miércoles, 29 de abril de 2020

Próxima parada

Camina hacia la parada del autobús con las manos en los bolsillos, la mirada gacha, forzando el cuello unos 30°. Si no ve quien la observa no se pondrá más nerviosa; no le gusta viajar en autobús. El suelo es un lugar más seguro, sobre el que nadie se detiene, posee un universo propio: chicles mutando de color, cordones de zapatos que sueñan con ser mariposas, palitos de helado que se quedan viudos…

En la parada del autobús se abanica una señora haciendo bailar la cadenita de sus gafas. No se saludan, no se conocen. Lisa se sienta sobre el banco metálico agarrando un mechón de pelo con su mano izquierda. Ha perdido volumen y brillo, todo el mundo se lo hace notar. El mundo está lleno de espejos. Con su mano derecha comienza a pellizcar algunas hebras mientras la señora del abanico la mira de reojo. Ella sigue con la mirada en ángulo descendiente: colillas con marcas de rojo chanel, papeles arrugados con notas inoportunas...

El autobús se retrasa y pronto comienza a formarse en el suelo un pequeño cerco de cabellos quebrados. Varios autobuses pasan levantando polvo, ninguno es el que ellas esperan. La señora de gafas ya no disimula, pasa de la mirada a la observación incómoda. Cree que Lisa no se da cuenta, o le da igual, o se cree con derecho a observarla, lo que sería aún peor. Si le dirigiese alguna palabra Lisa tendría que marcharse y caminar hasta la siguiente parada; sería demasiado para su salud mental. 

Suelta el mechón de pelo inicial y coge otro del mismo tamaño, sentirlo entre las yemas de sus dedos la reconforta. Comienza de nuevo la poda. El abanico se pone en marcha.

Por fin llega el autobús, se detiene frente a ellas silbando a la par que abre sus puertas, la señora lanza una última mirada desaprobadora a Lisa y sube a él con la gracia de una tórtola. Lisa espera su turno, acerca su mochila al lector de tarjetas y levanta la mirada para comprobar que hay un asiento solitario en la parte trasera. Suspira aliviada. Desde la ventanilla de su asiento mira hacia la marquesina, allí, en el suelo, apenas se aprecia una sombra castaña sobre la que nadie reparará. Se avergüenza y busca ansiosa otro mechón de pelo que la calme.

La señora se acomoda en su asiento delantero, abre el bolso sobre sus muslos y saca una toallita húmeda de su interior. Huele a colonia de bebé. Cierra el bolso y comienza a frotarse las manos con ella. Primero frota la izquierda, luego la derecha, entre las uñas, sobre los nudillos… 

Ya han dejado atrás ocho paradas, las dos mujeres siguen en el autobús. Bajo los pies de Lisa hay un nuevo cerco, la señora continúa frotando insistentemente sus manos.

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