda, pudo percibir una audiencia concurrida en el salón de la casa mortuoria. En irreversible silencio descubrió el rostro de Martha, demacrada por el llanto, con la voz quebrada, fiel como siempre, frente al féretro. En medio de tan terribles augures, de adioses y desesperanzas, pudo encontrar leve consuelo en las palabras que su amor pronunciaba entre sollozos:

- ¡Todavía no me creo que hayas muerto!

El duelo había comenzado, tal como siempre debió haber sido.

martes, 12 de abril de 2022

El camino de Vilma

Es lunes, mi día laboral empieza temprano. Desayuno un café fuerte. Hace un frío polar que combina con este sol que ahora asoma tenue pero que promete ser intenso en unas horas.

Entro al instituto, me recibe un silencio que se irá rompiendo en breve. Los internos desayunan, se oyen al otro lado del patio sonidos de vajilla y adivino el humito del té en las tazas. Detrás del escritorio de recepción se asoma Vilma. No sé con exactitud cuál es su patología, tampoco su edad; su cabello gris y las marcas del paso del tiempo en su rostro me hacen pensar que es ya mayor, pero igual podría tener treinta años o sesenta, el abandono produce más vejez que el paso del tiempo. Sé es que padece de fobia al contacto. Pasa los días detrás del escritorio de entrada, se siente a gusto con la chica de recepción, crearon un vínculo que desactivó el miedo de Vilma. Hace un tiempo comenzó a mirarme desde su escondite, el aula en donde doy mi clase tiene una ventana que desde la recepción le permite espiar sin acercarse. Le sonrío cuando la veo, dejo a la vista objetos que creo que podrían interesarle, no quiero asustarla, pero me propuse ayudarla a vencer la distancia que nos separa. Un día me habló, me preguntó si llovía. A ese día le siguieron otros con pequeñas preguntas similares.

Un día compartimos la mesa en el comedor y con mano temblorosa me rozó a penas el sweater que yo tenía puesto que era muy peludo y colorido. Ese fue, lo que podría decirse, nuestro primer contacto físico. Luego Vilma fue teniendo algunos otros acercamientos conmigo. Comenzó a observar mi clase apoyada en la ventana. Más tarde se animó a tocar algunos objetos que yo fui dejando a su alcance.

El encierro de Vilma en su cuerpo la hace ver como una persona huraña. Estoy descubriendo que así no es ella, es en realidad una niña asustada (quién sabe en su mente cuál será su edad…). Su vida transcurre dentro de estas paredes, no sale sola.

Paso por el escritorio de recepción y Vilma se asoma:

—Es un día de sol hermoso —me detengo a decirle sin acercarme y entonces se acerca, pasa su mano temblorosa por mi poncho de alpaca y con voz tímida me dice:

—Yo te quiero desde el comedor hasta la puerta de la calle.

Sonrío porque me recuerda a cuando los chicos dicen "te quiero hasta el cielo" como aludiendo a una distancia enorme correspondida por un amor muy grande. Miro a Vilma y miro el patio, en un extremo de ese patio enorme está el comedor donde el desayuno está terminando; al otro lado junto a la puerta estamos nosotras. "Te quiero desde el comedor hasta la puerta de calle" resuena en mi cabeza, los ojos se me humedecen, no hay un afuera para Vilma, el camino del comedor a la puerta es la distancia más larga que conoce.

Un amor más allá de la vida

Viví con Raúl tres meses y medio llenos de fortuna, de caricias dulces, de siestas arropadas, de canciones alegres y sonrisas contagiosas. Mi hijo había llegado y era un ser de luz.

Pero sin más, un día, todo aquello se convirtió en oscuridad, tristeza, dolor y rabia. Su luz se apagó para siempre. Y fue ahí cuando conocí una realidad que me abrió ventanas que antes cerradas en la sociedad que me rodeaba. Pero sobre todo, comencé a cavar túneles que dolían porque una parte de mí murió con él.

Aquel 15 de mayo, me dieron la noticia de su muerte junto a mi marido, me salí de escena para saber si aquello estaba pasando de verdad. Solo quería despertarme.

Pero la realidad, en mi caso, superó a la ficción. Mi hijo estaba en muerte cerebral.

Y, ¿ahora qué? ¿Me volvería loca?

Después de los dos días de rigor de visitas y condolencias, tocaba volver a pisar tierra firme y darse cuenta de todo lo que yo había perdido, pero sobre todo de aquello que se iba a perder Raúl. ¡Qué injusta fue la muerte contigo, pequeño!

El dolor de llegar a nuestra casa y sentir cómo el silencio ensordecedor lo envolvía todo me hizo saber que desde aquel momento ya solo me quedarían noches de llanto y angustia y días de caminar sin rumbo.

Acudí a una psicóloga y visité una asociación para que me confirmasen que todo lo que estaba sintiendo era normal. Pero, ¿qué es lo normal en un duelo? Aprendí con ellas que el duelo es algo personal, soportar un dolor de tal calibre se debe hacer como uno lo sienta y no como quieran los demás que lo hagas.

Me refugié en la escritura. Un diario dirigido a mi hijo que me hizo sentirlo cerca. Para hablarle sin sentirme una loca, para llorar con él y decirle que lo echaba de menos y que sentía no haber podido hacer más por él. Agradeciéndole haberme elegido como madre.

Y focalicé hacia dónde quería llegar: poder recordar a Raúl con una sonrisa. Ser capaz de hablar de él sin miedo y que todo el mundo lo conociese y sobre todo lo recordase. Era mi hijo y ya era hora de acabar con este duelo silenciado.

Fueron muchas preguntas sin respuesta. Con un apoyo incondicional entre mi marido y yo, respetando nuestros tiempos. Diciendo adiós a personas que se alejaron y agradeciendo siempre a las que decidieron quedarse cerca.

Y no niego que aún duele. Y mucho. Que aún lloro. Que después de cinco años, no soy capaz a decir que soy feliz, ahora, con mis otros dos hijos porque dentro de esa posible felicidad siempre hay hueco para una tristeza eterna. Que su hueco en cada momento, lugar y tiempo existe. Y que solo el tiempo me ayudó a darme cuenta que puedo querer a mi hijo más allá de la vida, que transformar el dolor en amor no era sencillo pero lo pude lograr.

lunes, 11 de abril de 2022

La muerte del desdén

La muerte interior de mi madre es aquella que, siendo real, está absolutamente equivocada desde el punto de vista de su enunciado. Es decir, mi madre falleció hace un año, pero, desde el significado interior de mis ideas, sigue presente. Ya que, recurro a la imagen de su recuerdo, casi todos los días. Esos días vacíos de cariño, de afecto, de un amor no correspondido… Un amor que, desprendido de mí, me transforma en un sujeto infeliz. Afligido en mi relación interna con la vida. Es la vida exterior que me devuelve el pago de los años de unión. La unión que forjó un carácter ahora demasiado huraño hacia los demás. Los reflejos rotos de una dicha repleta de entereza. Ya que, son muchos los obstáculos mentales que afrontar. Que dilucidar si son correctos o, no. Porque mi madre poseía las respuestas para eso y, para más. Poseía la sabiduría de una vida dedicada, en pleno, a la crianza de unos hijos sin padre. Unos hijos de los que, siendo yo el menor, era el más vulnerable. El enfermo.

La enfermad de vivir en una soledad tan uniforme como el transcurrir de su tiempo. Ese tiempo señalado en el candelario de las despedidas. Uno nunca está lo suficientemente preparado para desafiar una vida sin la persona con la que has compartido lo bueno y, lo malo de su existencia. Del vivir, tal vez, agrio en su sabor de familia rota en sus relaciones conyugales. Las que han hecho de mi un monstruo de médicos y recetas de farmacia. Las que intentan subsanar las equivocaciones de un matriarcado en el que algo grave falló en su intento por revivir los momentos dichosos a su lado. Fueron demasiado escasos. Demasiado lamentables a lo hora de intentar resucitarlos y, así, tener un punto de ilusión al que adherirme. Al que recurrir cuando la tristeza invade el territorio lúcido de mi cabeza. Esa cabeza que siendo real sus revelaciones, a veces, no lo es en sus consecuencias.

Consecuencias infieles de inmundicia humana. El odio hacia el reflejo, el espejo de los demás no es la solución. Todo lo contrario. Es añadir enfermedad a la enfermedad. Psicoanálisis de una vida perenne. Porque sí, la muerte de mi madre es mi propia muerte. A veces, superficial. A veces, profunda. Tanto que, el hundimiento de los amaneceres, es un peldaño más que añadir al duelo. Al paso de un sendero que ha trastocado los planes de futuro.

Un hundimiento por el que, mi debilidad también es la debilidad de los pensamientos infrahumanos que pueblan mi cerebro. Un cerebro maltratado por las consecuencias de una psicosis que desdobla mi personalidad para convertirme en dos. Es decir, cuando me levanto, empiezo un día saturado de dobles intenciones vacuas. Algunas tan irrisorias que son el hazmerreír de mi impropio yo. El que me subleva. El que me aguanta.

Por algo, la muerte de mi madre, ha sido la muerte de un segundo yo que vivía inmerso en mí.

martes, 5 de abril de 2022

Lo que vi desde mi ventana

Ayer cumplí tantos años que no recuerdo cuando fue la primera vez que reí, o que tuve un sueño, no encuentro en mi memoria el minuto exacto en el que sentí que se destrozaba mi corazón por primera vez de amor.

Ayer al verme rodeado de todos mis seres queridos (algunos en presencia física) y mirarle a los ojos no supe si se alegraban al felicitarme o me extendían sus congratulaciones como condolencias prematuras para algún Sainete Póstumo, o algo parecido que tampoco distingo si leí en alguna parte o es invención de una mente cansada.

Ayer haciendo balance de lo que ha sido mi vida, o más bien, de lo que han hecho los años conmigo, me doy cuenta de que quizás fui demasiado idealista con relación a la confianza que deposite en este, o aquel político, que fui demasiado confiado en que el futuro me lo comería de un solo bocado porque con veinte-tantos años pensar diferente es contra-natura, estoy seguro que hubiese mejorado muchísimo si hubiese cometido la mitad de los errores que me han arrastrado hasta este minuto, aunque si lo hubiese hecho no existiría tal como soy y estas líneas fueran de otro yo en algún universo paralelo.

Ayer después de apagar la vela del pastel que vino a recordarme que la edad no es solo un número (como muchas canciones nos quieren hacer creer), y que viene acompañada de dulces inquietudes y amargos desencantos. Que trae consigo el sabor ese, que a nadie le gusta probar, sabor a final.

Paneo con la vista sus caras alegres y me transmiten pena. Todos actúan como si me conocieran y trato de ser amable devolviéndoles una mueca parecida a una sonrisa que aceptan como regalo divino.

¿Dónde estará mi familia? ¿Por qué me abran dejado con estas personas que no conozco pero quiero como si las conociese? ¿Dónde estará mi mujer, mis hijos? Tengo tantas ganas de verlos y de abrazarlos, de cargarlos en los hombros y caminar por el mar con ellos, como lo hicimos en las vacaciones pasadas. En este lugar donde el tiempo parece ¨pasar de largo¨ y nunca detenerse ni siquiera a mover las manecillas de un reloj que ha amanecido junto conmigo. He mirado a la luz del sol invadir mi ventana con su impertinencia habitual, pero ahora me pareció tan fría que dude que fuese ese mismo astro por el que todos, justamente ayer, paseaban sus pañuelos por sus rostros.

He oído unos pasos a mis espaldas pero estoy demasiado cansado para voltearme y saber quién es, seguro que uno de los enigmáticos invitados de la celebración de ayer.

El dueño de esos pasos es un hombre de sien plateada que se detiene delante de mí y se arrodilla como para estar a la altura que tengo desde esta silla. Me mira con una calidez que no entiendo pero que agradezco, siempre he confiado en la bondad de los extraños. Pero sus palabras me desconciertan sobre manera.

<![if !supportLists]>- <![endif]>Papa. ¿Te gusto el cumpleaños que te hicimos? No te puedes quejar, trajimos a todo el mundo. Vino hasta mi hermana con sus nietos. ¿Estás cansado? ¿Por qué estás en la ventana con esa luna dándote de frente?

-Papá, papa, ayuda, que alguien me ayude, papaaaaaa.

Narek y la música

Narek Karalyan era uno de los vecinos más antiguos y más callados de Quequén. Había llegado desde Armenia cuando la ciudad estaba mucho más despoblada. El inmigrante era un hombre solo. Muchos creían que nunca había terminado de aprender el español, ya que solamente lo habían oído pronunciar algunas pocas palabras. Cuando se lo cruzaban en el almacén, lo escuchaban hacer su pedido de pan, queso, un vino. Sólo eso. A través de su acento destilaba un corazón de puerto después de las despedidas, de vientos que secan llantos, cobijado por un abrigo de color quemado, sin tiempo.

El armenio, de oficio carpintero, reparaba y restauraba muebles. No había casa que no tuviese la huella de sus herramientas en alguna mesa o silla.

Ingrid, la enfermera de la salita, lo conocía de cuando él fue a atenderse por un martillazo en el dedo. Esa vez, a ella le llamó la atención la brevísima explicación de lo sucedido y el silencio de su paciente mientras lo vendaba. La muchacha monologó sobre el clima, los accidentes domésticos y el precio del pan. Él asentía con la cabeza.

A principios de mayo, Ingrid le llevó una mesita de luz, herencia de su abuela, para que arregle su "renguera".

El armenio miró el mueble. Lo dio vuelta. Al hacerlo, se abrió la puertita y cayó una quena. Envuelta en un paño verde, la caña parecía querer ser escuchada.

Karalyan levantó el instrumento. Lo miró. Lo observó. Lo recorrió.

-Es una quena, un instrumento de los pueblos originarios de Sudamérica. Un instrumento con memoria- explicó Ingrid.

-¿Con memoria?

-Sí, sí. Oiga.

Ingrid se descolgó el morral, y tocó. La melodía recorrió todo el espacio del taller. Patinó por una mesa a medio cepillar, acarició un tablón de algarrobo, marcó su huella entre el aserrín y hasta dejó caer un beso sobre la lija. Pero sucedió algo más. Tomó a Narek de la mano y lo llevó a recorrer las calles de Sevan, en las montañas de Armenia. Observó su niñez, acarició su soledad, acunó un adiós y lo devolvió a este puerto del Atlántico que por primera vez abrazó a su lágrima.

Ingrid dejó de tocar. Se miraron. Narek, de regreso a Quequén, respiró profundo y, con una gota de tristeza, sonrió por primera vez en el otoño.

Querida Carmen

Querida Carmen:

No soportaba más el silencio de nuestra casa, no escuchar tu risa ni tus enfados, con ese ademán infantil tan tuyo de fruncir el ceño y poner morritos. El sofá parecía más grande sin tu cuerpo acurrucado al mío. Pero lo que menos soportaba es que llegaran las ocho de la tarde y no escuchar el sonido de tu llave en la cerradura al volver de la caminata diaria con tus amigas. Era lo que peor llevaba. Por eso decidí venir, al menos por un tiempo, a nuestra casa del pueblo, esa a la que ya no veníamos casi.

En el pueblo me reencontré con los amigos de siempre y con algo más de paz. Al principio esperaba que sonara el móvil y me llamaras. No aguantabas demasiado sin saber dónde estaba yo. Seguía sin creerme que tu partida era definitiva. Por eso cuando hablaba con la gente del pueblo, utilizaba eufemismos para hablar de tu muerte (qué palabra tan fea, cómo me cuesta aún nombrarla, escribirla).

- Carmen ya partió...

- Desde que Carmen se fue...

Lo acepté casi de golpe después de un tiempo de negación. Fue una mañana al despertar sobresaltado por un sueño. En él, yo quería hacerte el amor, pero estabas muy quieta y tu piel estaba fría, muy fría. Tu cuerpo sin ti. Me puse a llorar sin consuelo, con mucha rabia. Era un enfado con mi suerte, con tu enfermedad que tanto te limitó – y qué poco te quejabas- y con la muerte que terminó con todo.

Estuve un tiempo como enfadado, de pésimo humor. Solo me relajaba salir a pasear con los amigos por el campo, ir a la iglesia cuando no había misa- sabes que nunca fui hombre de ritos, pero sí de recogimiento- y leer gruesas novelas para evadirme del mundo.

Tú que siempre fuiste pura alegría, no hubieras querido verme así. Por eso fui dejando poco a poco ese enfado. Pero luego vino un estado de tristeza y apatía. No sé qué era peor. La chiquillería tocaba a mi puerta para decirme que sus abuelos les habían dicho que había partida de petanca o que iban a ver el fútbol en casa de no sé quién. Sin ganas, me obligaba a ir, arrastrando los pies, imaginando qué dirías tú si me vieras en este estado:

- Anda, gordito, coge tu maletilla de petanca y ve a jugar, que quiero que te distraigas y lo pases bien- qué bien recuerdo tu voz tan suave y envolvente.

Poco a poco he ido aceptando tu partida sin retorno, me he acostumbrado a tu recuerdo. Mi estancia temporal en el pueblo se ha ido alargando. Llevo aquí algo más de un año y poco a poco me voy encontrando resignado, sereno...

Y hoy al pensar en ti, al escribirte esta carta, ya lo hago con una sonrisa. Intentaré ser feliz sin ti. Era lo que siempre me decías.

Hasta siempre,

Tu gordito.