Con su gato Pierre, que finalmente no había podido participar en el concurso de belleza felina en el que estaba inscrito por exceso de peso, Estela Ruiz de Velasco se subió al tren Madrid-Lisboa. Estaba harta de que su círculo más íntimo insistiese en que debía continuar con el tratamiento -qué sabrían ellos de salud mental-; ella estaba bien, tan solo necesitaba alejarse de la alta sociedad madrileña y abandonar su vida de «influencer» por un tiempo. Se sentía exultante, en su salón de belleza habitual habían conseguido hacerle esas ondas con ligero volumen en el pelo que tanto le gustaban, estrenaba pantis fantasía de un color algo más suave que sus zapatos de tacón preferidos y notaba cómo las sesiones de criolipólisis empezaban a afinar sus muslos. Había olvidado meter un libro en el Louis Vuitton para entretenerse durante el viaje pero no así su Iphone y sus cascos inalámbricos así que todo estaba en orden.
Menos mal que, a pesar de la urgencia tan propia de sus decisiones de último minuto, se había podido hacer con un asiento libre en primera clase. Le irritaba tanto la gente común, no soportaba la ordinariez del mal gusto, el olor de la colonia barata, esa manía de no pronunciar la d en los participios -sentao- o en posición final -usté-, los tintes de pelo a todas luces domésticos, la falta de austeridad en las muestras de afecto, los ademanes provincianos… Atenta por demás a su alrededor, identificaba en las personas indicios de mediocridad tantas veces enumerados en su mente, sutiles a veces rotundos otras, para repudiarlos a continuación con saña. Cada muestra inequívoca de falta de ambición la desquiciaba.
Mientras fantaseaba con la idea de relajarse y dejar de buscar la perfección, una mezcla de confusión y éxtasis guió su mano hasta el interior del transportín. Estela Ruiz de Velasco, Esty para los amigos, sonrió cuando Pierre dejó de respirar. Al mismo tiempo, en el servicio de psiquiatría de una prestigiosa clínica se archivaba el alta de su paciente más famosa.
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