–¿No te parece inmenso? –Preguntó sin dejar de contemplarlo.
–Lo es –hizo una pausa ajustando su mirada en el horizonte–, aunque aquellos edificios del fondo lo hacen parecer pequeño.
–Ya –quedó pensativa, sin continuar con la descripción del Mar Menor que, en ese momento, se inundaba del color verde esmeralda de la tarde.
–Tenemos que volver –susurró la voluntaria procurando no molestarla en su ensimismamiento.
Siempre que hablaba con él lo hacía frente a la laguna. Desde cualquiera de sus playas podía encontrar lugares en los que habían paseado, creando una vida que se truncó aquel día que…
Era mejor no pensarlo. Suponía remover un dolor inquietante. Situaciones que no deseaba volver a experimentar, y menos ahora que había encontrado una forma distinta de mantener el contacto con su pareja. “Su” no suponía posesión. Ella lo sabía y él también.
–¿Verdad que lo sabes? –Inquirió, mientras se limpiaba la arena que quedaba en su ropa.
Una hora después estaba sentada frente al Psicólogo. La sesión después del paseo por la playa le apetecía. Su psicólogo. Le gustaba pensar en él con el “su” delante, no como posesión, sino como participación humana y cariñosa. Porque le atendía con mucho cariño, como profesional, pero dejándole abierta esa pequeña rendija que le animaba cruzar con él. Como ese sendero que su psicólogo nunca le truncaba.
–¿Has vuelto a hablar con él? –Preguntó el experto.
–Como cada día -contestó sonriente.
–¿Y qué te ha contado?
Intentó responder a esa pregunta, pero no pudo al instante, lo observó, dejó que la sonrisa se diluyera por la comisura de sus labios, unió sus piernas, al tiempo que alisaba la falda. Cuando consideró que su imagen era la adecuada, volvió a mirarlo y entonces sí le respondió:
–Estaría loca si le hubiese escuchado. ¿Acaso no recuerdas que falleció hace dos años? ¿Crees que padezco alucinaciones auditivas? ¿Que si me gustaría oírlo? –Hizo una breve pausa–. ¿Acaso a ti no te gustaría poder hablar con tu pareja fallecida, más allá de esta vida? A mí me encantaría, pero…
–Pero hablas con él –dijo el psicólogo de forma incisiva.
–No exactamente –comprobó que su falda seguía como deseaba–. Lo que hago es dejar que mis palabras salgan de mi boca y crean que pueden llegar a él. ¿Imaginas que un día esas palabras se transformaran en versos de amor y recrearan todo lo que nos ha quedado por decirnos?
–No sé qué opinar.
–Supongo que dirás que padezco un duelo complicado con conductas que han incidido mal en mi salud mental. Sin embargo, me gustaría que apuntaras que cada momento que estoy en la playa, frente a nuestro Mar, ese que no es Menor que otros, aunque lo parezca, me siento feliz. Quizás esa felicidad sea un signo elocuente de que no estoy mal, aunque sí lo esté para los parámetros que me clasifican.
–Por eso no lo hago –responde a la defensiva el psicólogo.
–Por eso te lo recuerdo. Para que sigas sin clasificarme.
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