jueves, 30 de abril de 2020

La identidad

-Tienes buen aspecto, Margarita- me dice el jefe de estudios mientras se acerca para darme la mano.-Parece que hubieras rejuvenecido, ¿eh?

Le sonrío forzadamente. Si supiera cómo me siento, las ganas que tengo de gritarle y que, sin embargo, tengo que contener por eso de las apariencias, estoy segura de que no se atrevería a decirme una tontería así. Mi cardiólogo ya no se atreve a proferir tales expresiones y poco valgo o este tampoco tardará en dejar de tomarse estas confianzas. Le contesto:

-Después de seis meses de baja, en los que no me has llamado ni para lo bueno, ni para lo malo, lo normal es que haya estado en la gloria. De todos modos, al menos un mensajito por el whatsapp, ya podrías haberme mandado, ¿no?

Es lo que me dice mi psiquiatra, que no me calle ni una, pero seguro que censuraría que adopte un tono tan borde; preferiría que no fuese tan cortante, tan directa, tan maleducada. Pero en mi profesión, la de la enseñanza, hay mucho hipócrita, mucho remilgado y es mejor no andarse con diplomacias ridículas.

Esta mañana, aún en casa, pensaba que me iban a notar enseguida que voy empastillada, yo que siempre había creído tanto en la fuerza de voluntad y en la disciplina y que de repente me veo tomando píldoras para dormir por las noches y para afrontar los días con ánimo. Me he repetido que la muerte de mi hermano en el accidente, el infarto que me dio en su funeral y los diez días en la unidad de cuidados intensivos, no son una debilidad, sino, como me inculcan en terapia, la demostración de que la vida no es cuadriculada y es necesario adaptarse. Y la renovación ha incluido, contra mis propios principios, la salud mental y la física, las dos al cincuenta por ciento.

Mis palabras con el jefe de estudios han producido el efecto lógico: no ha tardado en desaparecer y mis compañeros están en la sala de profesores incómodos, esperando que sea otro el que se atreva a cruzar unas palabras con este miura. Mientras tanto, parsimoniosamente recojo mi estuche, los libros, mi portatizas y me pongo la bata blanca, esa con la que tanto he soñado y que, incluso, había pensado que nunca más vestiría. Me dispongo a salir con toda la dignidad del mundo hacia mi clase, cuando María Luisa me alcanza y me dice:

-Si no te importa, te acompaño. Te he echado mucho de menos; he rezado todos los días para que te recuperaras pronto y no tardaras en volver. 

Le doy las gracias y le sonrío. A lo mejor no advierte que no soy la misma, me digo.

Conversando amistosamente hemos llegado a la puerta de mi aula. Cuando los alumnos de tercero vienen corriendo y me estrujan como a un limón, entre gritos y llantos, es entonces cuando sé que no ha cambiado nada y que estoy por fin de nuevo en mi sitio.

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