Cuando la bisa murió la abuela lloró como un perro toda la noche. Aullaba como si le doliera algo en ese cuerpo suyo que temblaba desde siempre o, al menos, desde que yo la conocía. Aquel baile de san vito era una de las cosas que más me avergonzaban cuando venía a buscarme a la puerta del colegio. Esa noche, y las que vinieron después, hubiera dado cualquier cosa porque la abuela temblara hasta romperse como una rama seca, pero en silencio. En algún momento dejó de llorar y pese a sus temblores, comenzó a escaparse. La encontraban en el cementerio o en las vías. A todos les decía que iba a tirarse al tren. En la estación la reconocían desde lejos y la distraían con cualquier cosa hasta que llegaba yo con mi vergüenza a cuestas a buscarla. Varias veces bebió lejía y un verano le dio por dormir en el suelo de la cocina. Fue el verano más largo y más callado. El odio entre nosotras, abuela, madre y nieta, ya era una cosa viva en esa casa. Una tarde me agarró del brazo y con una fuerza extraordinaria que no le sospechaba, me llevó hasta el patio. Escucha, dijo. Escucha a ese pájaro. Dice que tu padre tampoco está muerto. Sabía que ese cabrón no podía matarse fácilmente. Después de aquello el miedo pudo más que la vergüenza y pedí ayuda. Durante muchos años creí que mi destino sería ese temblor que comenzaba en el cuerpo y terminaba en el aleteo de un pájaro. No fue así. Aunque nunca afirmaría que fui todo lo contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario