"No le vas a gustar porque estás gorda".
Esas palabras se clavaron a fuego en mi mente durante un verano del 2015. Tenía 17 años y estaba perdidamente enamorada de un chico unos años mayor que yo. Sofía, mi rival en el amor, desesperada en la competición, me asestó la estocada final que hizo que me retirara del combate.
Esas palabras se clavaron a fuego en mi mente durante un verano del 2015. Tenía 17 años y estaba perdidamente enamorada de un chico unos años mayor que yo. Sofía, mi rival en el amor, desesperada en la competición, me asestó la estocada final que hizo que me retirara del combate.
Caí al abismo en cuestión de días. Yo, que ya llevaba un tiempo dándole vueltas al tema e intentaba lidiar a duras penas con mis complejos debido al peso, tomé una decisión firme: perder todos los kilogramos que me sobraban cuanto antes.
Llegué a casa tras esa semana de vacaciones que para mí supuso un antes y un después y lo primero que hice fue comprarme una báscula. Me pesé. 78 kg. Me daba asco. Me miré en el espejo y me puse un primer objetivo: bajar de peso hasta los 65 kg en lo que quedaba de verano, es decir, en un mes y diez días.
Sabía lo que tenía que hacer, me había informado bien. Dejé de comer alimentos calóricos y reduje la cantidad de comida. Empecé a forjar mis tácticas, la más eficaz era beber mucha agua antes de la comida para que me resultase más fácil vomitarlo todo después. También en eso me volví una experta. Sabía los minutos exactos que tenían que pasar como máximo hasta que llegaba el momento de ir al baño y acuclillarme al lado del váter, y también tenía una táctica infalible a la hora de mover los dedos en la garganta para provocarme el vómito.
Las dietas y las purgas las acompañaba con ejercicio extenuante. En ocasiones llegaba al desmayo, pero me hacía sentir bien, con control sobre mi vida, algo que pocas veces había experimentado, tan solo con mis notas académicas.
Llegué a los 65 kg en quince días. La gente que me conocía no dejaba de alabar mis cambios y reforzarme positivamente pero yo no me sentía satisfecha. Me volví más estricta con la dieta, apenas ingería alimentos, controlaba mucho lo que comía y, cuando lo hacía, me aseguraba de poder ir al baño a vomitarlo todo.
Empezaron a marcárseme los huesos, especialmente los omóplatos, y dejó de venirme la regla, pero yo me sentía mucho más guapa y con fuerzas para afrontar lo que fuera.
A principios de septiembre pesaba 52 kg pero mis deseos de encajar no daban sus frutos. Mis amigos habían dejado de invitarme a sus fiestas de cumpleaños porque no me sentaba con ellos a la mesa ni quería ir nunca a cenar fuera o a tomar algo. Algunos me reconocieron abiertamente que les daba un poco de grima y que se avergonzaban si alguien les veía conmigo.
Estaba algo triste por ello, pero me refugiaba en mi objetivo principal que era el de seguir bajando de peso. Tenía que acabar de una vez por todas con aquella grasa del muslo que hacía que no cupiera en una talla 34 de pantalón.
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