martes, 28 de abril de 2020

Sueños atropellados

Conseguí llegar a Barcelona proveniente de Dakar el primer año de la década de los noventa. Llegaba a Europa, una nueva ciudad, una nueva cultura y un idioma del que no tenía ni la más mínima idea. Llegaba a España porque estaba en busca y captura por huir de la policía senegalesa que me perseguía por haber ahogado a mis dos hijas de cinco y siete años, Binata y Jaibe, con una almohada.

Debe pensar que soy un monstruo querido lector, pero nada más lejos de la realidad, cuando conozca toda mi historia, quizás hasta llegará a sentir compasión de mí, aunque esa sea la emoción que menos quiero transmitir. 

Pero volvamos al comienzo. Llegué a Barcelona sin muchos ahorros, tan solo tenía unos cuantos francos que conseguí cambiar en el aeropuerto por cincuenta mil de las antiguas pesetas. No es fácil pasar por lo que yo pasé al llegar. Los primeros meses los pasé en un albergue y cuando me quedé sin dinero, pase directamente a la calle.

Pero vivir en la calle era el menor de mis problemas. La culpa me mataba por dentro y en mi cabeza empezaba a escuchar voces. Muchas veces eran las de mis hijas fallecidas y, otras veces, eran otras voces que me gritaban que era un asesino.

Mi adaptación a la cultura occidental fue nula. No aprendí el idioma y tampoco me adapté a la manera de vivir de los españoles, en parte por esas voces que no me dejaban ni dormir más de dos horas seguidas.

El segundo invierno que pasé en la calle fue el peor de mi vida. Mi cuerpo dijo basta y mi cabeza seguía intentando sabotearme. La decisión estaba clara. Bajé a la estación de metro de Passeig de Gràcia y me arrojé al metro pretendiendo acabar con una vida triste, infeliz y corroída por la culpa. 

Me desperté en un hospital a las afueras de Barcelona tras ocho meses en coma. El gobierno Senegalés jamás me había estado buscando porque yo no había matado a mis hijas. De hecho, me pusieron en contacto con ellas pero no creí que fueran ellas de verdad. 

La razón de todo esto que les he contado es que padezco una esquizofrenia paranoide persecutoria. Esta enfermedad me hace creer a veces que maté a mis hijas y que me escapé de Senegal. Fui derivado a una residencia de enfermos mentales que a día de hoy se ha convertido en mi hogar. 

La medicación que tomo diariamente me mantiene a flote. Tengo días malos y días buenos. En los días buenos hablo con mis hijas, me río mucho y prometo visitarlas pronto. En los malos, siento que la policía me persigue, me escapo de la residencia y la culpa vuelve a corroerme. Me quedo con los buenos momentos, esperando que, de aquí a un tiempo, los malos momentos sean un mero espejismo de la persona que antes fui.

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