Recuerdo entrar a través de una puerta gris. Mis padres no cesaban de hacer preguntas a la enfermera de turno. Se marchaban. Yo me marchaba. Caminaba sin cordones y acompañada a una habitación cuyas persianas apenas se abrirían. Allí conocí a Mila. Mila era dulce como una mañana sin resaca a la orilla del mar de Cantabria. A ambas nos gustaba leer. Mila no comía.
El primer día apareció una mujer. Me volví para verla llegar desde mi pálida cama con eslogan de hospital. No quería que conociera los pensamientos y conductas que perturbaban mi mente. No tenía mucho sentido para mí, sentirme etiquetada. No quería estar `loca´.
Nunca fue algo anormal en mí pretender parecer normal, ya que no me sentía normal.
Pronto entendería lo absurdo del concepto ´normalidad´ en una sociedad tan estreñida.
Me preguntó cómo me sentía. Le dije que me sentía bien, mentí, porque apenas me sentía real. Así el transcurso de una hora llevó a una sonrisa, otra puerta cerrada, y un puñado de pastillas que no sabía cómo afrontar.
Sinceramente, esa noche dormí bien. Me dieron algo, comencé soñando despierta. En la oscuridad de la noche me di cuenta de que ni los ronquidos de Mila podían hacerme dejar de escuchar las voces de mi cabeza. Absurdas voces amenazantes, otras dulces y asustadas. Y en algún lugar estaba yo, pero mi identidad era sencillamente un misterio.
Desayunábamos. Pintábamos o dábamos clases, de las cuales en verdad no me puedo quejar. Meditábamos. Terapia grupal. Terapia individual. Y momentos de absoluta diversión atisbaban entre conversaciones, con personas que nunca creí en un lugar así podría encontrar.
Jesús, era un señor, tenía unos cincuenta años. Recuerdo hablar con el de la vida y sentirme ante un gran sabio. Él no quería trabajar, no quería dinero, no quería formar parte del sistema. Era un idealista, pero la realidad de sus palabras se clavaba en las mías como un puñal blando.
Con los días, llegué a la conclusión de que, entre esas paredes, y a través del largo pasillo que nos dividía en hombres y mujeres, no había locos. Solo había almas desesperadas, perdidas, robadas o dañadas por las circunstancias.
Empecé a sentirme real, humana, única pero no necesariamente especial.
Desafortunadamente cometí el grave error de enamorarme de una paciente, la cual resultaba no ser una mujer sino un hombre atrapado en el cuerpo de otra. Obviamente no estaba ingresado por ello. Adicción a la heroína por muerte de padre. Era adoptado. Entendía cada herida. Llegaron a trasladarme para alejarme. Hicieron bien. Es fácil creer enamorarse entre cuatro esquinas.
El día que vi a Mila morder una manzana me anunciaron que yo saldría al día siguiente. Fue rápido y, extraña la sensación de sentir que ya no quería salir. Volver a afrontar la vida es la parte más difícil, y la más jugosa realmente.
Recuerdo la cordial despedida con mi psiquiatra. Vi mi diagnóstico. Vi etiquetas. Pero ya no eran yo, eran solo palabras. Yo soy un alma nueva.
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