lunes, 30 de marzo de 2020

Yayo Gómez. "Perdonadme"


Mi hermano Raúl tenía los ojos azules. Sus mandíbulas eran fuertes, sus labios gruesos y su rostro armónico. Tan guapo que sus amigos solían bromear diciendo que con un poco de rímel y maquillaje, sería hasta guapa. Era el más alto de la familia, los demás éramos morenos, ojos oscuros y bajitos.

Mi hermano Raúl era el más listo de todos. Mi madre decía, bastante a menudo, que era el que aprendió antes a hablar, a restar y dividir. En el colegio era el más educado y responsable. Todos comentaban que era apasionadamente curioso. Curiosidad que le llevó a ser el número uno de su promoción de Ciencias Físicas de la Universidad de Oxford. De casa fue el único que estudió en el extranjero, ya que en mi familia los recursos económicos estaban muy limitados. A mí me tocó trabajar en la fábrica de muebles local siendo casi adolescente para contribuir a la economía doméstica y, a la postre, a su anglófila licenciatura.

Mi hermano Raúl no tenía complejos ni amarguras. Era divertido y zalamero. Las mujeres y hombres se lo rifaban, todos querían estar con él. Creo que también era buen amante, porque alguna vez que he pasado la noche en su casa y él compartía cama con cualquiera de sus innumerables parejas, he creído oír algún que otro: Dios no pares, ahí, justo ahí… ¡qué gusto! Yo, en la soledad de mi dormitorio, pensaba en mi vida rutinaria de casa al trabajo y del trabajo a casa, solo interrumpido por el atracón de series de los días de fiesta.

Mi hermano Raúl no era presumido. Había nacido con el don de la elegancia, todo en él era natural. Tenía instinto para elegir la ropa adecuada para cada ocasión y combinar las prendas con acierto. Todo le sentaba bien. No necesitaba ropa extravagante ni de marca, transmitía clase y estilo. Mi armario, en cambio, era limitado, pequeño y convencional.

Mi hermano Raúl era resolutivo, de inteligencia ágil, capaz de afrontar cualquier asunto problemático con una rapidez que apabullaba. Cuando yo tenía que tomar alguna decisión siempre acudía a su encuentro. Él no me juzgaba pero, en cierta medida, imponía su consejo. Ante cualquier dilema, escuchaba su voz, día y noche, diciéndome lo que debía hacer en cada caso.

Odiaba a mi hermano Raúl, siempre me he visualizado como un gusano a su lado. Todos en casa y, hasta yo misma, me comparaban, con la cruda y palpable realidad de que él tenía ese no sé qué que le hacía tan único y yo, yo me sentía inferior e insignificante. Desde pequeña he acudido periódicamente a la consulta de psicólogos y psiquiatras con el fin de recuperar mi salud mental, descubrir los fantasmas de mi mente y superar mi animadversión hacía él.

Bueno, lo confieso, este confinamiento por coronavirus me tiene esquizofrénica. Mi gran problema no es mi hermano Raúl; mi gran problema es, según dicen, que me lo estoy inventado todo. Soy hija única. Perdonadme.

Las razones del corazón


Asun, la mujer de la limpieza, dejó su móvil sobre una de las estanterías, la que estaba llena de cajas con jeringas, tubitos y otros artefactos de plástico y cristal que vete tú a saber para qué valdrían. Lo puso a bastante volumen, para que la música llegara hasta el último rincón del laboratorio. Ahora sí que trabajaría a gusto, no hay nada mejor que escuchar unas buenas rancheras para dejarlo todo reluciente. Durante su última sesión de terapia, en el Centro de Salud Mental, el psicólogo le había estado explicando que el ambiente a nuestro alrededor influye en nosotros y que, por supuesto, nosotros podemos influir en ese ambiente para convertirlo en nuestro aliado, así que ella no dudaba que las canciones de Rocío Dúrcal eran el mejor aliado para fregar el suelo o pasar la bayeta con alegría. 

Estaba limpiando la repisa bajo las jaulas de los ratones cuando advirtió que uno de ellos parecía observarla curioso. 

—Hola Stuart Little, ¿cómo te va? ¿te dan bien de comer? ¿quieres un cachito madalena? —le dijo al ratón, que olisqueó el aire en dirección a Asun como si adivinara sus intenciones.

La mujer sacó de su bolsillo un paquetito del que extrajo un trocito de bizcocho, lo estaba acercando al ratoncillo cuando apareció por la puerta uno de los investigadores. 

—Pero señora, ¿qué está haciendo?, no se puede dar de comer a los ratones. Y además, ¿quién ha puesto esa música a todo volumen?

—Perdone, no pensé que por un pellizquito de nada... —dijo la mujer, que guardó veloz la madalena, ante la mirada desolada del roedor. 

—Estos ratones son para realizar experimentos. Si hace algo que afecte a alguno de ellos contamina usted todo el proceso. 

A Asun le hubiera gustado decir: «Tú sí que estás contaminado, con esa cara de boquerón rancio que tienes». Pero prefirió ser educada y no correr el riesgo de quedarse sin trabajo. 

—No se preocupe que ya he terminado —dijo cogiendo el móvil y la bolsa de basura—. ¿Eso de ahí es también para tirar? —preguntó señalando una bolsa de plástico que había junto a la salida.

—Sí, pero esa va a un contenedor especial para restos orgánicos de laboratorio. Es que son ratones muertos.

—¿Se les han muerto todos estos ratones? —dijo Asun mirando incrédula el voluminoso bulto.

—Cuando hacemos un experimento, les inoculamos enfermedades y fármacos. Como comprenderá, al terminar la investigación nos tenemos que deshacer de todo bicho que haya participado.

Todo sonaba muy razonable, pero Asun sintió también una cierta congoja en el pecho. Miró al investigador, con su bata blanca y su cara de boquerón rancio y después a Stuart Little, con sus bigotillos y su nariz sonrosada; no supo cuál le caía mejor. O sí.

Esa misma tarde, aprovechando que tenía las llaves del laboratorio, se acercó a última hora y liberó a los ratones por el jardín. Era una locura, pero, como dijo alguien, el corazón tiene razones que la razón no comprende.



FIN

Voces en la habitación


Llueve… llueve mucho. Siento como las grandes gotas que caen del cielo lloroso, chocan contra mi piel como afiladas agujas, mientras corro sobre el fangoso suelo cubierto de hojas marchitas:

—¡Debes llegar! —Escucho que grita una voz parecida a la mía.

—¡Esto es tu culpa! ─le digo.

Resbaló en el fango y caigo de bruces sobre la hojarasca mojada. Odio el bosque. Mientras me levanto, logro escuchar como mi perseguidor se mueve a mi espalda. Giró mi cabeza, pero no veo nada: la torrencial lluvia cubre todo como una espesa niebla, sin embargo… sé que está allí, que se acerca.

Me levanto, sigo corriendo. Mientras más me alejo del sonido del fango siendo aplastado pesadamente detrás de mí, y del olor acre que desprende el azufre, me siento más nerviosa e inquieta.

¡Al fin! Logro ver entre la lluvia la puerta del cobertizo. La punta de los dedos de mi mano derecha cosquillea por asir la desgastada manija. Mi corazón golpea en mis oídos y ciento la piel fría, más que por la lluvia, por el terror.

Cierro la puerta. Lo oigo deslizarse afuera: el repugnante olor que desprende su cuerpo se cuela por las rendijas de cada tabla de madera que compone el lugar. Me alejo de la puerta y de las ventanas. Escojo una esquina de la habitación como refugio, y cubro mis oídos con mis manos frías y temblorosas: —Pasará, pasará ─me repite la misma voz en mi cabeza.

—No, no lo hará. Viene por ti —Escucho otra voz susurrar.

Mi respiración entrecortada, las manos en mis oídos no me dejan escuchar nada del exterior, pero no puedo dejar de escuchar esas voces. No veo nada, cerré los ojos hace mucho.

La puerta se abre despacio, escucho el rechinar del suelo cada vez que se mueve hacia mí. ¡No quiero ver!

Mi cuerpo tiembla incontrolable y me aprieto más a la esquina en la que estoy. Toca mi hombro con su repugnante mano, que desprende putrefacción y pus. Descubro solo un poco mis ojos por entre mis brazos, mientras él me susurra, teniendo su asquerosa cara, carcomida por los gusanos y su boca de dientes afilados e irregulares, muy cerca de mi oído:

—Todo está bien.

A punto estoy de gritar, cuando una minúscula punzada atraviesa mi brazo y todo comienza a desvanecerse.

Ya no está aquí… se fue de nuevo. En su lugar, se encuentra el chico que viene a verme cada día con más frecuencia: ropa de azul celeste, que contrasta bien con el perpetuo blanco de mi acolchada habitación. Le sonrío apenas y él se marcha por la pesada puerta con ventanilla de acrílico.

Observo fijamente la única fuente de luz de la habitación, comenzado a recordar donde estoy. Recuerdo a mi madre decir que mi mente fallaba, pero que esos señores de bata blanca me ayudarían… que solo serían unos días… ¿qué día es? ¿Cuándo vendrán por mí?

—Nunca…

—Idiota, nadie te quiere…

—¡Eres patética!

Las voces de nuevo… debo correr otra vez…

jueves, 26 de marzo de 2020

Una luz propia


Aquel martes de primavera, cuando se abrió la puerta de la clase y la figura del director apareció ante nosotros, todos nos echamos a temblar. Detrás de la figura circunspecta de don Nemesio se ocultaba, titubeante y temerosa, el ser más frágil que jamás contemplaran ojos humanos.

De cuerpo endeble y escuchimizado, aunque de estatura normal, piernas menudas y manos de gorrión, su enorme cabeza oblonga, de pelo lacio y bien peinado, daba a su figura una sensación de extrema delgadez. Gastaba unas gruesas gafas de negra armazón, que prestaban a su cara un aire tierno de niña grande.

El maestro nos había prevenido que ese día tendríamos una nueva compañera; que llegaba avanzado el curso porque había estado ingresada en el hospital a causa de su salud mental; que debíamos tratarla como a una igual y, sobre todo, que bajo ninguna circunstancia debíamos reírnos de su figura, ni convertirla en el objeto de nuestras burlas.

Aquel día, a la hora del recreo, alineamos a Paulita de portera de uno de los equipos de fútbol que habíamos organizado. Y, aunque ella se mostraba feliz, intentando atajar los balonazos que le llegaban sin cesar desde todos los ángulos de la cancha de juego, fue un error, porque, en una ocasión, el balón se coló entre sus manos de mantequilla y se estrelló contra su cara. Fue visto y no visto. En el patio se hizo un silencio sepulcral, tan denso que casi podía tocarse. Todas las miradas convergieron sobre la figura de Paulita que, oscilante, comenzó a perder la verticalidad de forma lenta, hasta que perdió el centro de gravedad y su voluminosa cabeza arrastró de su cuerpo y golpeó con contundencia uno de los postes de la portería. Todos quedamos petrificados ante aquella escena, anclados como ballenas varadas sobre el cemento descarnado del patio. No obstante, nuestra conmoción duró poco, ya que Paulita se incorporó en un instante, pausada pero diligente; se colocó las gruesas gafas con seguridad; se atusó el pelo; se sacudió el polvo del vuelo de la falda y, desgranando una sonrisa de una ternura y una ingenuidad inconmensurables, preguntó: "¿ha sido gol?", mientras sus ojos, desorientados, buscaban el balón por doquier.

El curso siguiente, el primer día de clase, todos notamos enseguida que Paulita no estaba; que no percibíamos la luz propia que ella desprendía. El maestro nos informó que, durante las vacaciones, había sido ingresada de urgencia en el hospital, donde unas altas fiebres habían acabado con su vida.

Y ahí nos dimos cuenta de que Paulita había pasado por nuestra existencia como pasan las aguas mansas de los arroyos: sosegadas, tranquilas, apenas sin hacer ruido, pero dejando tras de sí la impronta de su paso, la huella indeleble de su discurrir. Con el tiempo comprendimos que su luz seguía resplandeciendo, porque nos había regalado, con su luminoso ejemplo, la enseñanza de que no hay niñas y niños, mujeres y hombres, sino personas sensibles y apasionadas que dejan su estela luminosa allí por donde pasan.











Mariana


Le puse el mismo nombre que había llevado mi prima. Mis recuerdos de ella son pocos, pero muy vívidos. Era una niña, como se llamaba decorosamente entonces, "especial". Yo, ingenua, pregunté a mi madre y a mi tía lo significaba esa palabra. Ninguna logró darme una explicación satisfactoria, pero sí me pidieron que no contara a nadie la condición de Mariana.

Ella no hablaba nunca: se comunicaba con gruñidos, gritos y, ocasionalmente, llanto. Lloraba a mares por lo que entonces me parecían razones absurdas: la rotura de un crayón, el paso de una ambulancia, el olor a pescado en la cocina. El mundo la incomodaba, y por eso pasaba mucho tiempo en su habitación: un cuartucho oscuro del último piso, donde dormía, comía y hacía dibujos.

La mayoría de los niños, a su edad, pintan garabatos. No en su caso, dibujaba incluso mejor que la mayoría de los adultos. Se restringía a un solo tema: la vista de la ciudad desde su ventana, con cambios de luz y de colores, en un estudio eterno que ocupaba las cuatro paredes. El mismo dibujo, igual pero distinto, hacía de su cuarto un enorme caleidoscopio.

La vi pocas veces, pues era raro que visitáramos a la tía, y más raro aún que Mariana estuviera a la vista. Yo quería jugar con ella. Las primeras veces me le acercaba y le preguntaba qué quería hacer, pero ella no me respondía o empezaba a hacer sonidos de gato acorralado. Con el tiempo aprendí su particular lenguaje. Me sentaba cerca, con un papel y un crayón, y ambas pintábamos en silencio. A veces, se daba la vuelta para mostrarme su progreso, o movía los brazos de arriba a abajo de una manera que solo puede describirse como el aletear de un pájaro contento.

La noticia de su muerte fue inesperada. Llegó en mitad de la tarde y de la forma más abrupta: por llamada telefónica. No supe entonces llorarla: a mis siete años, el concepto de la muerte me era esquivo. Mi madre me lo explicó como un largo viaje, y lo mismo le repetía a mi tía cuando ella la llamaba llorando, a la media noche, en varias ocasiones de los meses siguientes. Yo escuchaba de lejos, tendida en la cama, y me preguntaba si mi prima se habría llevado a su viaje sus excéntricos dibujos.

Ya en la universidad, volví a visitar a mi tía, que seguía vistiendo de negro. Me mostró algunos de los dibujos, ya amarilleados por el tiempo pues el resto los había quemado, en un intento infructuoso de olvidar. Al mencionarle el día fatídico, se le aguaron los ojos. "Lo que más me duele" dijo "Es que nunca sabré por qué lo hizo. Yo no podía entenderla. Nadie podía".

Quizá fue en eso en lo que pensé cuando bauticé a mi hija.

La madre del mago


Intuí que por fin algo había cambiado cuando le vi levantarse con algo que se asemejó a la determinación, quitarse los castaños mechones del rostro, secarse las lágrimas con el dorso de la mano derecha desnuda ya del grillete matrimonial, y aspirar con fuerza un cargamento invisible de valentía.

Me acerque a Joanne amortiguando mis pasos con dos humeantes tazas de té y su milagrosa medicación, que cada día, por derroteros callados, le llevaba de la mano lejos de ese otoño de penas que ya duraba demasiado.
Atrás quedaba ese amor inconveniente por destructivo, y los pocos recuerdos gratos de su estancia en Lisboa, el eco de la amarga soledad y esa tristeza adherida a sus huesos como un chicle a la suela de un zapato. Esa lluviosa mañana de octubre decidió su futuro poniendo su pesada carga emocional en la balanza, y con la claridad meridiana de vuelta en el cuerpo, soltó el lastre que le ahogaba.

Bebimos hombro con hombro en un silencio que pocas veces es tan bullicioso. Podía oír sin problemas el enjambre de ideas bullendo de nuevo en su cabeza, plena de efervescencia... ya no me prestaba atención.
Concentrada como estaba, caminó resuelta hasta la mesa camilla, que cansada de esperar su retorno fue acumulando macetas de primorosos geranios. Desempolvó las letras de la vieja y fiel Olivetti con una caricia reconciliadora, y deslizó una expectante hoja en blanco bajo el rodillo… recuerdo que fue la primera de muchas.
Adornó al personaje con múltiples penas compartidas, dejándole en herencia la orfandad de su alma que procuró, poco a poco, convertir en fortalezas, las mismas que páginas a páginas le devolvían la salud mental quebrantada.
Confinó a la depresión, su acérrima enemiga, en la prisión de Askabán, y al joven mago, su hijo literario predilecto, le marcó con un relámpago la frente.

—Dianne, querida, ¿qué nombre podría ponerle al chico?—oí que preguntaba por sobre el incesante repiqueteo de su máquina de escribir mientras yo preparaba la cena.

—Harry, Joanne. Llámale Harry —le solté tan convencida que ni siquiera lo dudo, y por primera vez, me hizo caso.


Fuerza


Te ha costado, te ha costado un mundo, pero al final has logrado pararte, analizar tu situación, todo eso en torno a ti que te lleva a no entender que te sucede, que pasa en tu cabeza que te desestabiliza, das tumbos y te pierde. Te has parado a escuchar, a intentar entender que te pasa, has escuchado a las voces amigas que te ayudan a comprender, te sanan, hacen que quieras abrir los ojos y comprendas y si, en tu tortuoso camino al fin has visto un rayo de luz y con tus ángeles guardianes ayudando y apoyándote has podido comprender y reconocer que tienes un problema, que quieres salir de él, que te vas a sobreponer ahora te ves más fuerte mentalmente, ya no hay más caída hacia el fondo del precipicio ahora miras hacia arriba y solo ves la salida a la cual quieres llegar y alcanzar con todas tus ganas y esfuerzo. Con apoyo y gran afán de escucha has logrado sobreponerte y ganar en fortaleza mental. Fortaleza mental que protegiéndola como un tesoro y manteniéndola eternamente en el tiempo, te hará libre, libre de la pesadilla en la que te encuentras y lograras salir y romper ese círculo vicioso del que hasta ahora era imposible ver la salida. Descubrirás lo fuerte que eres, tu mente te domina a ti, pero todo va a cambiar y a partir de ahora serás tú quien domine a tu mente y te recrearas día tras día como crece tu autoestima y la mente antes dominante se ira empequeñeciendo hasta empezar a renacer como tu como persona juntas al unísono no por separado como una espada de Damocles sobre tu cabeza. No es miedo, es respeto y recuerda eres fuerte mentalmente, ella no te domina más, eres tú quien la domina a ella. Eres una persona fuerte, segura de ti misma sin ningún tipo de prejuicio y capaz de comerte el mundo.

Fortaleza mental=Resistir, Luchar, Vencer.

sábado, 21 de marzo de 2020

Materia gris, latido en rojo


Me gusta pintar, se dice Solimar, sorprenderme, resguardar la ingenuidad de la niña que fui. El mundo de los adultos, en el que me incluyo por edad, me parece demasiado tópico y respetable. Alguien me dijo que buscaba en el arte ese hijo que no tuve.

—¡Me llama la atención el color violeta! Protagonista de la primera escena en "la naranja mecánica"; ese clímax agresivo, sexual. El color reactiva mi instinto animal.

Diego, sentado a su lado, interviene:

—¡Instinto animal! Una cara sin artificios que incita a la creatividad. El peligro es no mantenerlo a raya ¿Has visto Joker?; nihilismo oscuro en vena; el vitalismo se transforma en autodestrucción.

Solimar lleva el pelo corto, cromático, se lo corta ella misma. Oculta sus manos en las mangas de la sudadera, una especie de amparo aniñado.

Aquí, el único color es el de los lápices de colores para pintar mandalas, la mayoría sin punta. No está permitido el sacapuntas, ni los bolígrafos, las deportivas con cordones…

Para protegernos, cavila Solimar. La sociedad nos etiqueta como peligrosos. La mayoría de nosotros, antes de hacer daño a otros, nos autolesionamos. Por eso estoy aquí.

—Este sitio es incoloro para amainarnos.

El espacio donde deambulan se resume en un pasillo blanco. Veinticuatro cubículos, con número y ventanilla: el número, su identidad. La mirilla, la falta de ella.

La azotea de los guerreros: Treinta chimeneas, treinta guerreros petrificados; un jardín de esculturas al cielo raso, su séquito. Solimar, una guerrera capaz de morir por un sueño no cumplido, una mujer lapidada. Ha subido la escalera consciente de que arriba todo va a cambiar. La pisada calcárea sobre la piedra, el tacto de la serpiente de caoba, vidrieras policromadas, luz morada, promesas de amaneceres en el mar, simulacros de bosques, arenisca curvilínea. Arriba, su silueta al borde del abismo. No puede defraudar, ya lo hizo en su andadura de mujer.

Perdí la batalla contra mí misma, alguien se interpuso en mi vuelo. Llevo aquí una semana, en un lugar blanco y verde menta. Necesito color como Kandinsky; "Dar vida al color".

—He inventado un juego: conceder un color a cada residente; el pasillo se transforma en las Ramblas de mí querida Barcelona.

—Te será difícil ponerme color —comenta Diego—, soy bipolar.

¿Cuál es mi color? Todo cambió tras la inseminación in vitro. Mi exmarido exigía un hijo varón de su sangre; los valores se entumecen, una probeta del presente con códigos medievales.

—¿Lo echas en falta?

—Aquí lo que echo en falta es el café. Es lo más parecido a la calle.

Aunque fuera no hay mucha diferencia, el fin del planeta azul; no quedará nada, ni mares, ni bosques, ni flores.

Solimar se sitúa al principio del pasillo; Kandinsky y Gaudí, curva y color.

—¡Lo que dibujamos se convierte en realidad! —grita.

Diego la acompaña. Juntos corren armados con tres tizas de colores, trazan líneas ondulantes que avanzan y explosionan; un mar, el desierto, la media luna, una cuna…





Libre de virus. www.avast.com

Sentimientos Encontrados




Mientras el aroma del café impregna la mañana, el frio hace que salga vaho de mi boca, mis manos están congeladas cuando llego a aquel lugar en el que, para mí, aconteció un suceso extraordinario.

Siempre me resistí a pedir ayuda, pensaba que era debilidad mía y que a nadie le importaría escucharme, mucho menos mis problemas.

Mi salud mental estaba por los suelos, era como vivir cada día rodeado de monstruosas pirañas negras, deformes. Era un miedo terrible y una desesperación inusual. Pensaba que era normal estar siempre retraído, sin socializar, cuando lo hacía pensaba que se reían de mi o que hablaban a mis espaldas.

Hasta que la conocí a ella, no me malinterpreten, no fue un amor platónico de verano, ella era toda una profesional, nuestro primer encuentro fue en una parada de autobús, en esa ocasión yo me dirigía al puente de la ciudad, con mil cosas en la cabeza, era uno de mis peores días.

La música en mis audífonos sonaba a un volumen exagerado, no tengo idea de que cara traería, en cierto momento note que me hacia señas de que la escuchara. Tenía una sonrisa hermosa cuando me convenció de acompañarla caminando a su oficina, hablamos durante un rato hasta que llegamos, ahí afuera me dio su tarjeta y me pidió que llamara a alguien o no me dejaría ir.

Resignado a no poderme ir después de la llamada, mande un mensaje en el grupo de la escuela pidiendo que alguien pasara por mí, ya que tenía un pequeñísimo problema, mientras pensaba si correr o mentir, para mi sorpresa se presentaron dos amigos.

Ella solo sonrió y me comento que habría perdido la apuesta.

Mis amistades durante ese día y varios más me convencieron de ir una vez por semana con ella, hable con mis padres con un terror increíble de que me ignoraran, sin embargo, les pareció fantástica la idea.

Aún acudo a esa oficina, no solo me ayudo hablar, también fui descubriendo que las personas, los hechos o incluso nosotros mismos, muchas veces no son lo que damos por hecho.

No creo que tanta gente tenga tanta suerte de encontrarse a alguien así en una situación tan fortuita, yo lo único que puedo hacer es ser buena persona y recomendar que cuando alguien sienta su salud mental deteriorada se acerque a su familia, amigos y profesionales

El teléfono


Como si fuera una consigna forzosa por cumplir, hablaba todos los días por el teléfono público de la esquina (cuando existían por dondequiera). Se demoraba observando hacia el interior de una guardería ubicada frente a la caseta telefónica (un enorme cancel con vidrio hacía posible ver el jardín de infantes). Todos lo sabían en el barrio: no marcaba ningún número, había extraviado su salud mental y sólo hablaba de Ramsés, los sacerdotes y las teorías de Carlos Marx (tópicos de otra patria), pero ignoraban cómo había ingresado al fatídico mundo del exilio psíquico o de qué forma su vulnerabilidad había resuelto encontrar un viaje sin regreso. Su mirada ya era una ostra enigmática en el mar de lo imposible: ya nada se podía indagar. Algo guardaba en el cofre de recuerdos, de razones, de afectos, de culpabilidades o disculpas, pero la llave se pierde un día y todo permanece aprisionado para siempre.  En algún momento su familia lo confinó en una clínica de rehabilitación, pero él escapó: saltó una barda enorme y se fracturó la tibia. Después circuló desaliñado y cojo por las calles. Mendigaba en los puestos de comida y siempre iba hacia el teléfono. Todos lo llamaban "el loquito". Las empleadas de la guardería se habían dado cuenta: miraba en especial a una de ellas. Cuando bromearon con la chica acerca de su enamorado, ella les contestó acongojada (y sin poder fingir más): no se burlen, es mi papá. Bastaron sus lágrimas para transmitirles el dolor más allá de un final y la tragedia más allá de un territorio.



La ayuda indispensable


Cuando Efraín, se miró al espejo, se sintió feliz.

Recordó que meses antes, al ver su rostro en el espejo, se había avergonzado de sí mismo, pues hacía años que estaba bebiendo y su físico ya mostraba las huellas de su adicción, lo peor era que pese a que a veces lo deseaba, no podía dejar de beber. Su jefe le había dicho que tendría que despedirlo, a menos que se pusiera en rehabilitación; y que si no tenía fuerza de voluntad, pensará en su mujer y sus hijos y que lo hiciera por ellos, pues en el vecindario era voz populi que la familia sufría y que estaban viviendo en un infierno. Así llegó al COSAM, el Centro de Salud Mental donde el médico que lo atendió le recetó medicamentos y lo invitó a sesiones terapéuticas en las que participó en forma entusiasta. Poco a poco fue recuperando su autoestima; en su trabajo empezaron a mirarlo con otros ojos, y él se da el tiempo necesario para estar con su familia.
Atrás quedaron sus amigos del bar. Hoy ha ido al Centro de Salud con su mujer y sus hijos, pues será dado de alta. Efraín está contento, ya que pese a que reconoce ser alcohólico, sabe que no volverá a beber.


Sin rencor


― ¿Estás con nosotros? ―me decía, con las risitas de fondo.

Ya no recuerdo bien su aspecto, pero si la clase. Fue hace tiempo. Era un niño, ella la maestra y entre los dos se interponía mi despiste. Ella era quién me enseñaba, la que siempre me preguntaba con desprecio:" ¿Te has aprendido la lección?¿ has conseguido llegar a la última página? ". Con los demás se comportaba de manera más dulce, pero no conmigo. A mí siempre me reñía.

Es un trastorno nervioso. No puedo controlarlo. La ciencia le ha puesto nombre.

No te guardo rencor, pero no te he olvidado.





Yo lo vivo


Cómo saber si tienes problemas de salud mental:

¿Se nace, es provocada por algún detonante, se puede evitar?

Todas estas preguntas me las he hecho al largo de mi vida.

Tía Rosa (la hermana de mi padre), a la que mirábamos pero no la veíamos. No se comentaba el porqué ella era diferente, el porqué de su mirada perdida. No se hablaba de ella solo se la alimentaba y de vez en cuando se la bañaba. Tenía pavor al agua, aunque después del aseo quedaba tan feliz que daba las gracias una y otra vez. En una de mis visitas a mi madre note que Rosita se sacaba un diente y se lo volvía a colocar, asustada más que preocupada por ella, la llevé al dentista. – "No hay nada para hacer – fue todo lo que dijo– ese incisivo, hace mucho se le murió, esta sostenido por el sarro·"

La vida me llevó por muchos caminos, por lo que estoy agradecida, tendría yo mis 34 años más o menos cuando un medico chino me preguntó si yo sabía de lo que sufría. La cara de tonta que debo haber puesto debe haber sorprendido al galeno quien enfático dictaminó –Sufres de depresión mayor.– Desde ese momento para bien o para mal tomo "Fluoxetina". Este antidepresivo lo sacó al mercado, con muchas controversias el laboratorio americano Lilly, con el nombre de Prozac. Yo lo apodo con cariño mi "bastón," lo tomo cuando lo necesito. Han pasado ya treinta años desde que nos conocimos y solo por un período de cinco pude prescindir de su compañía.

Recuerdo temprano en mi juventud las diferentes y simples cosas que me paralizaban:

Llegaba el ómnibus que estaba esperando y lo dejaba pasar, antes de acceder a un lugar determinado debía pasar primero por la puerta para después regresar y entrar. Siempre me sentía inferior a los demás, a veces pensaba que si dejaba de respirar tal vez era mejor para los demás. No sonreía naturalmente, solo de manera forzada. Me era difícil continuar una tarea por mucho tiempo. Aprendí a desarrollar mi voluntad para continuar como mínimo tres meses cada actividad. Ojeras oscuras siempre acompañan mi rostro. Siempre supe que soy diferente.

Tengo dos adorados hijos, uno es bi-polar y para apalear su situación desde muy joven recurrió a las drogas llamadas "ilegales". El otro en setiembre del 2001, cuando cayeron las torres gemelas en New York, estuvo entre los primeros socorristas prestando ayuda por diez días; en diciembre comenzó a sentir los primeros síntomas de persecución. Tuvo que ser tratado con micro narcosis, y medicarse por el resto de su vida para poder ganarle a la esquizofrenia.

Por lo mucho que he vivido te digo: nunca te subestimes, siempre se sale con la ayuda adecuada.


Un lugar donde vivir


En el colegio quería viajar para huir de las risas solapadas por mis ojos rasgados, mi aspecto físico y sus dudas sobre mi salud mental.

Mis padres se encargaban del cuidado de una finca. Yo frecuentaba las cuadras para hablar con Estrella, una hermosa yegua blanca: «Si miras hacia el Sol al amanecer y extiendes los brazos en cruz, el derecho señalará al Sur. Allí está Jerez, donde tú naciste. Un día te llevaré a Jerez. Te lo prometo». Ella giró su cuello para mirarme con sus dos escarabajos gigantes.

Una mañana desperté temprano, asalté la despensa, preparé a Estrella y salimos. Miré hacia donde asomaba la luz del Sol, extendí mis brazos y nos dirigimos al Sur. Atravesamos fincas y nos detuvimos junto a un arroyo. Estrella me miraba como para cerciorarse de que no estaba soñando.

Íbamos al paso, cuando el sonido de una sirena nos sobresaltó. Un agente de la Guardia Civil gritaba:

—¿Dónde vas… chico?

—A Jerez.

—Te están buscando. Andan preocupados.

El señor envió un vehículo con remolque para llevarnos de regreso. Estrella protestaba pateando el suelo. Al llegar, mis padres suspiraron aliviados. Cuando nos quedamos a solas, me lo dijeron: «No vuelvas a hacerlo. Puedes tener un accidente y buscarnos la ruina». No soportan verme llorar, pero no pude evitarlo, aun haciendo sufrir a lo único que tengo en este mundo. Me abrazaron y lloramos juntos.

Pronto llegó la primavera.

«Mira Estrella. Si al amanecer miras al Sol y extiendes tus brazos en cruz, Doñana quedará a tu espalda. Es un buen lugar para vivir. Un día, tú y yo iremos a Doñana. Te lo prometo».

Esta vez fue diferente. Estrella se puso al galope en cuanto tomó el camino de tierra, volamos levantando una estela de polvo. Mucho tiempo después, Estrella se detuvo y miró al horizonte. Bajé de su lomo, le quité la silla y la cabezada y acaricié su cuello para terminar con una palmada en su grupa. Estrella se apartó unos metros, giró su cuello para mirarme y se alejó al galope. Fue la última vez que la vi.

Un coche de vigilancia se detuvo al verme.

—Llamen a la Guardia Civil —dije—. Seguro que me buscan.

De nuevo enviaron el mismo coche con el mismo remolque que viajó vacío. El dueño de la finca esperaba junto a mis padres.

—¿Sabéis cuánto valía esa yegua? —preguntó airado.

—No más que esto —respondió mi madre, mientras colocaba sobre la mesa algunas joyas y dinero en billetes—. Puede llevárselo todo a cambio de su maldito caballo, pero deje en paz a nuestro hijo.

Nunca me sentí tan orgulloso. Ninguno de nosotros esperaba esa reacción. El dueño salió a toda prisa sin recoger nada.

Hace años que ocurrió y no quiero olvidarlo.

El dueño de la finca nunca volvió a molestarnos.

En cuanto a Estrella, me gusta pensar que sigue libre y, de vez en cuando, imagino que me lleva sobre su lomo.

El espejo del alma


Escribía.


Aquella era la única manera que tenía de entrar en un estado de equilibrio sin imitar torpemente un estado de meditación convencional, el sonido lacerante de la punta de su lapiz sobre la hoja sustituía al de la brisa que por cierto asediaba su ventana. En ese estado podía acumular la concentración que servía de combustible para su inspiración. Él rememoraba el pasado afanado a la idea de que la respuesta que buscaba se encontraba en los confines del tiempo. Romper aquella barrera era su prueba en esa oportunidad y respaldado por su doctora y amiga; se le delegó su cumplimiento si o si. Como avance en el proceso de recuperación contra el estrés crónico.


- "El esfuerzo se hace satisfactorio porque permite alcanzar logros, diseña tu vida haciendo lo que te gusta, logra cosas pequeñas cada día"


- "Antes de ser extraordinario recuerda que primero debes empezar por algún lado"


- "Las personas más felices del mundo, son aquellas que viven con propósito"


Sus manos temblaron en ese preciso instante cuando cuadraba la última oración, para dejarla como parte del guion que había creado con una recopilación de los mejores consejos de su padre dichos a su persona. Este método era su propia forma de auto-medicarse de forma responsable. Cuando analizaba el camino de la solidez emocional, siempre reparaba en este su mejor ejemplo pero carecía de la sabiduría terrenal presente en su progenitor por lo que se entregaba a la herencia dejada en contrapartida por su madre: la Fe. No para resguardarse en ella, sino para renovar su fuerza de voluntad mientras se orientaba en la ruta de su lápiz contra el papel.


- Ahora reconozco que es la tenacidad, la que te hace prevalecer.


En ese momento sentía que escudriñar tanto en si mismo le dejaba un repertorio inmenso de cosas las cuales reflexionar. Todas de algún modo aptas para la lectura y dignas para que fuesen escritas en aquellas horas de "encuentro consigo mismo". Cuando recordó su última sesion en la que se les dio las bases para este experimento, el repaso el término "Salud Mental" asociándolo con un estado dependiente; condicionado al cumplimiento de distintos factores los cuales no entendía, no era capaz de interpretarlo para hacer suyo el concepto y parece que tendría que esforzarse más pues había un límite en la retroalimentación que podía obtener de sus compañeros, mientras algunos lo veían como la meta al final del camino él no podía dejar de verlo como el mismísimo camino sin más ni menos:


- A veces fácil, otras veces difícil, a veces cuesta arriba y otras veces cuesta abajo.


Lo decía así pues como todo camino, llevaba consigo una importante premisa: recorrerlo, llevaría a algún lado.


- ¿Te digo cómo diferenciar el camino correcto?


- No tiene atajos ni trucos


- Tampoco tiene nada que temer o que envidiar a ningún otro.


- Es un camino de ida, pues nadie que lo recorre piensa alguna vez en retroceder, solo en avanzar...





Mi amigo Agua



No sé muy bien por qué inició mi miedo a los espacios abiertos, sólo sé que el primer día del retorno a clases cuando tenía siete años me petrifiqué ante el marco de la puerta, todo empezó a girar y me faltó la respiración. Mi mamá inmediatamente me llevó a la tina del baño junto a buena parte de mis juguetes favoritos. Allí comenzó mi amistad con Agua.

- Hola soy Pedro, tengo Asperger y acabo de sufrir mi primer ataque de pánico, según dijo mi mamá cuando llamó por celular a mi tía.

- Hola soy Agua, entré a tu casa por la tubería y me gusta viajar por todo el mundo.

- ¿No es peligroso allá afuera? Una vez mi papá salió por la mañana y ya nunca volvió: el mundo se lo comió.

Sí, como todo niño tuve un amigo imaginario. Algunos hablan con el picaporte de la puerta de su cuarto, otros con el bombillo, algunos con su zapato viejo favorito, a mí me dio por hablar con Agua. Normal.

Pasaron varios meses en los que no pude salir de la casa sin desmayarme. En las noches Agua dentro del vaso sobre mi mesa de noche velaba mis sueños. Me contaba sus aventuras convertido en rio cantarín, ola marina, copos de nieve o gotas de lluvia.

Y fue precisamente una tarde de lluvia cuando pude salir al jardín, agua tocó a mi ventana transformado en cientos de gotitas y me invitó a salir. Al abrir la puerta un charco me dio la bienvenida sobre el tapete donde escrito en inglés se leía welcome al revés.

Poco a poco fui empapándome de Agua como si fuera un escudo protector sobre mis ropas. Abrí los brazos en forma de aspas y esta vez fui yo el que giró mientras el mundo permaneció sereno bajo mis pies.

Cuando mi madre llegó de hacer las compras en el supermercado me vio jugando bajo la lluvia y corrió a abrazarme. Agua se asomó en sus ojos en forma de lágrima dándome un guiño.

Pasaron algunos años sin que volvieran los ataques de pánico ante los espacios abiertos. Pero cuando cumplí quince años una sequía fuerte azotó mi país. Por varias semanas no llovió una gota, en todos los locales restringían de los baños, las fuentes dejaron de cantar en los parques. Mi amigo se notaba preocupado.

Decidí que no quería volver a estar encerrado en casa ante próximas sequias. Cuando me gradué de bachiller decidí estudiar protección ambiental en la universidad. Ahora formo parte de un grupo de activistas que vamos por el mundo presentando a mi amigo Agua como un aliado de todos nuestros procesos vitales.

Ya no siento miedo de salir al mundo. Sé que no me podrá comer pues tengo el poder de hacer el planeta un lugar más seguro… mientras pueda contar con mi amigo Agua.

viernes, 13 de marzo de 2020

Transgresión


Soñé que estaba trabajando, y sí, era una especie de hospital psiquiátrico cuyos objetivos eran propender al tratamiento y mejoramiento de la "salud mental".

Pero había tres viejitos muy viejitos siempre sentados en el mismo lugar a los que yo veía que nadie les daba de comer.

Entonces aunque todo parecía funcionar bien, lo único que funcionaba eran los protocolos, y yo tenía que realizar acciones fuera de los protocolos y de mis funciones, sortear a los demás funcionarios y a mis propios colegas trabajadores sociales (que no me querían mucho) para llevarles comida a los tres viejitos.

Uno de ellos era mi tío abuelo político Horacio Canto, otra era mi tía abuela Blanca, su esposa (hermana de mi abuela); y la otra una mujer vieja muy vieja y quizá (seguro) también de mi familia y muerta hace años, pero a quien no puedo identificar.

Los tres viejitos estaban duros de viejos, de mal atendidos y de muertos de hambre, y el hecho de yo llevarles la comida sorteando médicos generales, psiquiatras, residentes, enfermeros y guardias de seguridad, y metiéndome en lugares y con gente que no sabía cómo me iban a tratar o a responder, constituía una transgresión que siempre me dejaba en jaque, y en eso consistía mi trabajo.

Por suerte había otras personas que se desempeñaban en silencio de la misma manera que yo, y entonces los pacientes podían comer dignamente mientras se desarrollaba su tratamiento, a veces agudo, a veces crónico, y siempre con resultados dispares, donde lo mejor que podía ocurrirles, era no volver nunca más allí.

Lo que buscábamos en el fondo, era potenciar la atención en policlínica, mejorar la calidad técnica y humana de psiquiatras y equipos técnicos, y sobre todo, apoyar la propuesta de desmanicomialización del paciente de salud mental, creando centros pequeños, bien equipados, con personal capacitado y sobre todo de enorme calidez humana.

Por el momento, solo podíamos transgredir los protocolos, porque el Estado no brindaba los recursos para llevar adelante una Ley de Salud Mental, aprobada recientemente en el mismísimo Parlamento.

jueves, 12 de marzo de 2020

Creadora

Recuerdo el día que nos alejamos.

La ultima vez que te vi, estábamos dormidas una al lado de la otra, éramos tan pequeñas.

Sentí que me sacudían, abrí los ojos, eran papá y mamá, me vistieron y me llevaron con ellos en automóvil.

Estaba en un lugar diferente a casa, paso el tiempo y mi familia no venía por mí.

Seguía sin entender lo que había pasado, ¿acaso hice algo malo? había muchas personas a mi alrededor, pero nadie me explicaba nada.

Después de un tiempo, me llevaron a otro sitio nuevo.

Pasaron días, meses, años y el tiempo transcurrió, llevaba la cuenta.

Entristecí, me sentía tan sola, no percibía los sonidos ni las palabras.

No podía hablar, no aprendí a comunicarme, tenía síndrome de down y era sordomuda.

Estaba y me sentía sola, a veces, molesta.

Un día, llego alguien nuevo al taller, una mujer, me entrego en las manos materiales para trabajar, me sonrió, me hizo muecas, me hizo reír.

Comencé a trabajar de inmediato.

Inicie capturando objetos con hilos coloridos, a recolectar materiales y cubrirlos.

Cree formas que fueron creciendo poco a poco, tejía telarañas, redes que se transformaban en formas abstractas.

Usaba cosas sobre mi cabeza, turbantes, telas, sombreros y collares largos en el cuello.

Comenzaron a llamarme ¨la mujer araña¨, creaba incansablemente, con lo que tenía a la mano.

Tu volviste, conocí a tu familia, a tus hijos, fuimos tan felices, los amaba.

Lo que creaba con mis manos llamaba la atención, comenzaron a exponer lo que realizaba, me grababan en videos, me tomaban fotografías.

Fuimos tan felices, hermana, y ahora tengo que irme.

Nos volveremos a encontrar, recuerda que los amo.



Atte.

Judith Scott

Hermana y Artista

(1943-2005)


lunes, 9 de marzo de 2020

Unión de fuego

Los oleajes de su mente lo estrechan, aferra su cráneo para espantar a los que habitan allí dentro sin su permiso. No ayuda en absoluto la identificación que hacen de él como un poseído, el loco de atar o que le tengan un pavor absoluto. Le inyectan la enemistad, lo abandonan sin hacer uso de la empatía.

Arturo clava su mirada perdida en un punto del horizonte, para ellos insalvable, para él más cercano que su dedo. No es un adolescente común para los otros, aunque él intenta camuflarse con la ropa que utilizan pese a que le desagrada por su estridencia. El punto que toca en su mano es una estrella diminuta, o así lo percibe para entablar una conversación con un amigo luminoso y que le brinde calor en su corazón. Sus ventrículos gélidos por la no interacción de sus iguales, él necesita de una explosión de llamas afectuosas, por eso le pide ayuda al pequeño astro.

El asteroide le tiende rayos e incluso una llamarada, pero a Arturo le sigue pareciendo indiferente. La pequeña cura, pierde efectos.

Camina el adolescente con la soledad como compañera. Su sombra ejecuta las funciones de paraguas, pues por lo menos le tapa y le guía desde el suelo.

Los delirios van en aumento, un alarido espeluznante corre vertiginoso en su cerebro y lo coloca a escasos centímetros de él. Arturo soporta estoico la visión, aunque tarda poco en retroceder a la par que gritar.

Unos chicos de la escuela le añaden leña al árbol caído:

― ¡Huye del monstruo, Arturo! ¡Es muy grande y peligroso!

Para ellos es una diversión genial la de atormentar a un pobre chico, no se imaginan el sufrimiento de Arturo, no soportan la desigual balanza en su cabeza. El espectro está a punto de tocar al chico con su mano translucida cuando acude la infantería, un chico mayor coloca su cuerpo de parapeto y le dice:

― Tranquilo, Arturo mi escudo nos salva a los dos.

Arturo sonríe al recién llegado, le otorga una defensa, aunque ahora son dos los amenazados por lo que le explica:

―Déjame sólo, sino te atacara y perseguirá a ti.

―Nada de eso, soy el caballero del Sol. Un enviado directo del rey de llamas para destruir toda amenaza.

La cara de Arturo expone la felicidad inmensa de conseguir un aliado tan poderoso, además siente sus deseos cumplidos. El caballero le explica:

― Hazme caso y saldremos de esta. Nuestro abrazo hará la magia. Colócate junto a mí y con nuestro poder arderá. Ya no le hacemos caso, lo ignoramos, esas son las palabras mágicas.

Arturo repite las palabras mágicas, siente la empatía y la comprensión. Su nuevo aliado es un chico que toma los servicios sociales y a Arturo bajo su cobijo, él entiende la fuerza del corazón y la amistad como el mejor medicamento.

Los días cambian abruptamente para Arturo, porque ahora tiene al caballero del Sol como amigo.

El tito Manuel

Para nosotras era como un héroe. A pesar de vivir a cientos de kilómetros, nuestras vidas giraban en torno al tito Manuel. Mamá y las titas enviaban al pueblo paquetes de ropa para que la abuela se la llevara donde él vivía. "Es muy presumido", decían. También le mandaban dinero todos los meses para que no le faltara de nada.

―¡Cuidado con la foto del tito Manuel! ―gritaba mamá desde la cocina, cuando nos mandaba limpiar el polvo de los muebles del comedor. Esa foto era objeto de adoración. Se la hizo un fotógrafo profesional y la abuela distribuyó por las casas de toda la familia.

A nosotras nos encantaba escuchar historias sobre su vida: "Tuvo muy mala suerte", decía la abuela, y su mirada marina se derramaba por los surcos de las mejillas resecas. "Se enamoró perdidamente de una chica tan guapa como él, hacían muy buena pareja pero ella lo abandonó. Aquello hizo que su carácter se agriara, ¡en mala hora la conoció!", repetía siempre que se le presentaba la ocasión. "Como era muy apañado se colocó en la casa más rica del pueblo; acababa de cumplir la mayoría de edad. Pero tuvo la desgracia de que el perdigón de un cazador furtivo le diera en el ojo y lo tuvo que dejar…", remataba, sin acabar de dar nunca la última explicación.

Durante los difíciles años de la postguerra no se resignó a su suerte y de su mente brotaron brillantes ideas que soñó convertir en realidad. Una vez se le metió en la cabeza hacerse repartidor de legumbres y hortalizas entre los pueblos aislados de la comarca; compró un burro, lentejas, habichuelas, garbanzos y habas y se estrenó como vendedor ambulante con la ilusión de prosperar. Pero nunca llegó a su primer destino: le vendieron un burro enfermo y se le murió a mitad de camino. Tuvo que regresar al pueblo sin el animal y con la carga sobre sus espaldas. "Ese día perdió la cabeza, tenía veintitrés años", sentenciaba el narrador ocasional. Nosotras nos entristecíamos mucho al constatar que todas las historias del tito Manuel acababan mal.

Un día mamá nos comunicó que haríamos un largo viaje en tren y que lo podríamos conocer: la abuela nos llevaba de vacaciones. Cuando llegamos al pueblo tuvimos que esperar varios días para visitarlo en el hospital de la provincia. Mientras, hicimos amistad con otros niños y niñas del lugar.

―Mañana no podemos venir a jugar, vamos a ver a nuestro tito Manuel ―informamos, muy orgullosas, al resto de la pandilla.

―¿A quién? ¿Al loco? ―soltó un niño, a bocajarro. El impacto fue brutal.



En realidad nosotras sabíamos que el tito Manuel estaba enfermo, mamá nos había explicado hacía tiempo que tenía un problema de salud mental; sin embargo, en nuestra familia jamás se había pronunciado aquella palabra, por eso nos explotó en el corazón como una bomba. Cuatro décadas después al tito Manuel se le atragantó la vida pero nosotras seguimos siempre a su lado.

La sexualidad distorsionada

Muy a pesar de la zozobra emocional que le atenazaba, Mario hizo gala de su capacidad reflexiva, para, en un momento de lucidez, comprender como la forma en la que vivía su sexualidad de un tiempo a esta parte le podía hacer sentirse tan sucio y vacío.

Si bien en un primer momento valoró acudir a un profesional que pudisiese un poco de orden en su desaforada y desordenada líbido, al final imperó el sentido común más elemental y recordó el tiempo en que estudiaba en un colegio de curas, y las veces en que el mossen le llamaba a la capilla pidiéndole que realizase un exámen de conciencia antes de soltarle sus rollos morales a un adolescente imberbe que nada sabía aún de la vida.

Si bien, Mario prefiríó tomárselo como un viaje introspectivo hasta lo más profundo de si mismo para encontrar y reconocer abiertamente, y sin tapujos las causas que habían hecho que se sintiese tan desdichado.

En ese ejercicio sincero descubrió que por mucho que los tiempos cambien con los años, y con ellos la sociedad, las personas deben mantener siempre su identidad y su código moral férreo.

Mario se dio cuenta de lo engañado que estaba viendo como normal algo que sin duda no lo era.

No era normal; por mucho que hubieran evolucionado las tecnologias, tener clasificados en decenas de marcadores en su ordenador cualquier escena pornográfica que alguien se pudiera imaginar por muy retorcida que fuese: incesto, zoofilia, sadomasoquismo.

Era tóxico y peligroso asumir las relaciones sexuales en las que ha de imperar implicitamente la dominación del hombre sobre la mujer para poder reafirmarte así como macho alfa, por mucho que nos vendan esos estereotipos en la inmensa mayoría de los vídeos pornográficos.

No era normal salir de copas a los treinta años y cada vez que conocía a una chica marcarse acostarse con ella como objetivo prioritario, y tras reflexionar sobre estas y muchas otras cosas sentir como se humedecían sus ojos y brotaban las lágrimas como un chiquillo enrabietado; mientras pensaba que estaba solo unicamente por su culpa, y en la cantidad de maravillosas chicas que había dejado escapar de su lado por actuar y pensar como un becerro en celo y no como una persona.

Al final de ese momento tan difícil Mario se sintió feliz, en paz, liberado y orgulloso de si mismo por haberse podido quitar la venda que tenía en los ojos y que tantos otros tienen con el rótulo "normal" cuando no lo es.

Mario se juro a si mismo que jamás volvería a marcarse el sexo como un objetivo sino como un complemento y que no quería volver a sentirse así nunca mas y pediría ayuda profesional por muy tímido que fuese.

Mejor vergüenza que sufrimiento.

Reconciliación

Meses después de que Antonio se graduara como licenciado en educación física, se encontró con una mujer de unos treinta y cinco años, que andaba repartiendo hojas de vida en toda la ciudad. Había venido desde un pueblo confinado al otro lado de la cordillera, asolado por los enfrentamientos entre varios grupos armados y le contó que era fisioterapeuta graduada, pero que llevaba seis meses sin trabajo.

-Creo que somos casi vecinos. Mi deseo es empezar a formar grupos de paz.

Le contó que tenía un grupo de treinta personas y la semana pasada empezamos en el solar de una de las casas a realizar algunas prácticas. Tú podrías reunir personas de tu sector y conformamos un grupo más grande.

Hablaron entonces de las posibles dificultades que presentaba el proyecto; en el sector en donde vivía Antonio, estaban radicadas algunas familias que colaboraron con algunos grupos en conflicto, que eran enemigos de las que habitaban en el sector en donde vivía Rubiela.

La primera vez que se reunieron, el cura párroco de la iglesia más cercana, les envió un mensaje, ofreciéndoles un espacio en la casa cural, que aunque no era el más adecuado, podía albergar hasta cincuenta personas haciendo actividad física.

Una calma expectante invadió el recinto, cuando fueron llegando poco a poco los invitados; rostros parcos, con pocos gestos y muchas señales de poca vida; hombres recios, con el estigma del martirio evidentes en sus ademanes; mujeres con apariencia maltratada, pero con brillos tenues de esperanzas en sus ojos; personas mayores con la carga del resentimiento en las espaldas encorvadas y hasta uno que otro, con ganas de reírse, pero sin decidirse.

Antonio y Rubiela, estaban tranquilos y cuando la música empezó a sonar, los movimientos tímidos de algunos y un poco más decididos de otros, fueron tomándose el recinto e invadiendo todo el ámbito posible a su alrededor; los ritmos escogidos apuntaban a las regiones de dónde venían y su efecto nostálgico, pero con un propósito de recuperar un poco el arraigo perdido, empezaba a calar y en un momento alguna de las mujeres, se desprendió del grupo y salió del espacio, desparramándose en un torrente de lágrimas conmovedoras que obligaron a Rubiela, a sentarse con ella y tratar de calmarla.

-Esa música sonaba en la fiesta el día que mataron a mi marido. Me recuerda esa noche tan horrible.

-Piensa que acá, te va a beneficiar tu salud.

No era tan fácil olvidar, para los que vivieron aquellos tiempos y sufrieron fracturas familiares, muy difícil de recomponer con el paso de los años.

Al final de la primera sesión de dos horas, algunos se fueron sin despedirse, pero otros se acercaron a los dos instructores y manifestaron su agradecimiento y su esperanza de una vida mejor. 

Era el inicio de un recorrido de algo tortuoso, que apenas empezaba, pero que podría aliviar tantas tensiones, en medio de una vida que debía seguir su curso, por senderos que muchas veces aquellas personas jama había imaginado.

Interregno

Imperio de las mónadas disuelto debido al súbito regicidio de la razón luego de la escisión de su personalidad circunspecta y monocroma. Armonía fragmentada que dio paso a un bullicioso ramillete multicolor, baraúnda trepidante instalada en su psique y que aquel tribunal de ciencia halló culpable de múltiples e irreparables crímenes contra la Salud Mental. Exiliado de la comunidad funcional únicamente le quedaba algún resquicio de equilibrio interno durante los períodos de conticinio de la medianoche del alma, esa que el estetoscopio psiquiátrico no alcanzaba auscultar. No era sencillo reconstruir la sinuosa vía que desembocó en su locura, pese a que en ocasiones pudiese beber sorbos de ciertos reflejos (no podía aseverar se tratasen de recuerdos en rigor) de su época cohesionada. Lánguidas memorias que se relacionaba con sus estudios, causa eficiente de su declive mental.

Su tesis planteaba la realidad como relato e intentaba superar el viejo dilema entre determinismo y libre albedrío, lo que le llevó por senderos metodológicos poco ortodoxos. Al investigar acerca de la escritura automática como fenómeno estético y psicológico, creyó que también podría tener una naturaleza metafísico-ontológica pues estaba convencido de los poderes inherentes del sujeto, de sus potencialidades inconscientes, arietes vigorosos capaces de derribar los inextricables cerrojos y secretos del objeto, proeza que ni la ciencia ortodoxa ni las teorías revisionistas habían conseguido. Durante los primeros días no leyó más que un puñado de hojas llenas de párrafos inconexos y quizá habría cedido en su empeño y retenido la corona de su cordura si un hecho, insólito y perturbador no hubiese aguijoneado sus certezas primigenias y elementales sobre la existencia. 

De repente comencé a escribir dormido, cada mañana leía fragmentos que redactaba en un estado que consideré era incompatible con el simple sonambulismo. Sin duda esto era distinto, porque las notas narraban en sus fragmentos acontecimientos premonitorios que eran corroborados con la simple observación al salir a la calle, fuera de mi control y que tenían más que ver más con terceros que conmigo mismo.¿Dejá vu? Lo dudé, porque a medida se conciliaban los tiempos de historia y discurso los relatos se hacían más rigurosamente exactos, extensos y minuciosos llegando a abarcar decenas de páginas y horas completas. Inerme, me disolví en el ácido demencial al leer con horror: 

Imperio de las mónadas disuelto debido al súbito regicidio de la razón, cuando su personalidad circunspecta y monocroma se escindió, la esencia fragmentada dio paso a un bullicioso ramillete multicolor, baraúnda trepidante instalada en su psique y que aquel tribunal de ciencia halló culpable de múltiples e irreparables crímenes contra la Salud Mental…

La fuente

La ventosa y desapacible tarde no invitaba a bajar a aquel parque, ni a pasar las horas muertas viendo a sus vástagos columpiándose. Pero para alguna de aquellas mujeres, eso era mejor que estar en casa volviéndose loca escuchándolos quejarse por todo. Así que se bajaban y ocupaban sus respectivas posiciones en el banco de la esquina. El de siempre, el que permitía lanzar mejor sus cerbatanas. Desde donde criticar a todo su alrededor. Pero en aquel lugar no todo eran risas. En el lado opuesto, junto al tobogán de cantos desgastados, Chayna lloraba desconsoladamente mientras veía a su hijo correr. Él, simplemente corría.

- Mira a aquella. - dijo una de las madres vigías - La chica esa lleva un buen rato hablando sola y llorando.

- Sí, apareció por aquí hace un par de días. –le contestó su amiga- No debe de estar bien. Mira a su hijo, parece desnutrido. A saber lo que le da de comer. 

- A saber… -añadió la primera.

Pero Chayna lloraba. Gimoteaba en la soledad de su banco, agarrada enérgicamente al apoyabrazos y a cierta distancia de aquellas dos personas que la miraban con cara de desconfianza mientras comían pipas y ojeaban sus móviles.

- ¡Uf, no me queda batería! Este teléfono es una mierda. Mi marido va a pillarme uno nuevo por doscientos euros. -dijo una. 

- Cuando llegue a casa aún me toca duchar al niño y hacerme la cena. No tengo ninguna gana. -añadió la otra- ¿Tienes el teléfono de la pizzería?

Problemas cotidianos de aquello llamado "Primer Mundo". Y mientras, Chayna le gritaba a su hijo para que no se acercara a la fuente ni se mojara la ropa.

- Mírala. ¡Le está diciendo que no beba de la fuente! No quiere que beba agua de donde beben nuestros hijos. ¿Pues sabes qué te digo? Que mejor. Que a saber de dónde ha venido esta. Creo que está tocada del ala.

Pero Chayna no lo podía evitar, el proceso de recuperación le estaba resultando largo y doloroso. Afortunadamente, la gente del Gabinete de Salud Mental la mantenía a salvo, a veces con un simple abrazo. Todavía lo tenía muy reciente en su memoria; aunque su acogedora casa verde en la nueva ciudad, junto a otras valientes, le estaba ayudando. Pero aquellas mujeres del parque tenían otras preocupaciones. No se esforzaban en empatizar ni entender. Aunque tampoco tenían del todo la culpa. Seguramente desconocieran que aquella mujer había llegado en cayuco hacía apenas un par de semanas; y que ver ahora correr a su hijo junto al resto de niños le hacía llorar de felicidad. O que, sobre todo, desconocieran que aquella fuente oxidada, y más concretamente aquel chorro de agua fría, le trasladaba al cayuco maltrecho con el que llegaron a la costa de Cádiz, teniendo que tapar con sus propias ropas los agujeros por los que el agua entraba a borbotones en la barca.

Afortunadamente, la mente es fuerte y Chayna podría con aquello.

Temor infantil

Eres una persona despreocupada, Discreto. Pero no siempre ha sido así. Tú lo sabes. Últimamente te viene a la memoria un recuerdo de cuando eras niño. Es inútil que trates de apartarlo. Mejor te enfrentas a él y luego lo olvidas. Recuerda, eres un niño de seis años. Es viernes y no quieres despertarte. Una sombra pesa sobre ti. No quieres ni pensar en ella. Mejor no salir de la cama. Pero no queda más remedio. Los besos y las cálidas palabras de mamá te ayudan a levantarte. El desayuno, el autobús, las clases, todo pasa sin que merezca tu atención. En el recreo la sombra se hace presencia concreta. Es Ángel, el niño de doce años que debería llamarse Demonio. En la ruta de vuelta a casa. Es un abusón. La monitora de la ruta nunca está atenta y Ángel se mete contigo y con los otros pequeños. Llevas varios días amedrentado tratando de esquivarle y sufres cada minuto pensando en él, pensando en la ruta de regreso. Hasta que ayer se sentó a tu lado. El martirio comenzó enseguida. Tonto fue lo menor que te dijo. Y te dio un pescozón que dolía tanto en el cuello como en el alma. Le hubieses matado, pero tiene el doble tamaño que tú. De modo que aguantaste. Mas todo tiene un límite. Después de arrancar unas hojas de tu cuaderno y romper tu lápiz te dio un nuevo pescozón. Entonces te enfrentaste a él. Le insultaste, gritaste, lloraste mientras Ángel se reía. Los niños de al lado también reían. Los más pequeños, nerviosos y aliviados de que no fuera con ellos. Cuando Ángel iba a vengarse de tus palabras, la monitora anunció tu parada. Empujaste con fuerza las rodillas del grandullón que te impedían el paso y saliste al pasillo. Ya verás mañana, alcanzaste a oír cuando avanzabas hacia la salida. Llevas todo el día pensando en ello y ya llega el momento de coger la ruta. Ángel estará esperándote. Y estás muerto de miedo. También tú, Discreto, adulto. Estás muerto de miedo recordando aquel día. No queda más remedio. Subes al autobús y ocupas uno de los asientos traseros, pegado a la ventana, esperando pasar desapercibido. El temido Ángel aparece y avanza hacia ti mientras disimulas mirando hacia afuera. Esperas y esperas, pero no pasa nada. Te armas de valor, levantas la vista y le ves en el asiento delantero. De momento te has librado. El que no puede decir lo mismo es el pequeño que está al lado de Ángel. Dame tu bocata, ordena Ángel al pequeño. El niño atemorizado saca unas galletas que duran unos segundos en la boca del grandullón. El autobús se pone en marcha y no quieres saber lo que pasa delante, pero no puedes evitar escuchar el gimoteo del pequeño. Los minutos pasan desesperantes y solo quieres que llegue tu parada. Parece que Ángel se ha cansado del pequeño y mira alrededor. Su mirada se detiene en ti. Hombre, el chulito, dice mirándote. Se levanta y se sienta a tu lado. Tienes el corazón a tope. Repite lo de ayer, dice desafiante, vamos, chulito, repítelo. Y cuando parece que el castigo va a comenzar, la monitora anuncia tu parada. Te apresuras y, cuando sales al pasillo, Ángel te propina un tremendo cachete. Pero esta vez no te ha dolido. Corres aliviado a la puerta y abajo ves a mamá esperándote. Ya no tendrás que enfrentarte al energúmeno de Ángel hasta el lunes. Una eternidad. Respira el niño aliviado. Y respira el adulto aliviado. Respiras aliviado, Discreto. Ves, era mejor recordarlo. Ese lunes no pasó nada que mencionar, pero el temor te ha durado todos estos años hasta hoy. Lo has afrontado. Has vencido al recuerdo. Bravo, Discreto.

lunes, 2 de marzo de 2020

Disneylandia

Estás encerrado en Disneylandia. Ninguna atracción funciona, nadie más puebla este mundo mágico. Solo tú lo habitas, solo tú deambulas por sus calles vacías. Sus estridentes colores aparecen apagados. El castillo se te antoja una fortaleza inaccesible, como si la realidad se filtrara a través de una gasa. Todo parece poseer una atmósfera feérica, irreal, sin luz.

—¿Estás triste? No estés triste.

Te llegan voces lejanas, proferidas en un idioma que es el tuyo (y sin embargo, no entiendes). Voces que te instan a no estar triste —¿lo estás?—, a abandonar esos bulevares por los que caminas con desgana. Ellos no ven la realidad tras el decorado, la falsedad de la escenografía, la inutilidad de todo. Pero, ¡ay!, tú posees la mirada del tramoyista. Tú no te dejas engañar por la impostura del montaje. Bajo la alegre careta de Mickey Mouse, una persona llora. Y tú lo sabes.

—Sal a la calle. Distráete un poco.

Tu cansancio es antiguo, de otro siglo, de otra vida. No atesoras deseo alguno, solo obligatoriedad. No obstante, caminas. Dejas atrás las sombrillas voladoras de Toy Story, que penden inertes como ahorcados, y llegas hasta los fogones de Ratatouille. El olor de la comida tiene en ti un efecto emético, pero consigues tragarte la náusea. Sigues caminando, caminando, caminando.

—No deberías quejarte. Eres un privilegiado. 

Eres el residente de Disneylandia, su único poblador. En verdad deberías de sentirte afortunado, dueño y monarca de Nuncajamás. Y sin embargo, ¿por qué esta perenne sensación de culpa? Nada interrumpe su continuidad. La culpa es una garantía de memoria, un fuego frío, una constante. Movimiento perpetuo de la polea del alma, la culpa. Todo cuanto acontece.

—Tu problema es que piensas demasiado.

Qué hartazgo las bienintencionadas voces, nunca callan. ¿Recuerdas la primera vez que simulaste una enfermedad para no tener que enfrentar la vida? Aquel fue tu primer a esta feria de monstruos antropomorfos. «Piensas demasiado», te dicen las voces, y no saben cuánto darías por la posibilidad de dejar de pensar. Por conseguir un momento de paz, solo uno.

—Todos tenemos problemas.

Desearías levantarte más allá de tu sombra, alzarte sobre el légamo, erguirte por encima de tu salud mental y sus limitaciones. Haces acopio de una fuerza de voluntad que no posees, en vano. Regresas al reino helado de Frozen, a la angustia, a los fondos anóxicos donde cuesta respirar. Disneylandia es una cárcel.

—Estás así porque quieres.

Quizá los hayas visto en algún documental: los autos de choque de Prípiat, la ciudad más cercana a Chernobyl. Fueron abandonados y ahora aparecen cubiertos de óxido, pálida su carrocería. La vegetación los cubre con un estrato de hojas secas. Junto a ellos, vigía del desamparo, una noria que hace años dejó de girar. Es un paisaje desolado, un erial tóxico donde está prohibido acercarse. 

—Mañana verás las cosas de otra manera.

Tus ojos son del color de una refinería, recorres un terreno deprimido. Es Prípiat la cara oculta de Disneylandia, su reflejo oscuro, su asimetría. 

Soy yo.

domingo, 1 de marzo de 2020

Tipp-ex vital

Voló a estudiar a un país extranjero. Era hija única y el nido se quedó vacío. Antes de partir, dejó escrito un diario de tarjetas de cartón donde novelaba su supuesto futuro. Una manera creativa de despedirse y no romper del todo el vínculo con sus padres. En él, imaginaba sorpresas de colores. Éxitos que la cubrían como envoltorio de regalo. Sueños que se caligrafiaban con letras redondas. El entusiasmo y la ilusión convertido en tinta sobre el papel. 

Se olvidó de que existía la soledad. La feroz competencia. La auto-exigencia y la lluvia, mojando con gotas de tristeza las largas jornadas de estudio. Y la depresión vino a verla. Encontró un hueco donde colarse y ocuparlo todo, sin dejar espacio para el alimento del cuerpo ni del espíritu. Nadie vio, o supo ver, que los mordiscos no dados se estaban convirtiendo en dentelladas en el alma. La utopía se vistió de distopía. Porque el destino es tozudo y se encargó de tapar la promesas escritas con el Tipp-Ex de la amargura, borrando cualquier rastro de esperanza.

Fue fundamental verbalizarlo. Vomitar el dolor que estaba consumiendo su salud mental. Buscar apoyo en los amigos y en la familia. Saber que ahí estaban todos para poner el hombro, el oído y las muletas necesarias. Que no habría reproches. Ni frases manidas como "¿Por qué estás así? ¡Si lo tienes todo!", o "¡Venga, anímate!", tan hirientes como improductivas. Y aprender a adivinar con solo un gesto, que la tarde no estaba para fiestas, sino para abrazos y chai latte. Hacer de la paciencia, la calma y el cariño, los baluartes de la lucha. Y buscar ayuda profesional, para guiarse y no naufragar en los momentos caóticos.

Poco a poco. Sin prisas. Y sin triunfalismos. Ella se impuso la tarea de raspar con la cuchilla las palabras ocultas por el Tipp-Ex de la depresión en sus tarjetas de cartón. Quedó al descubierto la palabra "sueños" . Y la notó agarrarse a su mente, quizá un tanto raída, pero con la virgulilla de la ñ indemne. Más tarde, arañó la mancha blanquecina que ocultaba la palabra "ilusión". Y sintió la luz iluminar su interior. 

Hubo momentos, a lo largo del proceso, que cubrieron de tristeza blanca algunos conceptos. El avance no era lineal. Surgieron vaivenes y lágrimas que emborronaron voluntades y esfuerzos. Pero ella pasó a la siguiente tarjeta de cartón...

Se entretuvo a conciencia limando sobre "futuro" hasta que logró desvelarlo. Cambió de cuchilla para quitar el montón que enterraba a "vida". Y luego vinieron tantas, algunas bajo una capa dura y reseca, difíciles de rescatar: belleza, vida, risa, entusiasmo, confianza, alegría, paz...

Porque la depresión era tozuda, pero ella más, y no cejó hasta destapar las promesas hechas un día a sí misma, latentes bajo el Tipp-Ex derramado por su enorme sufrimiento psíquico.

Y volvió a ser libre. Sin correctores ni cartón.

Sombras de nubes FINALISTA DEL CONCURSO EN SU EDICIÓN DE 2020

Era diciembre. El frío, una telaraña invisible y opresora.


Todo mantiene un delicado equilibrio. Abrir una puerta puede provocar una corriente que eche por tierra el trabajo de construcción. De reconstrucción, para ser exactos. Durante semanas fui a clase con normalidad, pero una mañana levanté la persiana y todo estaba gris, un gris compacto y espeso que me abrumaba con solo mirarlo. Decidí volver a la cama.

-Eres demasiado tiquismiquis, -dice mi madre-; yo a tu edad ya había hecho muchos kilómetros. 

-Déjala, -la reprende papá-. Es más sensible que tú, más frágil. Es complicada la salud mental. No todo es correr y llenar la barriga.

Para mi madre todo lo puede vencer la fuerza de los actos: basta con levantarse y entregarse a la rutina, llamar a algunos amigos o algunas amigas, tomar unas copas, echar unas risas,... Y al día siguiente todo estará en orden.

Papá lo entiende de otro modo, se queda en silencio, mirando pasar las nubes en la ventana. Con la mano asienta su pelo color ceniza. Le traerán recuerdos. Ella nunca mostrará una cana y, si mira por la ventana, esas nubes sólo representan lluvia, agua en los pantanos, incomodidades,...

Así que cuando me encierro en mi cuarto a oscuras y no quiero hablar con nadie, ni ver a nadie, ni amar a nadie, cada uno lo entiende a su modo. O no lo entiende.

Rober, un día dejó de llamarme. Cuando tuve ánimo para llamarlo yo, se disculpó atacando. Me recordaba a un perro acorralado:

-Sí,… ya,… verás,… yo,… No hay quien te entienda. Un día todo va bien y al siguiente no coges el teléfono. Mejor dejarlo así, no tengo por qué aguantarlo. 

Mi madre se afana en la cocina, me sube un plato de comida o un pastel. Quizá es su manera de demostrar afecto:

-Come, -dice-, no hay ningún disgusto que no se pase con un estofado. O con el chocolate. Además, las pastillas no pueden caer en el estómago vacío.

En vez replicar, la ignoro. No quiero enfadarme, aunque me duele ese afán de reducirlo todo a la sencilla lógica de las cosas tangibles. Nunca va a entender que no es un simple capricho de niña malcriada.

Si papá está en casa, y tiene ánimo para subir, se sienta a los pies de la cama, junta las manos entre las rodillas, baja la cabeza. Guarda silencio o procura hablar de cosas que no nos atañen, que nos son lejanas:

-Hay un tipo en la India, -comienza a contar-, que es capaz de memorizar miles de matrículas. Lo ponen junto a la carretera y, al cabo de varias horas, puede recordar las matrículas de todos los coches que han pasado. La cabeza tiene facultades sorprendentes.

Entonces me mira, y yo lo miro, porque hasta las cosas más lejanas nos devuelven a lo más próximo, al sorprendente funcionamiento de las cabezas. Y entonces sí, ya es inevitable, hablamos de estas cosas que nos atañen, estas sombras que nos dejan las nubes.