Suelo recitar el alfabeto cada vez que olvido un nombre: «a, b, c, d…» Hasta que mi memoria se activa y puedo recordar su letra o sílaba inicial. Y luego, de a poco, logro componer la palabra entera. Se trata de un puzle de consonantes y vocales que me acompaña adónde vaya, y me resguarda –en cierta forma– de eventuales extravíos.
Pero aquel día, mis fallidos intentos se agotaban en vano. Estaba bloqueada como el ordenador cuando lo ataca un virus. ¿Será que a veces los laberintos emocionales nos juegan una mala pasada? ¿O borramos lo que podría lastimarnos para proteger nuestra salud mental? Más allá de las respuestas, esa tarde no lograba recordar el nombre de la mujer que me esperaba en la sala y se acercaba a mí, con una sonrisa afable, aunque un poco distante.
Ese rostro me resultaba casi familiar. La piel aceitunada, bastante apagada, reflejaba muchas décadas vividas. Sus ojos negros, detrás de unas finas gafas, me escudriñaban de arriba abajo como si quisieran desnudar mi alma. Su pequeña boca, a penas entreabierta, algo susurraba. ¿Qué decía esa mujer? Mientras yo repetía para mis adentros «e, f, g…», una y otra vez.
De contextura delgada, pero firme, su silueta mostraba cierto carácter. Si bien no era baja, es probable que se hubiera encogido con el paso del tiempo. Vestía clásica, con un jersey azul, pantalón recto y botas negras; y como única alhaja, una alianza en el anular derecho. Con una mano sostenía un Larousse y con la otra, un teléfono ya obsoleto. Sus gestos eran torpes; sus movimientos, lentos.
«L, m…» En el salón, pintado todo de blanco, se destacaba una gran biblioteca repleta de clásicos. Antonio Machado y García Márquez sobresalían entre muchos autores renombrados, y una tableta apagada descansaba en el último estante. Sobre la mesa de arrime, varias Joker sin resolver y una taza de café medio vacía. Una chaise longue y un espejo de cuerpo entero completaban el decorado. La tenue luz se escurría entre las sombras; y nosotras dos, frente a frente.
«O, p…» ¿Quién sería esa mujer? Aún parecía imposible saberlo. Deseaba escucharla, pero nada decía. Igual que yo, permanecía callada, siempre con la boca entreabierta como si esperara responder preguntas ausentes. Su presencia no daba demasiadas señales, pero había algo en ella que llamaba misteriosamente la atención: repetía mis gestos con simulada naturalidad. ¿Acaso quería molestarme o lo hacía por simple empatía?
«R, e-se». De pronto, me detuve: «so...», balbuceé, dubitativa. –Mi memoria empezaba a activarse–. «Soraya, Sonia, Sofía». Ya tenía el comienzo, pero todavía el puzle estaba incompleto. Sílabas y letras navegaban en mi consciencia; voces en español, italiano y francés se contraponían: «sol, sole, soleil». Combinaba piezas, ensayaba palabras. Los laberintos de la mente ahora no me jugarían una mala pasada. «Sol-ange… No, Soledad», pronuncié con vehemencia. Ese era el nombre que intentaba recordar.
Repentinamente, el rostro de alguien que se topaba contra el espejo develó el misterio. Esa mujer era yo.
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