No paraba de dar vueltas a un lápiz. Estábamos preocupados. No sabíamos qué hacer. Era raro. Meditabundo. Taciturno. Cabizbajo. De verbo atiborrado de recursos estrambóticos, exagerado en aseveraciones, repleto de recovecos semánticos. Exhuberante en el discurso florido. Estaba en las nubes.
Un par de tortas era el jarabe más recetado por la mayoría de los especialistas que a su alrededor se posaban sabiondos: familiares de refilón, vecinos enterados y maestros no vocacionales. Y todos pensaban de soslayo y acariciaban con los labios casi en la punta de la lengua aquello del tonto y el lápiz, pero se lo callaban por prudencia o por vergüenza. Al final cuando venían mal dadas, el niño que daba vueltas a un lápiz siempre volvía a por un pedazo de cariño y lo encontraba en los brazos desesperados de sus ágrafos padres.
Era tímido, torpe y diletante, tendente a la melancolía, meticuloso en las cosas insignificantes y negligente en los asuntos trascendentes. Llegaba tarde a todas partes. Una vez tenía cita con el oftalmólogo y llegó en la Z. Existencialista, místico y errante. Temeroso de piñatas, globos y cohetes. No soportaba los ruidos fuertes. Se ponía auriculares con música a todo volumen en el último día del año y el primero del siguiente. Solitario, larguirucho y de risa inspiradora cuando raras veces le salía. Estaba aturdido la mayor parte del tiempo. Deseaba ir al instituto solo porque abrían la biblioteca durante los recreos. Candidato perfecto a ser víctima de abusones. Gafotas convencido desde pequeño.
Seguía dando vueltas a su lápiz. No tenía ninguno preferido. Todos eran los elegidos para ser dados la vuelta y mareados por sus manos expertas en sacarnos de quicio. Eran sus dedos hélices tan veloces y miraba tan fijamente absorto en su misteriosa maniobra, que era como si contemplara mundos propios, ajeno a cualquier realidad común al resto. Le regañábamos mucho, tal vez demasiado. Sin tal vez. Pero no hacía caso a nada que le impidiera seguir con sus movimientos cíclicos. Una fuerza más grande que él mismo parecía poseerle. Sospechábamos que tuviera algún trastorno. Sufríamos por su salud mental y por la nuestra.
Nos asustamos. Temíamos que algún día saliera volando. Los psicólogos no encontraban la clave de tanta circunferencia trazada en el aire hasta que un día logramos que lo dejara en un despiste. El lápiz se paró por fin. Todo se congeló de golpe. La tristeza empezó a instalarse. La parsimonia previa a los grandes bostezos se fue acomodando en nuestras existencias quietas. Todos los días de la semana eran domingos por la tarde. Siestas del carnero, lentitud exasperante. La vida era una película de Éric Rohmer. Sacudidos por el hastío extremo de una etapa llana del tour de Francia a las tres, comprendimos que el lápiz veloz en las manos de nuestro extraordinario hijo era el motor que daba movimiento a nuestra vida y que sin él esta se pararía para siempre.
Le rogamos entonces que volviera a dar cuerda al mundo con su lápiz.
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