martes, 28 de abril de 2020

La generación castigada

A la tormenta que ya cada uno vivía se le sumó una nueva que cambiaría el ritmo del mundo. Lo que en un principio no era más que un simple constipado en China se convertiría en una pandemia que arrasó el planeta. Aquella generación que nació en plena contienda entre hermanos allá por el 1936 y que fue testigo del miedo por los bombardeos entre los Estados Unidos y Japón, ahora veía como sus vidas se apagaban por falta de respiradores.

Una cuarentena impuesta bloqueó el país al completo. Los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado tomaron las calles evitando el tráfico injustificado de personas. Los hospitales se colapsaron haciendo su lucha extensible a los balcones cada tarde a las 20:00, donde los vecinos se asomaban para aplaudir en agradecimiento a todos esos héroes sin capa y con mascarilla que se jugaban la vida por salvar la de los demás. Lo que comenzó como una iniciativa menor acabaría convirtiéndose en una bandera. Siempre en los balcones. 

Pero lo que nadie tuvo en cuenta en un principio, con el paso de los días comenzaría a notarse de forma cada vez más pronunciada. Incluso ya se empezaba a hablar de las secuelas emocionales post-COVID. La salud mental iba como la economía del país, en declive. 

En aquel momento no éramos conscientes de la magnitud del acontecimiento, pero tenía la impresión de que años más tarde se hablaría de aquel confinamiento como una vivencia extraordinaria que afectaría a todos.

El ingenio se agudizó y las azoteas cobraron un valor incalculable. La gente comenzó a aficionarse al deporte, aunque solo fuera por matar el tiempo. Los días eran muy largos y las mentes muy perversas. Las nuevas plataformas de cine y series cobraron protagonismo. Pese a que se atisbaron ciertos brotes de odio entre quienes afirmaban que había que priorizar a los jóvenes frente a los ancianos, predominó la bondad. Se organizaron trabajos para la confección de material sanitario, los vecindarios cobraron su función social y los muchos mayores luchaban contra el fantasma de la soledad con llamadas de voluntarios. 

Nos habíamos dado cuenta de algo. Ahora teníamos tiempo. Antes los teníamos a ellos. Cuando saliéramos de aquello, sin duda, lo que nos sobrarían serían las excusas. Y por lo general, todos aprendimos que lo importante es la persona. Ni el café ni el sitio.

Las redes sociales se convirtieron en el escaparate del estado de ánimo y la infinidad de textos e imágenes dejaban claro que de aquello saldríamos juntos y más fuertes. Estábamos poniendo de nuestra parte y lo íbamos a lograr. Todos colaborábamos para matar al bicho: de abuelos a nietos. Las ventanas se transformaron en improvisadas galerías de arte donde exponían sus obras; las tablets y los móviles pasaron a ser motivo de alegría al acercar a los que estaban lejos, y los de uniforme pasaron a ser los mejores amigos de todos. 

Eran tiempos difíciles, pero no nos íbamos a rendir. Más que nunca nos necesitábamos. 

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