Era la primera vez que salía desde que el médico le había anunciado que se había recuperado de la mastectomía. Se había encerrado en sí misma durante todo el proceso, evitando amigos y familiares; cruzando la calle evasivamente cada vez que veía algún conocido. Sin embargo, ya estaba recuperada. Debería de estar eufórica. Después de muchas insistencias, ese sábado la habían convencido para salir a celebrar la despedida de soltera de su mejor amiga. Se había preparado durante horas frente al espejo, sintiéndose insegura y débil. Creía que todos podrían adivinar "cáncer" en su falta de vigor y el en hueco mal disimulado de su pecho izquierdo.
Eran las 4:57. Lo vio. Él. Después de tanto tiempo. Desde el instante en el que sintió la inquieta mirada buscando la suya, supo que el destino había querido juntarlos en ese antro, un mar fangoso donde las angustias de las almas solitarias flotan cómodamente. Se le aflojó el nudo de su polvorienta memoria y por un momento, bien podría ser un segundo o una hora, una serie de flashbacks la secuestró. Deseó con ansia ir a hablarle, pero, bloqueada, no se atrevió ni a dar un paso. Tenía ganas de vomitar. Borracha: quizás por la bebida, quizás por el enamoramiento o los recuerdos que acababan de renacer en ella. Su corazón, palpitando insistentemente, deseaba salir de su profundidad, pum-pum-pum. Tenía miedo de que le fuera a salir por la boca. Fue él quien se armó de valor. Estaba más guapo que nunca.
— ¿Cómo estás, Ana? Hace tiempo que no sé nada de ti… He estado muy confundido. De repente, de un día para otro, dejaste de responder a mis mensajes.
Antes de que se diera cuenta, ya estaba en su apartamento. Sus manos curiosas le analizaban cada vértebra. Estaba tensa. Se paralizó cuando se acercaron a su pecho. Mierda.
— Martín, no, ahí no. Tengo que decirte una cosa. Te tengo que explicar por qué no nos hemos visto durante todo este tiempo.
— Ana, no te preocupes. Helena me lo contó todo.
— Lo siento mucho—susurró con un llanto suave.
— Estás preciosa.
Estaba llorando. De la vulva. Se le despertó el vello de la espalda desvergonzado. Sentía sus ásperas manos acercándose al fogón. Los labios olfateando con deseo, desvistiéndola. Enredando las sábanas, condenando los tabúes, acelerando los suspiros. Perdió todos sus sentidos, dominada por la vorágine de placer. Era la esclava ciega de la exaltación etílica, paralítica en ese instante interminable. Frío. Calor. Las sábanas húmedas: de sudor, semilla y lluvia. También se sentía muda, hasta que al final del laberinto consiguió articular una "O" rasgada desde el fondo de la tráquea. Mientras tanto, ese cuerpo antiguo sembraba nuevas ilusiones dentro de ella.
Hace mucho tiempo que no se sentía tan viva.
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