Esta mañana cuando he salido a comprar el periódico, he visto como un grupo de niños perseguían a distancia a un pobre hombre y lo llamaban loco. El individuo, con evidentes síntomas de tener alguna enfermedad mental, ni siquiera se ha percatado de sus perseguidores y estos han decidido dejarlo en paz.
He sentido lástima por él, y lo que ha ocurrido me ha hecho recordar algo que me sucedió hace muchísimos años y que ya había olvidado. Era sábado, y a eso de las ocho de la tarde, como de costumbre, salí a pasear con mi perro "Morgan". Para variar un poco la ruta que hacíamos los fines de semana, decidí tirar por una pista de gravilla que llevaba a un desguace de vehículos donde por las tardes los niños y los adolescentes se reunían para divertirse y pasar el rato.
Estaba disfrutando del paseo cuando cerca de donde estaba oí los gritos de una mujer. Me acerqué al lugar donde procedían los sollozos y vi a un hombre fornido y de aspecto conflictivo gritando y empujando a una joven. Cerca había un grupo de adolescentes que miraban la escena, pero ninguno parecía tener la intención de intervenir. "Morgan" comenzó a ladrar y a tirar de la correa en dirección al maltratador, poniéndome en evidencia. El hombre me lanzó una fría y desafiante mirada y me dijo: - ¿Y tú qué coño miras? -. Acobardado, sin decir nada, recogí la correa del perro y me dispuse a marcharme, cuando de la vieja cabaña del desguace salió un chico de baja estatura y fuerte complexión y se dirigió hacia la pareja. - ¿Por qué le gritas y le empujas si ella no te ha hecho nada? – le dijo al hombre. Éste se giró violentamente, pero con evidentes signos de sorpresa en su rostro, no contestó. El joven volvió a increparle – ¡No deberías tratar así a las personas! ¡Y menos aún si son más pequeñas y débiles que tú!
Sin mediar palabra, el hombre cogió su chaqueta que había dejado apoyada en una barandilla metálica oxidada y con la mirada puesta en el suelo se marchó del lugar.
El joven que intervino en la discusión era el hijo del chatarrero al que todos llamábamos el "raro" del pueblo, pero eso no le supuso ningún impedimento para enfrentarse al abusador. Es más, de hecho fue el único de los presentes que tuvo el valor para hacerlo.
Aquel día aprendí una valiosísima lección. Siempre tendemos a juzgar precipitadamente a las personas, y sobre todo a aquellas que son distintas a nosotros. No sólo las juzgamos, sino que además creemos que porque actúan de forma diferente al resto, son inferiores a nosotros.
El joven del desguace me enseñó que ser diferente no significa ser mejor o peor; esas son cualidades que cada persona decide desarrollar voluntariamente. Como en su caso, uno puede ser distinto y ser mejor persona que muchos de los que nos consideramos "normales".
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