Aquel día desperté como siempre, lamentando el lunes.
Al igual que contaron los viejos, estábamos en guerra. Una guerra contra la vida, donde la palabra queda hueca y la otredad no se comprende, es enemiga.
Para quienes bendecimos la apertura del encuentro, amanecimos en guerra contra nadie, sin que nadie nos espere; nos morimos.
Vi entonces, que la vida era un suspiro efímero y que al borde de la luna se caía. Me crucé con astronautas de blanco, que empapaban rincones de lugares comunes con su agua bendita, que en la aséptica distancia de un metro, te salvaban. De un día para el otro un estornudo fue un cuchillo, que de un tajo certero te envía a otro mundo, viajando en ómnibus sucios, con millones de vidas esforzadas.
Y me senté a esperar que pasara la nube cruel, que no se iba. En los desbastados desiertos de mi memoria, quedaría un campo de batalla yermo y frío. Y no entendí por qué era noticia ahora, esta incoherencia que me habita, si estando allí en la frontera del abismo, pedí agua y me dieron comprimidos. Y en ese instante la luz y el sol fueron prohibidos, los sueños se quedaron sin deseos y los labios vacíos.
Escuché de lejos una música, parecía Beethoven, sí, pero era afuera y aplauden.
Hoy con la distancia de aquel lunes, en el encierro y la soledad, alguien vuelve a decir que mi realidad, es de manual.
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