Quedé por primera vez con Ernesto en un festival de cine (lo conocía de internet). Yo llegué con una amiga unas horas antes y recuerdo que quedar con él fue tan complicado (pese a encontrarnos a tan solo unos metros de distancia) que ella empezó a crisparse. Me dijo que lo sentía, pero que ya le caía mal y que si quería podía hacérselo saber. Horas más tarde, cuando por fin se unió a nosotras en un bar, la introducción fue la siguiente: "Andrea, este es Ernesto... Y Ernesto, esta es Andrea. Por cierto, ya te odia".
Aquella noche acabamos los tres de borrachera en la playa. Cuando decidimos que era hora de dar la fiesta por terminada, nos dirigimos a nuestros respectivos alojamientos. Unos diez minutos después de seguir caminando tras despedirlo, apareció doblando una esquina y llamándonos. Había perdido las llaves de su apartamento alquilado. Unos minutos después, dormía en nuestra habitación de hotel.
No sabemos muy bien cómo transcurrió para él el día siguiente, pero sí sabemos que acabó consiguiendo otra copia de las llaves, así que a la noche siguiente no tuvimos que volver a acogerlo. Y, de haberlo necesitado, no lo hubiera merecido. Tras las películas, había una fiesta en el embarcadero. En un momento dado de la noche, me dijo que le gustaba mucho, y que quería besarme; me preguntó que si de intentarlo se lo permitiría. No respondí. Lo cierto es que no había nada que anhelase más que un beso suyo, pero no en una fiesta, tras unas cuantas copas. Me espetó en un tono despectivo que si no quería que me besara, era mejor que desapareciese de su vista. En aquel momento abandoné la fiesta, y al día siguiente me enteré de que había pasado la noche con otra.
Nos quedaba un día más por delante y, al final de la jornada, cuando todo el mundo se había recogido ya para emprender su salida a la mañana siguiente, nosotros tres acabamos organizando una mini fiesta improvisada en la terraza del apartamento de Ernesto. El vuelo de mi amiga salía a las seis de la mañana, así que se fue de empalme, lo cual significa que yo me quedé a solas con él. Estuvimos charlando y cantando a pleno pulmón, hasta que, ya con el sol brillando, decidimos que era mejor abandonar la terraza. Nos sentamos en el sofá y entrelazó su mano con la mía. Apoyé mi cabeza en la suya, y nos quedamos durmiendo mientras sonaban los Smiths. Al despertar, me dijo que a veces deseaba estar muerto.
Intenté convencerme de que una relación con alguien así no tenía futuro, pero no pude y decidí apostar. Había estado con muchas personas, pero ninguna había logrado derretirme así con su mirada. Un año después, pese a su ansiedad, depresión y caos mental, el mero hecho de entrelazar mi mano con la suya sigue aportando sentido a mi vida. Solo porque algo empieza diferente, no significa que vaya a ser malo.
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