miércoles, 29 de abril de 2020

Renata

La luz del reflector, brillante y sin tregua, la devuelve a la realidad. Primer acto, Renata se mantiene. Resiste. La base le ensancha los pómulos, las pestañas aumentan de grosor, el labial le delinea una mueca permanente de insatisfacción. Su voz resuena entre paredes y butacas. Es actriz: alguien que se deja oír, se deja ver, se sacrifica, desgarra la voz en medio proscenio. Aprisionada en el cuerpo de otra mujer.

Grita por una última vez. Ha estado en trance. 

Allí, frente a tantas miradas abyectas, se sentía más sola que nunca. Las palabras salían a prisa. Palabras falsas, frases inútiles, el texto de alguien más. Se le reseca la garganta. Aguanta. Queda media hora. 

Será el capricho de toda actriz. El deseo de reflector y colores extravagantes, las ganas de prestigio y amores efímeros. Querer huir de sí misma siendo reina, esclava o asesina, dependiendo de cada temporada. Que la viesen rechazarse, rechazar su figura, solo para ser alguien más, pretender; todo, por el precio regular. 

Intermedio. 

Cruza el umbral preguntándose qué será de ella. 

Tiembla. Desnuda en pleno camerino, mira un cuerpo roto, roído y apretujado por el esfuerzo, por el sexo, por actos impulsivos. Infringirse dolor para ser inmune al dolor del resto. Eso queda: heridas y manchas inmundas sobre su cuerpo caoba.

Segundo acto. 

La gente apilada en sus asientos, con miradas igual de afiladas, expectantes. Renata avanza. El maquillaje corrido, los ojos enrojecidos: cosas que no puede borrar. Una hora más. El nervio le escarapela los poros. Los vellos se le erizan. Otro parlamento. 

La música empieza a consumarse de a pocos, existiendo solo en su cabeza. Está en medio del escenario, sola, envuelta en una bruma de neblina artificial. Angustiada. Sus extremidades se alargan al recitar otro monólogo. Como última exclamación, tuerce su brazo furtivo. La gente parece haberse desvanecido. El brillo parece desprenderse de su carne herida. Levita en el piso de madera. Los reflectores reflejan a un ser intangible. María Callas suena en su mente, anuncia el clímax. Es momento. Levanta con firmeza sus brazos hacia el aire, como pidiendo clemencia. Acerca los dedos a su traje empapado de sudor. Moviliza los tirantes. Así ha sido escrito y ensayado, así debe mostrarse. Un par de rasgaduras, María deja de cantar. Renata se levanta con los pechos en alto y una mueca indescifrable. 

Parece un placer enfermo. Un deseo masoquista que domina su cuerpo al exhibirse. ¿Quién le forzó a tanto?

La audiencia estalla: sonoros aplausos, tantos que duelen. Renata lo siente: el sudor helado en sus mejillas, el jadeo, el corazón que palpita sin tregua. Quiere desaparecer. 

No sucede. Las miradas permanecen clavadas en su torso desnudo. Es el momento final. La gente se levanta. Como cualquier otro día, Renata en gloria. La euforia le azuza, le provoca; se siente alguien. Está bien. 

A pesar del dolor y la vergüenza. 

A pesar de ella misma. 

Debe ser así, debe ser fuerte. Callar a su mente. Censurarse. 

Aminorar la tristeza del espíritu.

Actuar.

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