domingo, 23 de mayo de 2021

Relato ganador y relatos finalistas del II Concurso de relatos cortos sobre salud mental “Construyendo cultura en salud mental” en su edición de 2021

Lo pirmero gracias por escribir y gracias por leer. En esta edición de 2021 hemos recibido 342 relatos, casi todos ellos de muy buena calidad, hasta el punto de que la Comisión ha valorado como candidatos a primer premio ventiséis relatos, algo inusitado,  a cuyos enlaces remite la lista del final. De esos ventiséis relatos salió el siguiente fallo:

Relato ganador del II Concurso de relatos cortos sobre salud mental “Construyendo cultura en salud mental” en su edición de 2021:

Pájaros y pájaros, de Soledad García Carrillo

Relatos finalisas:

Tierra, de Emilce Marial Acuña

Santa Dympna, de Antonio Ramírez Sevillano

Primer paso en falso: la infancia, de Amir Abdala

Algunos de los relatos candidatos a primer premio:

Pájaros y pajaros
Una sonrisa de buenos días y la salud mental de …
Martina y Sofía
Ella
Gravedad
No me rendiré
Café con leche
Abril es el mes más cruel
Nombre y Apellidos
Regreso al infierno
Pactando con mi verdugo.
El viaje
La montaña invisible
Tierra
No me rendiré
La barca
Santa Dympna
Paraíso de letras
Primer paso en falso: la infancia

miércoles, 12 de mayo de 2021

Noche de guardia

Idiopática. No idiota. Idiopática. Odio esa palabra. Cuando después de muchísimo tiempo supieron ponerle un nombre a lo que me pasaba, resultó llevar consigo un apelativo ridículo, proclive a los chistecitos. Tiene su lado bueno, claro. Puedes hacer limpieza de gente muy rápido. El típico graciosillo que cree que es el primero que hace el juego de palabras. Block. Fuera de mi vida. Bastante tengo con aguantar los tóxicos químicos como para encima tener que aguantar tóxicos humanos, que suelen ser bastante peores. Porque lo más duro de nuestra enfermedad no es lidiar con los agentes externos que nos atacan. Es la incomprensión, el “a ver, que no hay para tanto”, el “lo siento si te molesta, pero yo necesito llevar mi perfume cada día, pide un cambio de despacho” y todo eso. El que te tomen por loca, o por holgazana. Cuando me aislé de todo fue siguiendo las pautas fisiológicas médicas, pero acabé descubriendo que quien más se benefició de ello fue mi mente.

Y ahora soy yo quien os veo sufrir encerrados, intentando huir de un virus que no distingue si sois perfectos o no. Es exactamente lo que llevaba yo haciendo tantos años, y espero que salgáis de esto con toda la empatía que a muchos os ha faltado todo este tiempo. Ahora que también lleváis mascarilla y guantes, ya no os hace tanta gracia que os llamen Michael Jackson, ¿verdad?

Ahora se os cae encima la casa y os aburrís, y no podéis recibir visitas ni salir a pasear y os parece un castigo tremendamente injusto por algo que no habéis hecho. Porque parece ser que un señor se comió un murciélago a la plancha a diez mil kilómetros de vosotros. Porque habéis aprendido de golpe que las acciones de uno acaban afectando a los demás, mucho más de lo que pudieseis jamás imaginar. Bienvenidos al club. Os entiendo y os apoyo, aunque ese apoyo no siempre haya sido recíproco.

Y yo, mientras tanto, paso mi doble confinamiento como lo he llevado haciendo estos últimos meses. Tuve la suerte de encontrar un trabajo que se adaptase a mis circunstancias, y soy por ello una privilegiada respecto a la mayoría de gente que sufren el mismo síndrome.

En mi solitario faro, en medio de un islote del Atlántico, solamente conectada a vuestras vidas a través de los elementos tecnológicos, os veo como animalitos en una jaula de zoológico, que por más amplias y limpias que sean no dejan de ser cárceles para seres inocentes.

Empieza a anochecer. Enciendo el faro y espero pacientemente que algún barco pesquero pase por estas aguas, saludándome en la distancia. Soy feliz en mi confinamiento parcialmente escogido. Y esa es la gran diferencia.

Lavadoras

A los 17 años solía ir los sábados por la tarde a una tienda del centro para ver lavadoras y vitrocerámicas. Me quedaba parado al lado de las escaleras mecánicas y observaba a los dependientes que pululaban por la planta. Mi estrategia tenía un alto componente psicológico porque dedicaba más de media hora a analizar los ademanes de los encargados, así como su modo de vestir y la manera en que se dirigían a sus clientes. Cuando había creado una imagen mental de cada uno de los dependientes, elegía a uno y me lanzaba a hablar con él. Aunque el fulgor, el olor a nuevo del plástico y del metacrilato y las pantallas digitales de los electrodomésticos me embriagaban, lo que más me excitaba era la progresión de la historia que creaba con el dependiente. Improvisaba sobre la marcha y aprovechaba los momentos en que me dejaba solo para estructurar en mi cabeza las ideas. Cuando me aturullaba, le pedía que me hiciese otro presupuesto para ganar tiempo. Las cocinas eran mi perdición pero, de vez en cuando, cambiaba de sección y optaba por los baños o las agencias de viajes. Daban más juego las agencias de viajes, si bien la variedad de los retretes y los lavabos era casi igual de amplia que los destinos vacacionales.

Este juego de creación me permitía evadirme de mi realidad, no muy placentera en aquel momento, y crear mi propia historia. De hecho, hasta el comienzo de mi etapa universitaria, mi vida se resumía en tres palabras: nunca, nadie, nada. Nunca nadie había hecho nada por mí. Crecí con el convencimiento de que yo mismo era lo único que tenía. Y aún así me trataba mal. En el colegio dijeron a mis padres que tenía problemas de salud mental y tuve que soportar bullying, tanto de profesores como de alumnos. En casi todos mis trabajos, varios años de mobbing. En clase, a la hora del recreo, bajaba siempre a la capilla, escondida en el sótano del edificio de ciencias. Pasaba la media hora que duraba el descanso encerrado en el interior de la pequeña iglesia, mirando el reloj cada cinco minutos para no llegar tarde.

Me llamaban el loco, nadie hablaba conmigo. Pero sí que me pegaban e insultaban. Cuando salía a pasear por la ciudad siempre llevaba un libro por si alguien intentaba hablar conmigo. Tenía la excusa perfecta para no responderle al estar ocupado con la novela. Encontré en la literatura el revulsivo a esa perturbación que me da la vida y que tanto aterra a los demás, que me permite crear y evadirme a universos donde ser diferente es un mérito, no un castigo, donde la gente no tiene miedo a moverse más allá de los tres patrones establecidos.
Así pues, enloqueced conmigo y acompañadme a ver lavadoras y encimeras, porque la locura no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Al alcance de unos pocos privilegiados, al alcance de nosotros, los de la salud mental, amigos…

Bajo el agua

    Abajo del agua se veía todo medio aturquesado, enverdecido, azulado. Dos nenes y una nena nadaban desnudos y se reían como locos de una anguila. De sus narices escapaban burbujas que subían rápido a la superficie. Un gordo muy redondo me pasó por delante, nadando como una medusa y me miró con ojos alucinados. Tenía la piel blanca, como enharinada y los mofletes de la cara se le movían acompañando el ritmo lento de su pataleo. A pesar de su aspecto poco aerodinámico, se trasladaba bastante rápido en el agua. Nadé hasta él y lo toqué con la mano. Me sorprendió la rugosidad de la piel, que a la vista parecía lisa. El calor que largaba su cuerpo me resultó muy agradable. Traté de agarrarlo con la otra mano y después de un par de brazadas lo logré. El gordo me miró, pero siguió nadando sin importarle nada, impulsandose con movimientos sinuosos de las piernas y los brazos. Con mis manos empecé a acariciar la panza redonda, después apoyé la mejilla a un costado de su ombligo. Era como ponerse una bolsa de agua caliente en la oreja. Me di cuenta que no sólo a mí me atraía el calor del gordo, porque de todos lados comenzaron a aparecer nadadores. Los chicos llegaron primero y apretaron sus caras, sus panzas y pechos contra el cuerpo enorme y tibio. Después vinieron los otros y se agarraron de donde pudieron para estar en contacto. El gordo ni se inmutó, pero empezó a nadar un poco más despacio por el peso. Todos se apretujaban contra él, yo quedé aplastada sobre la panza, presionada por los demás. Apoyé la oreja contra su piel y escuché sus vísceras. Sonaban como un aire acondicionado roto. En un momento noté una gran actividad intestinal. Un sonido grave que venía desde lo profundo, como un tren atravesando un túnel en las montañas, pasó por debajo de donde yo estaba apoyada y fue hacia el sur. Ahí pareció que paraba, pero un momento después, el gas salió del cuerpo del gordo con una explosión tan potente, que lo lanzó a través del mar como un torpedo nuclear, y a todos sus parásitos, yo incluida, a las profundidades, donde el agua turquesa se vuelve negra. Mientras me hundía a mucha velocidad, empezó a sonar un golpeteo de metal en mis oídos, como si algo se hubiera roto por dentro. Me empezó a doler la cabeza y me la agarré con las dos manos. La sentí caliente como el cuerpo del gordo. Algo seguía golpeando contra el metal. Yo ya no podía aguantar más la respiración ni los ruidos. Nadé hacia arriba lo más rápido que pude. Pensé que no llegaba. Pataleé y braceé hasta que los pulmones estuvieron por estallarme. El golpeteo se hacía cada vez más fuerte, y entonces vi la luz de la superficie. Una mancha grande, blanca, que emitía rayos luminosos, indicando el camino a la salvación, como si allá estuviera esperándome Dios. Nadé hacia la luz con mis últimas fuerzas y un momento antes de ahogarme, saqué la cabeza afuera de las sábanas. Por la puerta del cuarto entraba un haz de luz amarilla que me hizo doler los ojos. Cuando logré abrirlos vi a mi gato acostado a los pies de la cama, me miraba fijo, con las orejas levantadas. Me di cuenta de que alguien golpeaba la puerta. Me levanté, me enrollé en la sábana, fui hasta la puerta y miré hacia afuera por un agujero en la madera. Mi hermano golpeaba el portón de la calle con la cadena del candado. Podía ver su frente y la parte de arriba de la cabeza por encima del portón de metal. El perro le ladraba enfurecido y de la boca de mi hermano salían sus puteadas clásicas. Miré el reloj de la cocina y vi que era tarde. Habíamos quedado en que me buscaba para ir al hospital a mi turno de las nueve y media. Eran nueve y veinte, y yo recién me despertaba; la doble ración de pastillas de la noche anterior había hecho efecto, él tenía razón en estar enojado. Me asomé por el agujero y le hice una seña para que deje de darle a la puerta con la cadena. Paró de golpear, pero siguió puteando. El perro le seguía ladrando, así que lo llamé, vino moviendo la cola y metió el hocico largo y húmedo por el agujero de la puerta. Le acerqué la cara a la trompa y me dio un lengüetazo en los labios que me generó un gusto extraño en la boca, como de fideos. Yo lo contraataqué con un beso en la nariz, él sacó rápido el hocico del agujero y estornudó varias veces.

Me vestí enseguida y antes de salir, traté de despertar a Carlos, que estaba pegado a la cama como si se hubiese tirado de un quinto piso. Él también había tomado doble ración anoche, pero de vino de caja y también le había hecho bastante efecto. Lo sacudí hasta que abrió apenas los párpados: la cara arrugada como si le doliera y los ojos en una línea húmeda achinada, debajo de las pestañas oscuras. Le di un beso suave en la boca y el aliento a vino barato me golpeó la nariz.

– Despertáte, que me voy al hospital –le dije.

– Grrr, dale…grrr –respondió.

Se dio vuelta para seguir durmiendo y tiró de la sábana, que se le subió hasta dejarle el culo al aire. Esa visión me hizo acordar que habíamos cogido la noche anterior… ¿o fue la otra noche? No estoy segura, pero él estuvo bastante creativo, teniendo en cuenta el estado en el que queda después de dos cajas de tinto y además acababa de recibir una mala noticia. Hacía rato que no tomaba, lo dejó, pero anoche fue una situación especial. Cuando vino yo estaba tirada en la cama mirando la tele. Edu, mi hijo, me había dado las pastillas antes de comer y estaba relajada, tapada con dos frazadas para parar el chiflete helado que entra por la ventana rota de la cocina. Carlos llegó con una cajita de tinto en la mano y se sentó en la cama. Ya por cómo se movía, me di cuenta de que estaba borracho. Al principio lo puteé, pero él no respondió, después lo sacudí un poco hasta que levantó la cara y me miró con los ojos rojos de llorar.

– Se murió mi vieja –me dijo.

–Ay, Carlos, ¡qué mal! –dije y lo abracé fuerte – ¿Cómo te enteraste?

–Porque hablé con mi hermano, dice que estaba en la cocina lo más bien y de golpe se cayó al piso. Él escuchó el ruido y fue corriendo, pero cuando llegó ya estaba muerta.

–Pobrecita, se cayó…es que estaba muy viejita… bueno, no te preocupes que ahora va a estar mejor, se va a ir al cielo. Era tan buena que seguro va a ir al cielo –le dije, como para que se tranquilice, aunque él no es creyente como yo.

– Sí, si hay cielo seguro que ella va a ir ahí… pero, ¿yo qué hago ahora? –dijo y se largó a llorar.

Pensé en mi mamá, que murió hace como un año, dos años después que mi papá. En ese momento yo pensé lo mismo que piensa él ahora: ¿y ahora qué hago? Me quedo sola. Aunque mi mamá me dejó siempre sola, pero cuando me enteré de su muerte sentí un vacío tremendo. Una soledad que nunca había experimentado, un desamparo absoluto, como si entre la inmensidad y yo ya no quedara ninguna separación. Supongo que ella, aunque no estuviera conmigo, me hacía de escudo protector contra el infinito. Cuando se murió quedé sola frente al universo, creo por eso me puse tan mal. Mi hermano no podía creer mi reacción. El pensaba que yo tendría que odiarla por haberme abandonado.¡¿cómo vas a odiar a tu mamá?! Si ella te dio la vida. Además yo siempre fui una chica muy difícil, muy rebelde. Ella no podía conmigo, yo siempre le traía problemas, como mi papá: problemas, problemas, problemas.

Creo que esta es una época de cagadas, las madres se mueren y nos dejan solos, los papás también se mueren, los amigos, todos se mueren. ¿Será que es mejor morirse, pasar al otro lado, vivir con Dios, con los ángeles y ver a todos tus seres queridos que se fueron, a tu papá y a tu mamá? ¿Será así, será que hay un Cielo? Dicen que antes de subir al cielo las almas dan una vuelta por el mundo y aprenden mucho de lo que no aprendieron mientras vivían. Imagino que será para que no lleguen siendo tan brutos, como son tantos, hasta aprenden el idioma de los animales. Eso está bueno, hablar con los animales. Yo hablo con mi gato y él me entiende todo, y yo le entiendo a él, a veces me da buenos consejos. Aunque si le decís a alguien que hablas con ellos, te llevan a un loquero, como me pasó a mí. Pero si al final los animales son los que más entienden y son felices. En realidad, nosotros somos mucho más animales que ellos, porque no entendemos nada y casi nunca somos felices.

Carlos lloraba como un nene, lo abracé más fuerte.

– No te preocupes, yo te voy a cuidar mi amor –le dije y le di un beso en la sien. Él me sacó de un empujón y se paró.

– ¡Qué me vas a cuidar vos! Si no te podés cuidar ni a vos misma, te tienen que cuidar tu hijo y tu hermano ¡ni a tu gato podés cuidar vos! –me dijo, arrastrando las palabras.

Me lo tomé con paciencia, no me quise enojar. Es cierto que últimamente me está costando mucho hacer las cosas, no quiero comer, me olvido, me olvido de todo. Pero si hay algo que hago es cuidar al gato. Todas las mañanas cuando me levanto, él me persigue hasta la cocina maullando para que le dé su comida. Yo le hablo y me responde con sus maullidos. El dice todas las palabras con distintos tipos de miau. Yo le doy su comida y su agüita y no tiene quejas conmigo. Me lo dijo él.

Entre llanto y llanto, Carlos se tragó todo el alcohol que quedaba en la caja que trajo; era la segunda, me confesó después. Yo sabía que no lo tenía que pelear, porque además de todo está enfermo del corazón, lo operaron el año pasado; así que me volví a la cama y seguí mirando la tele. En lo de Tinelli había un político que bailaba con una vedette semidesnuda, tenía dos florcitas en los pezones y abajo sólo una tanguita tres talles menos que el suyo. Carlos se fue a la cocina, después lo escuché en el baño y al ratito volvió a aparecer en el cuarto, con la cola entre las patas y se me tiró al lado. Lo abracé y seguí mirando Tinelli, como si no hubiera pasado nada. Él se acurrucó contra mí y los dos miramos como bailaban el político y la culo al aire. Al rato me empezó a acariciar de a poco, primero el brazo, el hombro, después las tetas y después el resto. Así empezó. Le pedí que me diera más pastillas, porque él tiene, se las dan en el hospital como a mí, pero tiene muchas porque no las toma, prefiere el vino. Primero no quiso, para que no me pase de la dosis que me da la psiquiatra, pero al final me las dio, seguro porque quería coger. Me las tomé y al ratito el mundo se puso más agradable. Así fue que después cogimos y nos quedamos dormidos, pero era tarde. Por eso no me desperté a tiempo para ir al hospital. Por eso mi hermano me puteaba desde atrás del portón.

Carlos no se iba a levantar tan temprano después de lo de anoche, así que lo dejé dormir. Entré en el cuarto de Edu para ver si estaba. Dormía a pata suelta, boca abajo, con un brazo encima de su novia, como para asegurarse de que no se le escape a mitad de la noche. Ella es una chica muy buena, y muy linda además, toda rellenita y rubia. El la trae siempre a dormir acá, a pesar de que ella es una chica bien educada y vive en una casa grande con sus papás, que son abogados importantes. A Edu no le da vergüenza la casa como a mí. Yo no invito a nadie. No me gusta que la gente vea mi casa, está muy sucia y muy rota. La otra vez, cuando me operaron de la rodilla, unas amigas del colegio que no veía hace años me visitaron en el hospital y después, cuando me recuperé, querían venir a visitarme a casa, pero les dije que no, que yo las voy a visitar a ellas. Si no tengo ni un sanguchito para darles. Tampoco quiero que entre mi hermano, porque enseguida me empieza a decir que todo es un desastre, que la mugre que hay, que limpie la cocina, que todo es un asco y a remarcarme todo lo malo. Pero todo cuesta plata, yo no tengo un peso, acá vivimos con la pensión de Carlos que no es nada y con lo poco que Edu pone de lo que gana en su trabajo. Pero bueno, él es muy chico todavía, quiere salir a pasear con su novia y con sus amigos, comprar una cerveza, tener su moto, su celular y todo eso. Y se lo merece, porque trabaja todas las noches de mozo en un restorán, no sería justo que se gaste toda la plata para llenarme la heladera a mí. Lo miré ahí, durmiendo tranquilo, con su cabeza recién rapada y me hizo acordar a cuando era bebé. Era tan dulce. Y las cosas que tuvo que aguantar siendo muy chiquito, pobre. Gastón, su papá era bueno, pero era medio hippie y nunca tenía plata, estábamos siempre cambiando de lugar. Yo estaba muy enamorada, me fui con él siendo adolescente y claro, me quedé embarazada. Mis padres no se la aguantaron, estaban muy mal entre ellos y se separaron al poco tiempo. El pobre Edu se crió como un gitano, cambiaba de colegio a cada rato. ¡Por suerte lo terminó! No como yo, que lo dejé, aunque fue por amor. Todo lo hice por amor. Me parece increíble ver a Edu ahora tan grande, durmiendo con una chica; ya es un hombre, ya no me necesita, ya nadie me necesita. Me agaché, le di un beso en la nuca y salí al patio a abrirle a Arnaldo. El perro empezó a ladrarle de nuevo y él se metió en el auto asustado. Mi hermano le tiene miedo a Tehuelche, porque hace unos días ,estaba en la cocina ordenándome las pastillas en el pastillero y de repente, de abajo de la heladera salió una cucaracha. Arnaldo la pisó, y Tehuelche se asustó y reaccionó. Le mordió el tobillo. Le dio un buen mordisco, se quedó apretándole el pie con los dientes. Arnaldo se quedó inmóvil y gritando. Yo le pegué un buen reto a Tehuelche y lo soltó, y después se escondió debajo de la mesada. Arnaldo quería matarlo, pero se la bancó, no sé si por cagazo de que el perro lo vuelva a morder o por no lastimarlo delante mío, porque sabe que en ese caso yo seguro salto por Tehuelche..

Me subí al auto sabiendo lo que se venía. Arnaldo tenía un pucho en la boca, como siempre, me miró con cara de culo a través del humo, me dijo que me abrochara el cinturón y arrancó rápido. Yo sé que mi hermano me quiere, pero tiene un carácter muy fuerte y casi siempre esta de pésimo humor y se pone muy nervioso conmigo. Creo que para él represento lo mismo que para mi mamá: problemas, problemas, problemas. Me retó durante todo el trayecto hasta el hospital. Apenas salimos empezó:

– ¡Te dije que tenés que mandar a ese perro a la perrera, es un peligro para todos! Mirá si lastima a alguien más y te hacen una denuncia, imagináte que muerde a la novia de Edu, ¿Eh? ¡Los viejos te mandan en cana! –dijo nervioso, y su panza enorme subía y bajaba y se apretaba contra el volante.

–Pero no, si es buenito, a vos te mordió porque se asustó, pero no le hace nada a nadie… además Tehuelche es también de Carlos, no mío sólo, él lo sacó de la calle y lo trajo y no va a querer llevarlo a la perrera a que lo maten.

– ¡¡Bue!! Ese es otro que tendría que volar al carajo, también, bien lejos. Ya te lo dije: ¡Tenés que echar a ese borracho de la casa! ¡No podés vivir con un tarado de sesenta años que está todo el día de la cabeza o tirado en la cama!

– Pero se le murió la mamá y él ya no toma…

– ¡Qué no va a tomar! Vos sos otra tarada que se cree ese cuento. Es un borracho de mierda y vos no lo podés cuidar, porque vos ni siquiera te podés cuidar a vos misma, ¡entendés!

No le dije nada, pero creo que el que no entiende es él. Yo sí me puedo cuidar, y puedo cuidar a mi hijo y a mi pareja también, lo que pasa es que no quiero. Ellos ya son grandes. Ahora quiero que me cuiden a mí por todo lo que no me cuidaron mis papás. A Edu, a Arnaldo y a Carlos los cuidaron sus padres, como pudieron, pero los cuidaron: a mí no, a mí me abandonaron: ¡Puta! me dijo mi papá, ¡loca! me dijo mi mamá. Para ella yo era una loca, loca porque dejé el colegio, loca porque me enamoré de un hippie, loca porque no quería abortar, loca porque tenía sueños de adolescente, loca por todo, loca por existir. No era mala mi mamá, sólo que no me entendía. Y mi papá era de otro siglo, peor, de otra galaxia. Pensaba que las mujeres buenas se casaban, las otras eran putas, o solteronas, pero los hombres eran muy cancheros si salían con muchas mujeres. Esa boludez para él era una verdad fundamental, más importante que todo. Más que su propia hija. Yo viví en la calle desde los diecisiete años y a nadie le importó un carajo. Ellos en sus casas lindas, calentitas y yo en la calle, como un perro, por haberme enamorado. Ahí fue que empecé a hablar con los animales. Cuando me quedé sola, me junté con varios perros callejeros, o ellos se juntaron conmigo y a la noche nos metíamos en las estaciones de tren, o en algún zaguán y dormíamos todos bien juntitos, apretados debajo de un cartón o de una manta, dándonos calor entre todos. Entre todos también nos cuidábamos de la gente mala, que en la calle está lleno. Ahora que me cuiden los que me quieren, porque yo ya estoy cansada y dentro de poco no voy a estar más.



– ¡Sos adicta a las pastillas! ¿No te das cuenta que te hace mal tomar de más, que te podés morir de una sobredosis? –me dijo Arnaldo cuando paramos en un semáforo rojo.

–No, nada que ver, esas pastillas no me hacen mucho efecto, no me puedo dormir.

– ¿Que no podés dormir? Lo que no podés es levantarte después de tomar una cantidad ¿Cuántas te tomaste anoche? ¿Le robaste las pastillas a Edu? No me mientas, ¡eh! Que las tengo contadas –gritó y cuando se puso verde volvió a arrancar a los pedos.

Arnaldo siguió diciéndome todo lo malo que hago cuando pasamos por el túnel de Chorroarín y bordeamos agronomía, siguió puteando cuando doblamos en Warnes y también cuando entramos al hospital. Tenía la cara roja y transpirada y los mofletes se le hinchaban de los nervios. Parecía que la panza le iba a explotar en cada puteada. Se va a morir del corazón si sigue así. Al pobre lo dejó la mujer hace poco y no se puede recuperar. Se fue con un compañero de trabajo.

–Arnaldo, te hace mal estar siempre tan nervioso, te podrías tomar algún calmante...

– ¡Yo no necesito pastillas! a mí déjame tranquilo, nada más.

–Pero son para eso, para que estés más tranquilo… te puede hacer bien.

–No te hagas la psiquiatra conmigo, ¡mejor ocupáte de tomar bien las tuyas!

Paramos debajo del árbol que hay en el estacionamiento del hospital y empezó a toser. Recién ahí dejó de retarme, porque no podía hablar, apenas podía respirar. Arnaldo fuma desde chiquito y tose muchísimo, a veces se ahoga y tose tanto que parece que va a escupir un pulmón; empieza tosiendo fuerte, después va tosiendo cada vez más despacio a medida que se le acaba el aire y al final queda un ratito sin respirar y parece que se va a morir asfixiado, pero de pronto recupera y vuelve a respirar y zafa; por ahora se viene salvando. Le traté de golpear la espalda para que no se ahogue, pero me sacó la mano y me hizo señas de que salga. Me bajé del auto y di la vuelta para ayudarlo a salir. Cuando paró de toser, se quedó sentado para poder chupar un poco de oxígeno. Al principio el aire le entraba con un ruido agudo, como si estuviera el caño medio tapado, pero enseguida se le normalizó. Traté de ayudarlo a bajar, pero me sacó de un manotazo, se prendió del marco de la puerta y tiró con los dos brazos, hasta que logró sacar toda su panza y su culo del auto. Salió bufando como una bestia. Creo que por el esfuerzo se tiró un pedo, porque junto con él, salió un olor asqueroso.

– ¡Tenés que comprarte un auto más grande, o una camioneta! –le dije en broma, pero no le causó gracia. Me miró con más cara de culo que antes, me dio la espalda y empezó a caminar hacia el edificio del hospital. Sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno entre los labios. Lo alcancé y le pedí uno y cuando lo estaba prendiendo, aparecieron varios personajes raros a pedirle. En ese hospital hay muchos enfermos mentales que viven ahí y como de día los dejan sueltos, andan pidiendo a la gente. Algunos piden plata o comida, pero lo que más piden son cigarrillos. Arnaldo se gastó medio paquete en los loquitos y por supuesto me puteó a mí, como si fuera mi culpa el vicio de ellos. Después caminamos despacio, fumando en silencio, pasamos por delante de la iglesia y doblamos por la callecita que da al pabellón 3, donde tenía mi turno con la psiquiatra. Varios de los locos nos seguían.

La sesión con la psiquiatra fue como siempre, una payasada. Cada uno haciendo su papel de mierda. Yo me hice la loquita para asegurarme la ración de pastillas. Ella me preguntó las tres boludeces típicas para cumplir, siempre de lejos, medio como con asco, como si los pacientes tuviésemos mal olor y contagiáramos. Arnaldo hizo su papel de responsable, diciendo que me veía cada vez más ida y que no tenía ninguna actividad productiva y bla, bla, bla. Lo de siempre. Cuando terminamos, la doctora nos dio la receta y fuimos a la farmacia del hospital a pedir las pastillas. Eran veinte dosis de risperidona y veinte de clonazepán. La primera es un antipsicótico, para que no escuche voces o me sienta perseguida por helicópteros o hable con los bichos y la otra es la rica, es tranquilizante, pero a la vez me lleva a unos viajes mucho más lindos que la realidad de mierda. Desde que empecé el tratamiento voy guardando las que puedo en una cajita. Cuando tenga muchas pienso irme al campito ese que hay en agronomía, en la otra cuadra del hospital a tomármelas todas de una vez. Me voy a sentar en el pastito frente a la laguna, rodeada de animales y me las trago todas juntas. Morir entre animales de verdad, conejos, gallinas, chanchos, gatos, eso es mejor que morir en un hospital, o en el medio de la calle. Otra sería tirarme al río, pero lo malo es que abajo no se ve nada, en cambio, si fuera como el mar, azul y transparente, me tiraría ahí. Seguiría a los peces, hasta encontrar un delfín que me hable, como en la película. Eso estaría bueno, morir bajo el agua, con los peces y las langostas y que me lleven los delfines a recorrer los mares del mundo, y que todo sea medio aturquesado, enverdecido, azulado.

El grito

Abrir la puerta del aula se le hacía casi imposible. Tanto como levantarse. Como desayunar. Como coger el coche e ir hasta el Instituto, donde le esperaban sus alumnos de arte, especialmente, Gael, que todo el día estaba incordiándole.

Sabía que Gael, era un caso aparte, y que a un asperger tenía que ganársele, pero no encontraba la forma de que aquel alumno mostrase interés por una asignatura que a él también comenzaba a aburrirle.

Sin saber el porqué, desde aquella mañana en que no quiso levantarse, la vida se le hacía insoportable. Ir a trabajar era desesperante, y nada parecía ya ilusionarle.

"A Gael tienes que motivarle", se decía, pero a su vez se preguntaba: "Y quién le motivaría a él, que ya estaba harto de no poderles decir la cruda realidad a los padres.

Estaba harto de no poder decir la verdad cruda de lo que en realidad pensaba de la mayoría de aquellos rapaces, que no pensaban en otra cosa que quedar bien ante sus compañeros y en las redes sociales.

"¿Qué te pasa? -le preguntaban sus colegas, pero él guardaba silencio, para no ser el centro de sus comentarios.

Es más, sin haberlos dicho nada, cuando entraba en la sala de profesores se hacía el silencio, y se callaban todos los que estaban cuchicheando: "su salud mental se está deteriorando". "Tiene una depresión de caballo". "Hace cosas muy raras". "Algunos padres ya se están quejando", y cuando iba a entrar en clase, hacía como que no escuchaba los comentarios ultrajantes e hirientes de sus alumnos: "que viene el loco" y "ya está aquí el zumbado".

Bien sabía él que no estaba loco. Que su depresión era crónica, y que su ansiedad le iba minando de manera intermitente, como si no encontrara la manera de huir de aquel descorazonador calvario.

Una mañana, después de analizar en el aula la obra "El Grito" de Edvard Munch, Gael, al verle llorando solo en su mesa, se acercó a él y le dijo: "¿Duele?

-Tú, ¿qué crees?

Y Gael, sin saber que responderle, guardó silencio, y le susurró al oído:

- Yo, siempre que estoy así, deprimido, cuando no me escucha nadie, grito.

- ¿Y qué ganas gritando?

- Es la mejor manera de saber que sigo vivo, y que debo de seguir luchando.

Multiplicidad

    Era imposible saber quién era, porque cada mañana me despertaba en un sitio y una fecha diferente. No digo que me molestara, solo que era incómodo algunas veces más que nada porque no podías controlar la historia que te pasaba. Lo mejor de todo que siempre estaba ella allí, cuidándome. O de senadora romana, de esclava bereber o incluso de alienígena informe solo con ojos muy humanos. Una vez tuve un amigo al que le encantaban los videojuegos combinados con los porritos. Dijo que lo mejor que había en el mundo era no saber nunca cómo acababa una historia. Dejó de pensarlo cuando le clavé un tenedor en la muñeca, luego de un par de caladas y unas birras. Nunca volvió a hablarme, pero sí dijo de mí barbaridades del tamaño de catedrales. Estaba a punto de tirar la toalla cuando en una de esas aventuras conocí a Teclas. Me dijo con mucha dulzura que todo era producto de mi mente inquieta. Eso fue decisivo para creerla, porque desde niña había escuchado que mi mente estaba mal o que era una jodida enferma. Primaria, fue poco más que una tortura con niños gritones que me odiaban o hasta me escupían. Secundaria, una cárcel con partes y broncas. Supongo que por eso volaba- cada vez más lejos- con la sola maleta emocional que tenía la mágica función de hacerme regresar a la realidad porque era mi madre. Ella siempre me acompañaba en aquellas crisis, para velar porque volviera. Hasta que llegó Teclas con su chaqueta del SAS donde ponía "Salud mental" en letras verdes esmeraldas. No me dio pastillas, ni consejos , sino que me escuchó atentamente. Me fue deconstruyendo como si fuera una tortilla en manos de un chef afamado para sacarme los huevos, las patatas, el aceite y la sal. Luego las batidas, las manos de la cocinera y hasta la sartén y el fuego que me habían cocido. Fue poco a poco metiéndose en mí, haciéndome suya para entender el dolor, la rabia y la soledad que me hacían vagar por mundos infinitos sin que supiese quién era ese día en que me levantaba cada mañana. No fue fácil, ni divertido, ni relajante. No fue rápido, ni alegre, ni entretenido. Quise volver muchas veces a volar sola por esos mundo en los que nadie te desprecia, ni te hace recordar cómo no importabas a nadie excepto a ella, que siempre había velado por ti. Por ella lo hice al principio. Por mí y mis mundos internos escondidos en mis ganas de vivir y ser una con los que me rodeaban, lo hice después. Aún sigo en el empeño. Lo mismo seguiré para siempre, domando las ganas de saltar al vacío de la multiplicidad y la nada. Lo mismo es eso la vida… eterna lucha con nosotros mismos. Pero por fin ayer pude abrazar a mi madre y decirle que "la quiero" , mientras mi psicóloga tecleaba.

El coloquio de agapornis

Los humanos son criaturas apesadumbradas, tienen un don para la tristeza. Les gusta utilizar posesivos («mi», «mío», «nuestro») cuando se refieren a su especie y son egoístas al referirse a las demás. Quiero decir con esto que no nos ven o sólo nos ven desde un sentimiento de superioridad.

—Bonitos míos —una uña se introduce por la jaula en una caricia sin tacto—. Bonitos míos.

Observad a nuestra dueña en su gesto cansado, en su caminar pesado por la tarima de la casa. Nosotros somos su única compañía. Somos el gorjeo dentro del silencio, la mancha de color en una casa gris, el movimiento enfrentado a la quietud. La soledad flota como partículas de amianto dentro de estas habitaciones. Nosotros, los agapornis, somos su asidero.

—Al menos vosotros os tenéis a vosotros mismos —ajusta sus gafas de ver de cerca.

Eso dice y dice la verdad. Agaporni viene de la palabra griega ágape, que significa amor, y ornis, que significa ave. La fortaleza de nuestros vínculos es legendaria, somos inseparables. Nuestra dueña anhela nuestra correspondencia. En sus ojos se dibujan naufragios antiguos, herrumbrosos cofres sumergidos. Suya es la melancolía y la pena. Los agapornis, por nuestra parte, no sabemos abrigar emociones improductivas.

—Bbbbhhh… bbbbhhh…

La sinfonía de sollozos ha comenzado. Los humanos no están preparados para la soledad, les deseca y hace de sus vidas una dimensión inhabitable. Nuestra dueña observa la piel hojaldrada de sus manos con un dejo de incredulidad, como si no reconociese sus propias extremidades. Enciende la televisión para sentir la presencia de un semejante. Para escuchar alguna voz.

—«En España hay 2 millones de hogares unipersonales habitados por personas mayores de 65 años» —enumera con indolencia un informativo.

—Pero no es así — a falta de otro interlocutor, nuestra dueña se dirige al reportero—: ¡hay que imaginarnos uno a uno! ¡Es necesario imaginarnos uno a uno!

Estas últimas frases las ha proferido con resentimiento. La televisión posee el poder ambivalente de ofrecer compañía y hacerte partícipe de una soledad más profunda. Nuestra dueña, con fatiga, apaga el aparato. La casa vuelve a quedar en silencio, un terreno yermo y despoblado. A veces el olvido sabe brillar como la llama del litio.

—Bbbbbhhh… —recomienza la letanía.

Se hace forzoso romper la violencia de esta calma sofocante que no deja entrar aire en los pulmones. Hembra y macho movemos con furia nuestro plumaje verdeceledón en una estridente algarabía de agapornis enloquecidos. «Hay que imaginarnos uno a uno», aleteamos hasta alejar el eco inerte de esas palabras, hasta aventar el tufo envenenado de su verdad.

Alertada por la escandalera, la anciana levanta su mirada hacia nosotros. Luego esboza una sonrisa sin edad, una proeza, y vuelve a acercar sus dedos a la jaula con agasajos incorpóreos. Un día más hemos conseguido rescatarla de sus ensoñaciones, del vacío deshabitado de su interior, de su depresión. Somos todo cuanto tiene, su trinchera frente a lo solitario. Su recordatorio de vida.

—Bonitos míos —dice—. Bonitos míos.

Los pasillos no son blancos

Querida hermana:

Qué extraño esto, ¡ni que te escribiese en el 1800! Creo que la última vez que redacté una carta fue en primaria, cuando nos enseñaban dónde poner la fecha, el lugar, el encabezado y todo eso... En este caso no es necesario, ya todos sabemos que estoy en el loquero. Perdón, no me hagas caso, pero bromear con estas cosas es necesario porque si no una enloquece, pero de verdad. Y acá aprendí a reírme de la vida (sí, ¿quién lo diría?), a sentir que nada es tan grave como para no poder recalcular. Ojo, no creo que haya que llegar a un psiquiátrico (ahora sí, hablo con propiedad, ya imaginé tu gesto reprobatorio con la otra expresión) para darte cuenta de esto. Hay gente que logra descubrirlo antes, pero yo no ¿qué va a ser? Igual cada caso es un mundo, no voy a generalizar, hablo por mí, y eso ya es un montón: asumir las decisiones de mi vida.

Bueno, volviendo a la carta, el no tener el celular a mano te abre nuevos caminos. ¿Qué te puedo contar? Me da un poco de vergüenza haber caído en el cuento hollywoodense de los psiquiátricos con pasillos blancos y paredes acolchadas. Al menos éste no es así. Se parece mucho a la casa de la abuela en Vicente López, sobre todo el jardín: hay un olmo que miro desde la ventana al despertar y en cuyo tronco me suelo recostar por las tardes a leer un rato.

Los días acá parecen durar el doble, pero eso porque no estamos enchufados a la compu o la tele. Cuando bajó mi ansiedad pude empezar a disfrutarlo: el tiempo invertido de a rebanadas en observar, hacer un crucigrama, asistir a algún taller o simplemente conversar.

Ésa es otra gran sorpresa que me llevé acá dentro. La gente es normal, como vos y como yo (bueno, eso desde ya, si no no estaría acá adentro, ¿no?). Me imaginaba que las personas iban a estar golpeándose contra las paredes o hablándole a una muñeca mientras la mecían por algún rincón. Pero no. Hay muchos compañeros que, como yo, simplemente no podían sacarse ese vacío del pecho y trataban de compensarlo con drogas. Están quienes no tenían fuerzas para levantarse de la cama y quienes fueron un poco más lejos y atentaron contra su vida… Ahí entendí por qué me hicieron sacar el cinturón y los cordones al entrar…

Y acá llega el motivo por el cual hoy me senté a escribir esta carta, viene al final porque es lo que más me cuesta decir. Gracias por acompañarme siempre, por no juzgarme, por tomar una decisión difícil por mí. Me avergüenzo de muchas cosas que hice pero no me culpo (eso es algo positivo también). Creo que hice lo mejor que pude, pero sé que lo puedo hacer mejor, y es lo que voy a hacer en adelante.

Te ama siempre tu quilombera hermana menor (ya más sosegada)

Todavía estoy repleta de arcoiris

Hoy es uno de "esos" días. Lo único que quiero es quedarme en la cama esperando que las horas pasen, como pasan los trenes que no van a ningún lado, las promesas incumplidas, los vientos de verano. Pero no puedo volver a faltar al trabajo, así que en unos minutos juntaré mis pedazos y saldré de casa.

Soy esta canción desordenada, estos versos sin rima, este cuento que no empieza ni termina. Soy toda la sombra que cabe en una vida y esta distancia asesina de eso que llaman alegría. Y a pesar de eso, desgarrada y rota, a veces destellos de felicidad me saltan de las pestañas y bailo en medio del desierto y me cuelgo del pelo mariposas y puedo ser tu mejor plan.

No sana quien quiere, sana quien puede. Como si uno eligiera vivir hundido en la tristeza. Como si fuera evitable el agujero en el que te hunde las siete de la tarde de un domingo eterno que se hace lunes, martes, jueves.

Por eso, antes de nuestro primer encuentro, creo justo y necesario presentarte a mis dos Lauras. La que conociste en Tinder y la otra, la que escondo, la que disimulo, la que te escribe ahora desde una notebook llena de lágrimas y miedos.

Espero que no te resulte absurdo que te envíe este mail. Quizás pienses que estoy un poco loca, pero a esta altura, me resulta un halago. El mundo está lleno de gente demasiado normal, que hace cosas normales, que tiene amores normales. Y yo no quiero eso. A mí no me vengas con mariposas en la panza, porque desde hace un tiempo le pido al amor elefantes.

Es que vivo como si no hubiese un mañana. Y es que quizás, no lo haya. O sí. ¿Quién iba a imaginar, por ejemplo, hace un año, esta pesadilla del virus? Nadie. Así que ya ves, estamos en manos de eso que llaman suerte, destino, chinos. Ja. A veces tengo humor negro, creo que no te lo dije antes.

Ojalá no te asusten mis tempestades. Todavía estoy repleta de arcoíris.

PD: El trastorno bipolar, también conocido como trastorno afectivo bipolar (TAB) y antiguamente como psicosis maníaco-depresiva (PMD), es un conjunto de trastornos del ánimo que se caracteriza por fluctuaciones notorias en el humor, el pensamiento, el comportamiento, la energía y la capacidad de realizar actividades de la vida diaria. (Wikipedia)

En fin, soy este coctel explosivo de euforias, pastillas y depresión. Tienes tiempo hasta las ocho para pensarlo. Voy a estar en el bar en el que me citaste. Y te vamos a esperar hasta las ocho y media, yo y yo, las dos Lauras.

Salud mental en el zoo lógico

Estoy en el ambulatorio, en la sala de espera de SALUD MENTAL, sentada en una silla azul que junto a otras tres idénticas conforman una ristra enlazada por un tubo de acero clavado a la pared.

Todos me miran. Como a uno de esos animales exóticos que exhiben en el zoológico... ¿ZOO - LÓGICO?...piensan que soy como el tigre, que pasea aparentemente tranquilo en su reducto y de pronto, obedeciendo a su naturaleza de fiera, gruñe atemorizando a los voyers de boca abierta.

Hoy tengo que pasar el test. Si... como en una prueba de selectividad contestaré a unas preguntas y si lo hago bien, (dentro de los cánones) me iré a casa como he venido. De lo contrario, tal vez regrese con una receta médica nueva y durante unos años, haga de cobaya para la farmacéutica mundial. Al llegar a casa se lo diré a mi madre y ella, como siempre me dirá que deje de ser tan paranoica. Como si yo pudiera dejar de serlo así, sólo proponiéndomelo...entonces madre -diré yo- ¿para que debería ir al psiquiatra?.

Ella teme que deje la medicación, porque piensa que no puedo razonar. Yo siempre la tranquilizo, o al menos lo intento, pero ella no me crée cuando le digo "mamá, yo tengo un problema de salud mental, pero puedo pensar y sé que me encuentro bien cuando tomo las pastillas que me recetan, así que me las tomo y no veo el motivo por el cual debería decidir dejar de tomarlas. Por ejemplo madre, a tí te duele la espalda, mucho, muchísimo, cada día te tomas un motón de pastillas, tantas, que si te agitasen parecerías un sonajero. Bien, ¿te importa que esas pastillas puedan formar parte de algún estudio médico?. No. ¿Por qué? porque te alivian el dolor. Pues a mí me pasa lo mismo mamá querida, me las tomo. ¿Por qué?. Porque me siento bien.

II

Duerme tranquila mami, que mañana iré a tu fiesta perfectamente maquillada y no me comeré a ninguna de tus amigas, a pesar de que se lo merezcan. Ah! podrías explicarles que mi enfermedad no me convierte en Anibal Lecter. De hecho me hace muy sensible y que incluso a veces me hacen llorar con esas miradas temerosas y cínicas debajo de sus peinados perfectos. ¡Realmente dan mucho miedo mamá!. Diles, de una vez por todas, que soy esquizofrénica. Que no es sinónimo de asesino en serie, y que dentro de la población con esquizofrenia el porcentaje de asesinos es mucho más bajo que en el de la población "normal" entre la que alegremente os incluís.

III

Si, es verdad, a veces he llorado después de una visita de las estiradas amigas de mamá. Pero por lo general me dan mucha risa, e incluso pena. La pena que se siente por un verdugo. No tienen empatía. Y yo creo que la empatía es lo que nos hace humanos. A veces me pregunto ¿de qué lado de la reja está realmente el Zoológico?.

Destinos

    Ocurrió cierta vez que en el pueblo llamado Ceirno, unos jóvenes se convirtieron en indolentes y desocupados por voluntad propia, abandonaron sus labores en las tierras y con los ganados, y dieron en reunirse para contar fantasías y divertirse con sus pensamientos de sutiles imaginaciones. Tal hallazgo intelectual les hizo perder el tiempo en sueños y asuntos poco razonables, ocupando así las horas de trabajo con lecturas, escrituras y diálogos sobres invenciones sin más sentido que las quimeras de poca lógica y juicio incompresible. Su ímpetu era tan sublime que olvidaban los tiempos de la comida y también las celebraciones señaladas, tanto familiares como vecinales, incluso las eclesiásticas. Así fue que en Ceirno se les conoció primero por los tontos y después por los locos. A resultas de su gusto hacia la contemplación de las nubes y otras ensoñaciones distantes, en nada ayudaban al trabajo doméstico ni en el campo; tan siquiera eran útiles para una conversación sobre lluvias y cosechas, pues sólo hablaban de ausencias y sentimientos, de lejanías, metáforas, desvaríos e incongruencias como los ojos ocultos en el vientre del aire y cosas así. Todo esto acabó acongojando no sólo a las familias de los trastocados, sino también a las autoridades civiles y eclesiásticas; por lo que se dispuso atención inmediata sobre el grupo de jóvenes reunidos en torno a sí mismos y ajenos al resto.

En poco tiempo los integrantes del incordio popular fueron apartados los unos de los otros por el bien, se dijo, de su salud mental, pues era creído que la soledad cura del mal contagio. También se les sometió a la educación del saber antiguo, aquel compartido por todo el pueblo. El proceso fue largo, duro e incluso cruel, pero colaboraron en él familiares interesados en la recuperación de los malsanos junto al resto de convecinos, pues temían una epidemia peligrosa en otros jóvenes aún sumisos y respetuosos de las costumbres habituales, siembra y cosecha, pastoreo y matanza.

Tras largos meses de lucha popular contra el mal del ensueño, se logró devolver a Juan al cuidado de su piara de cerdos, a Julia con sus labores domésticas al servicio de cinco hermanos pequeños, a Ceferino se le juntó otra vez a la azada y al huerto, y a Celeste consiguieron hacerla regresar a los interminables cuidados de sus cuatro tíos solteros. Todo volvió a ser tranquilo en Ceirno, un pueblo sin locos.

Alguna vez he vuelto a verte

Te escribo a pesar de Cesar, claro, que siempre está con lo mismo, con el paso del tiempo, con que necesito ayuda, que la salud mental hay que cuidarla y todo ese rollo.

Como si yo no supiera que algo te pasa conmigo, muñequita, y por eso no venís; algo, no sé, vaya a saber qué ofensa para dejarme así esperándote. Porque si algo te gustaba era que yo estuviera a tu lado; yo, tan inquieto, tan bobo, tan distinto a los que huían de tu silla de ruedas.

Además, ¿a mí qué me hacen Cesar y el resto?, si jamás me importó un carajo la gente.

Quererte era tan fácil…; como tan difícil sacarte una sonrisa, esa que yo te provocaba de puro bufón y a morisqueta viva, para que se asomara tan tímida en tus dientes, como una llovizna, una brisa, una cascarita de durazno en la arena. Lo demás: un placer. Te arrancaba de los dedos el libro de historia –ese que te tragabas tarde a tarde, para dar la materia libre- y te llevaba a ver una de Errol Flynn al cine donde el taradito de la entrada ponía excusas para no dejarte ingresar con la silla. Si lo habré puteado por vos…

Si hasta fingir era lindo. Hasta disimular tus lágrimas cuando aparecías untada de no sé que mierda con olor a eucalipto, y ahí yo dele hacer piruetas hasta robarte una carcajada.

Te esperé tanto aquella tarde… Pero no viniste. Pensé de todo: un enojo, tu familia, el médico. Mi vieja no me dejó salir. Yo pegué la boca en la ventana; cerca de tu casa vi gente, flores, murmullos que llegaban deformados, coches negros.

Te esperé, te esperé, te esperé…

Alguna vez he vuelto a verte, o al menos eso creo. Siempre de lejos. Estás igual, aunque sólo alcancé a distinguir tu pelo castaño. Te chisté, te llamé por tu nombre, pero la gente que te lleva parece mirarme como un chiflado y el final es siempre el mismo: tu figura difusa que se pierde y yo gritando "¡vení esta tarde!".

Ni sé para qué te lo escribo, si ya lo sabés; siempre termino triste, porque jamás me hacés caso y me quedo con los alfajorcitos de maicena sin tocar. Y para no darle la razón a Cesar que dice que estoy medio loco, salgo a caminar por Buenos Aires pensando en nada. Pensar en nada…, sí, se puede; es tan lindo olvidarse de todo. Lástima que siempre te interrumpe alguien…, qué sé yo, una viejita, un chico corriendo, o una encuestadora que te acosa: ¿Cuál es su edad? ¿Qué perfume usa? ¿Qué actor de cine admira actualmente?

Mirá qué pregunta…Y yo, de puro idiota que soy, todavía se la contesto: Errol Flynn, piba; Errol Flynn.

La culpa es...del amor

   Hacía diez años que estaba casada, cuando le conocí y era, razonablemente, feliz con la familia que habíamos formado. Me habían concecido, por fín, el traslado y tenía un puesto definitivo en la ciudad. Así que podía dedicar más tiempo a nuestras niñas, de cinco y siete años, ir paseando al trabajo y abandonar la carretera, olvidándome de conducir los 70 kilómetros, que separaban nuestra casa del pueblo, en el que estaba provisionalmente, destinada.

Cuando me incorporé, éramos solo dos en el departamento. Me pareció cercano, comprensivo y reconocí enseguida, por qué tenía esa fama de dicharachero y buena gente. Con él, aprendí a quitarle hierro a mi trabajo, ¡nos reíamos mucho!, salíamos del despacho enfrascados en conversaciones, bromas…comentarios. No escuché, ni di la más mínima importancia, a las voces que me advertían del peligro, voces amigas que no encontraban simpático a mi nuevo amigo.

Sin darme cuenta, fue llenando mis pensamientos y mis días, dirigí mis esfuerzos laborales a motivarle a impresionarle, a sorprenderle. Si algún día, por cualquier circunstancia, me retrasaba, recibía puntualmente su llamada, para preguntarme qué me pasaba. Se fue haciendo indispensable. Y yo me creí capaz de compatibilizar todos los afectos: mi marido, mis hijas, la familia y el recién conocido compañero de trabajo. Hasta que se cansó del juego y apareció otra presa en la oficina, más joven o más interesante, a la que conocer.

Fue, entonces, cuando algo ocurrió en mi interior y crucé una frontera invisible, para la que no estaba preparada. Llegó el insomnio, los delirios, el sin sentido, no querer ver a mi marido, el tener que contar mi madre a mis hijas que estaba ingresada por un dolor de espalda.

Más tarde, llegó un diagnóstico, más o menos acertado, y un tratamiento que me permite trabajar y cuidar de mi familia. Por suerte, descubrí la musicoterapia o vídeos maravillosos como "El cazo de Lorenzo" que me animan a no resignarme a vivir perdiendo los trenes importantes de la vida, como el de la amistad o el del desarrollo personal.

Hace unos días, mi marido miraba tiernamente a mis hijas, que tienen ya 16 y 18 años, cuando me preguntaron por qué me tomo por la noche dos pastillas, que oyen el "crick, crick" del blister cada día.

No sé si tienen, aún, la edad y la experiencia suficiente para entender…que, en realidad, no es la espalda la que me dolía, y que la culpa de todo y, seguramente, también el remedio… residen siempre, en el amor.

Juguetes rotos

La cama sin hacer, los juguetes sin recoger… no es nada especial, es la lucha de todos los días, pero aquella mañana se encuentra especialmente irritada, consigo misma, y por tanto también con su hijo, y el mal humor se dispara cuando encuentra, escondido debajo de la cama, otro juguete roto, uno de esos transformers tan caros que al niño tanto le gustan, pero cuyos miembros luego retuerce hasta descuartizarlos. "Se le va a caer el pelo" -murmura entre dientes, mientras recoge los restos de lo que fue un juguete- "hoy no hay parque al salir del cole, y que ni se le ocurra oedirme una chuche".

Barrer, fregar, cocinar… pasa la mañana atareada, pero todavía le dura el enfado cuando sale de casa para recoger al chiquillo.

- Hola, buenos días-

- Hola, ¿qué tal?

Su enfado se le cae a los pies cuando saluda a esa mujer, a esa madre con la que se cruza a menudo, aunque no porque vaya a recoger a su hijo al mismo colegio. Caminan juntas el último tramo, despacio, al ritmo de la silla de ruedas donde se retuerce el cuerpo inmovilizado del que nunca ha sido niño, que nunca ha podido romper un juguete, que apenas consigue esbozar un gesto, que su madre traduce como alegría, cuando ve a otros niños salir corriendo, riendo los más, llorando algunos, gritando hacia sus madres, mirando de soslayo al "niño raro", con precaución o incluso con miedo.

- ¡Hola mami!

Abraza con fuerza a su hijo, con ganas de llorar ante la vitalidad del niño, y sin que el chiquillo le pida nada lo lleva hasta el quiosco, ¿una chuche? No, le comprará un transformer nuevo, como el que ha roto, como el que ha encontrado escondido y descuartizado, como el que ese otro niño, que nunca ha sido niño, que nunca será un hombre, no podrá romper.

Una pena de almas gemelas

Elon no sabía si aquella expresión en el rostro de ella era un gesto de camaradería o, sencillamente, era el presagio de un inminente desastre, sin embargo… pronto lo averiguaría.

Alma cruzó lentamente el umbral de la puerta, sacudió afuera con suavidad el paraguas antes de cerrarla; se quitó el piloto y lo colgó en el perchero antiguo, al lado de la entrada.

Se movía despacio y su mirada no enfocaba, su semblante transmitía una ambivalencia difícil de describir en palabras, ella no lo miraba; no quería mirarlo aún.

Él, desde la cocina la observaba, sus profundos ojos negros la aprendían con dulzura, sin atreverse a definir qué traía consigo el estado de Alma.

Ella era delicada y pequeña. Su cabello algo mojado por el aguacero que había dejado atrás, colgaba rubio y rizado sobre sus hombros.

Sus movimientos llevaban la impronta de contenerse, de no avanzar, no respirar, de detener el tiempo.

Los segundos se hacían eternos y Elon no atinaba a pronunciar sonido alguno, las palabras no salían de su garganta, algo parecía apretujarlas en su interior. En esos días la vida se había tornado insoportable y la incertidumbre amenazaba el equilibrio mental de ambos. Transitaban con sutileza sobre el borde de un abismo.

Una vez que dejó el bolso en una silla tan blanca como su cara, Alma levantó lentamente su mirada y el azul de sus ojos lo buscó. Elon respondió con una tímida sonrisa, desconcertado.

Él era directo, su aspecto de hombre fuerte y espíritu firme, tal como su nombre y su sangre afro lo definían, no coincidía con la sensación de perplejidad y temor que lo tenía preso en ese momento.

- Alma, ¿cómo estás? ¿Cómo te fue? ¿Qué ocurrió?

A medida que hablaba, la voz de Elon perdía fuerza y la última pregunta casi no sonó en la antesala.

Ella lo miró con el mismo gesto que llegó, una mezcla de complicidad y caos; de ternura y derrumbe, de dolor y furia.

Pasaron poco más de algunos segundos y él lo supo. Soltó un grito desgarrador y abrazó el cuerpo cansado y vibrante de Alma.

Ella, en sus brazos, se quebró y un sollozo punzante y entrecortado salió de su pecho.

En ese abrazo ambos seres se unieron en uno. Ambos corazones latían al unísono desechos, rotos, dolientes.

No querían soltarse, no querían mirarse… menos hablar… los dos ya lo sabían.

Habían perdido la vida que recién comenzaba, una esperanza de tres mágicos meses. Enredados en ese instante fluyeron con cada lágrima silenciosa nombres, colores, juguetes, mamá y papá que no pudieron ser.

Suavemente fueron dejándose caer sin soltarse. Acostados en una alfombra de suave textura al pié del sillón, se acomodaron para no moverse. Moverse dolía.

Sus ojos se cerraron. El día terminaba junto con la amada vida que había llevado Alma en su vientre.

No querían pensar en mañana, los unía un amor celestial que curaría sus heridas, en ese momento sólo querían entregarse al agudo y mudo dolor del duelo.

El poder está dentro de tí

    Siempre que caminaba por las calles sentía en mis ojos la venda del estigma, la marca que me acompañaba desde hacía dos años. Mi alma estaba invadida de surcos abiertos con espinas dolientes. Un día escuché: Dejadlo solo, está loco. Esas palabras comenzaron a despedazar mi cerebro en pequeñas partes y cada pedazo quedó invadido por un dolor y una soledad que iba arruinando mi vida. Si me sentía rechazado entonces, ¿cómo iba a abrirme paso en la sociedad? Ante la falta de respuesta, opte por recluirme en mi habitación. Comencé a hablar solo, con mis posters, con los personajes de la televisión, con mis ídolos de música, o peor, con las paredes…Me enclaustré tanto en mi caparazón que rechazaba acudir a un psiquiatra a pesar de la insistencia de mis padres.

Pero un día a mis ojos llegó un ápice de luz. En Facebook conocí una chica que me contaba haber pasado por lo mismo que yo. La dureza de un infierno interior del que difícilmente sales si no te dejas ayudar. La frialdad de los días sin sentido. Las sucesivas derrotas en soledad. La alimentación de un "ego" solitario, envenenándose de pensamientos negativos que corroen toda la persona. Ella, sabiendo mi situación, me invitó a conocernos en un parque. Y acudí.

Después de tantos días de encierro, caminaba como si pisase otro planeta, a las suelas de mis zapatos les costaba adaptarse al asfalto.

Ella me esperaba puntualmente sentada en un banco. Un ligero viento removía su melena. Su saludo fue tenderme la mano. Notaba mis ojos perdidos en su cara. Con palabras tajantes me dijo: "Encerrado en tu habitación lo único que consigues es sobrealimentar con alimentos tóxicos tu salud mental. Solo no se sale. Necesitas el apoyo de los demás. Yo quiero ayudarte porque viví en tu mundo y hoy soy muy reconocida en mi trabajo de administrativa en una empresa. Trabajo en una empresa familiar pero eso no quiere decir que sea tratada de manera distinta en relación con mis compañeros". Todavía mantenía su mano en la mía, y, de vez en cuando, la apretaba con más fuerza para transmitirme la seguridad de sus palabras.

Acudí al psiquiatra y recibí unas sesiones de tratamiento de psicoterapia. El psiquiatra me dijo que podría dejar pronto la medicación, que el poder de la transformación estaba dentro de mí. Lo mismo que me repetía esa niña de mis ojos.

La luz llegó a mis ojos no tardando demasiado. Ya no pasaba mis días sin sentido. No tuve más derrotas en soledad. Comencé a alimentar mi interior de pensamientos positivos. Eliminé los negros y comencé a ver colores vivos. Mi cabeza había dejado de ser un campo de minas.

Había estudiado mecánica de automóviles. Acudí a un taller. A mi petición de un puesto, me respondieron un no, pero ese "no" podía cambiarlo por un sí si ofrecía mi trabajo gratuito en prácticas.

Hoy llevo felizmente cuatro años en el taller y soy un mecánico de valor reconocido.

El cuarto de cristal

    Los cambios hormonales, el bombardeo publicitario, el traslado de residencia en un momento tan crítico… Porque dejar el barrio, el colegio y mis amigos al mismo tiempo que la infancia supuso para mí un gran quebranto. Pero no es fácil saber cuál fue el detonante, la razón por la que ella apareciese ante mí como una extraña odiosa. Solo sé que una sensación de extravío vino a refugiarse en mi alma, un no saber dentro de quién me encontraba.

Hasta ese momento ella había sido perfecta, estudiante ejemplar, una niña alegre y complacida consigo misma. Sin saber cómo, dejé que anidase el odio, el desprecio por ese cuerpo innoble. Cada día lo observaba con detenimiento, como un entomólogo ante un insecto único, y veía cómo ella iba tomando posesión del cuarto de cristal, mientras yo quedaba atrapada en la habitación opaca. Al principio no se apreciaba más que un poquito de pecho, la barriguita sobresaliente; en poco tiempo, no obstante, llegó la desmesura. Ese cuerpo fraterno y acorde se convirtió en una masa exorbitante de cetáceo marino que ocupó todo el espacio del cuarto de cristal, sin oxígeno para respirar. La Orca había nacido y amenazaba con ahogarme. Así la llamé, Orca, con mayúsculas: brazos mayúsculos, muslos mayúsculos, pechos mayúsculos, mayúsculas caderas. Un monstruo desaforado ajeno a mí que abarcó todo mi mundo, hasta los sueños.

La huella física empieza a hacerse patente. He perdido mucho pelo y no hago más que pintarme las uñas en un intento de frenar su deterioro. Me siento desfallecer, débil y desnortada como en un perpetuo jet lag. La Orca, en cambio, cada día más satisfecha en el cuarto cristalino.

El principio del fin ocurrió al desmayarme en clase de matemáticas. La directora quiso llamar a mis padres pero la convencí de lo innecesario de esa llamada, simplemente había olvidado desayunar y además tenía la regla. Por cierto que hace al menos tres meses que he dejado de menstruar. A los pocos días del desmayo tuve una caída en clase de educación física que me dejó la muñeca rota. En las pruebas de rayos X han saltado las alarmas. Mis huesos se encuentran faltos de calcio, frágiles, como los de una anciana de ochenta años. Mido 1,68 m. y peso 42 kilos, esa es la realidad. Mis padres se culpan por no haberse dado cuenta, tan ocupados están con mis hermanos pequeños. Aquí nadie es culpable salvo la Orca, ella es la única responsable.

Han pasado ocho meses. La mañana de primavera se anuncia a través de las rendijas de la persiana, dibujando en la pared un pentagrama mudo. Ahora pinto notas alegres sobre las líneas del pentagrama, contando mi historia como me han sugerido. Forma parte de la cura, una manera de recuperar la salud mental perdida. El diagnóstico era claro: anorexia nerviosa. Vuelvo a hermanarme conmigo misma, a quererme tal como soy. La Orca ha muerto, ha desaparecido sin dejar rastro, el cuarto de cristal está vacío y lo miro sin miedo.

No basta la fe

"Vicente mata la gente", le decíamos de pequeños para fastidiarle o también aquello de "¿dónde va Vicente? donde va la gente".

Era vecino mío e íbamos al mismo colegio. Él era el mayor de nueve hermanos y su padre era médico como el mío. El suyo oculista, el mío cardiólogo.

Bien pronto me dijo que quería seguir los pasos de su padre y hacerse médico.

Se mudaron de casa y ya no volví a verlo sino por rara casualidad en la calle. Yo, miope, era paciente de su padre, que me graduaba la vista para las gafas que desde los doce tuve que usar. Me dijo en la consulta, cuando yo ya era universitario, que a Vicente, que estudiaba medicina, le estaban perjudicando las malas compañías, "los porros y tal". Y tal.

Abandonó la carrera y se le empezó a ver solitario en alguna plaza o deambulando sin rumbo por las calles de la ciudad.

Me saludaba efusivamente y en cierta ocasión nos sentamos a hablar en un bar. Su conversación era extravagante por decirlo de alguna manera. Así sin más te empezaba a contar los escabrosos detalles de una relación íntima que al parecer le marcó bastante.

Fuese imaginaria o real a mí no me interesaba, me hacía sentir incómodo y se lo hice saber.

Entonces ¿no quieres que te cuente mi vida?

En otro momento - le dije cariñosamente para no ofenderle.

No basta la fe, también los demonios creen en Dios y por eso tiemblan.

Nunca entendí por qué dijo eso ni qué sentido tenía esa frase en aquel momento.

Algunos decían que empezó a sufrir hipocondría en cuarto de carrera y que según iba leyendo en los manuales de patología las diferentes enfermedades, físicas o mentales, él creía padecerlas todas sucesivamente, una tras otra.

Otros, que tanta droga acaba con los neurotransmisores de cualquiera.

Con razón empezaron a faltarle contertulios, nadie podía soportar al pobre hombre balbuceando sinsentidos, trastornado y empeñado obsesivamente en ser oculista, como su papá, su Dios.

Pasados veinte años, por increíble que parezca, consiguió licenciarse, de lo cual se sentía muy orgulloso. Y ciertamente tenía su mérito. Había cumplido su propósito vital, había alcanzado su horizonte existencial, ser médico. Jamás ejerció. Estaba enfermo. Demente.

Terminada su dura batalla en esta vida mortal Vicente, no es que haya muerto, pero vaga y divaga casi sin vida. Ha envejecido mal, muy encorvado y con el rostro cual paisaje de montañas desmoronándose. Sigue saludando explosivamente y luego muere.

Yo creo que equivocó su vocación, que, siguiendo la estela de otro que no era él, se obligó a sí mismo a ser lo que él no amaba. ¿Dónde va Vicente?

¿Entendisteis vosotros aquella su frase?

Estos casos son frecuentes y hacen a las personas infelices. Sin embargo yo no siento desprecio ni compasión por Vicente, aunque vaya donde va la gente, porque finalmente, y sin él saberlo siquiera, ha llegado a ser lo que en verdad quería y quizás debía ser: trotamundos.

Los buenos momentos

Sara observó a la mujer que tenía frente a sí. Probablemente no era la primera vez que la veía, pues su rostro le parecía lejanamente familiar, aunque su problema le impedía estar completamente segura de ello.

-Creo que me recuerdas a mi madre –dijo Sara.

-Qué extraño... jamás me has hablado de ella.

-Es que sólo la recuerdo en imágenes sueltas, jugando, riendo...

-Ah, es verdad… Olvidaba lo de tu amnesia disociativa… una memoria agradable la tuya. Vaya suerte, nada de malos recuerdos, ¿verdad?

-No sabría decirte. Mis recuerdos son los que son. No entiendo el significado de "malos recuerdos".

-A mí también me gustaría olvidar lo malo… Yo fui madre, ¿sabes?

La historia que vino a continuación, la del hijo pequeño listísimo y guapísimo, que se le murió de pronto, le sonó a Sara como un eco lejano.

Sabía que le sería imposible retenerla ni cinco minutos, al igual que era incapaz de comprender cualquier tipo de dolor.

Sara también tenía su propio hijo, listísimo y guapísimo, Mario. Eso lo recordaba perfectamente, porque parirlo había sido un momento feliz, a pesar de todo. ¡Cómo se metía la manita en la boca cuando le estaban saliendo los dientes! Y luego, cuando comenzó a hablar… Qué besos le daba, chillando el muá, tras decirle "¡Te quiego mudcho mami!".

¿Dónde estaría en ese momento? ¿Haciendo alguna travesura? Sara sólo recordaba las que le habían hecho reír, como aquella vez que, con cinco años, utilizó su pintalabios para regalarle un corazón muy rojo.

Cuando aquella mujer se fuera lo buscaría para preguntarle si hoy le habían ido mejor las sumas en clase, si le había tocado el turno de ser el novio de aquella niña tan mona, o si ya se había reconciliado con Albertito.

-¿No es absurdo? ¿Cómo puede morir un crío que el día anterior era solo alegría? –continuó la mujer. – ¿Cómo puede soportar un padre ese dolor?

El suicidio del marido. Era la historia que venía a continuación, recordó de pronto Sara. Era extraño y perturbador recordar algo así. Decidió distraerse de la historia fijándose en otros detalles.

Observó que la mujer vestía muy similar a ella, pero era más joven. ¿Cuántos años tendría ella misma? No lo recordaba.

La mujer siguió hablando de su esposo fallecido. Sara recordó entonces su propia boda ¡Qué nervios pasó! Pero qué día tan maravilloso.

Ya era la hora a la que solía llegar Ricardo. Seguramente le habrían entretenido en la oficina, pero era extraño porque, desde el primer día de vida en común, nunca se había retrasado a la hora de comer. ¡Cómo le gustaba comer! Era divertido verle engullir a dos carrillos. Comían los tres juntos desde que Mario fue lo suficientemente mayor para comer casi sin ayuda.

-Bueno, ¡qué tarde se ha hecho! –exclamó la mujer.

La imagen de aquella mujer triste comenzó a difuminarse en el espejo, vislumbrándose una sonrisa en su rostro mientras miraba su propio reflejo.

Ojalá no vuelvas. Déjame con mis buenos momentos. Permíteme ser feliz.

Ada

Chasqueó tres veces los dedos y la persona junto a ella despertó. Al verse de rosado rió complacida.

—¿Cumpliste tu deseo?

—Sí, gracias; gracias —sonrió nerviosa y, antes que abandonara la habitación, escuchó a Ada pedirle, que dejara entrar al que estuviera esperando fuera…

Una mujer de unos cuarenta años entró. Se recostó en el sofá y Ada le preguntó cuál era el deseo que más la atormentaba.

—Siempre he querido pasar mis vacaciones en Cancún —varias veces más repitió la oración.

—Mire fijamente al movimiento del reloj y deje a su mente visualizar el lugar anhelado, mientras la vence el sueño… —una hora más tarde, y luego de chasquear los dedos la paciente abrió los ojos y vio su piel curtida por el sol.

El olvido de Cipriano

    Esa mañana, cuando Cipriano llegó hasta la puerta del patio de su casa, miró hacia todos los lados, tratando de encontrar con su cabeza aquel pensamiento que lo había llevado hasta allí, pero su búsqueda fue inútil porque ni siquiera, el hilo acuoso de color marrón que bajaba por una de sus piernas se lo recordó. Una mujer, que estaba regando el extenso jardín y que últimamente Cipriano veía todo el tiempo, lo observó mientras sus excrementos le llegaban hasta los pies, entonces, en un esfuerzo por no escandalizarse, lo llamó con la mano, en tanto le mostraba el chorro de agua fresca que salía por la boquilla de la manguera. Él salió corriendo, embadurnado en sus eses, acordándose felizmente, que no había mayor placer, que el de jugar bajo la lluvia. La mujer, de manera cariñosa, le pidió que se quitara la ropa y Cipriano, obediente, lo hizo hasta quedar completamente desnudo bajo el chorro refrescante, mientras ella intentaba quitarle la mierda del cuerpo.

En ese momento, una muchacha, que acababa de despertarse de una noche difícil por el desvelo de Cipriano, al que trató de cautivar leyéndole el Principito, salió presurosa para saber qué estaba pasando, pero la mujer que sostenía la manguera, le hizo un ademán con la mano para calmarla y la invitó a ver la felicidad de Cipriano que, con los brazos hacia el cielo, saltaba sobre los charcos que se habían formado en el suelo, entonces, la joven, se mantuvo quieta y guardó aquella imagen para siempre, donde su mamá, sosteniendo una manguera, hacía diluviar sobre la tierra para que Cipriano, su marido, aquel viejo que se había convertido otra vez en niño y quien se había olvidado de todos, volvía a sonreír para que ella pudiera tener un último recuerdo feliz de su padre.

Sonríe

    Cada día siento que mi camino está nublado, con carteles en latín que me alertan sobre la pérdida total de esperanza. La pasión y las ilusiones me mantienen en un círculo durante algún tiempo, pero mis pasos se siguen extendiendo hacia el final con una curiosidad que sobrepasa toda contención. Por suerte, cuando me paro frente al espejo siempre veo a mi amigo Charlot, un tipo vestido de negro, con bastón carcomido, que hace chistes y sabe levantar los ánimos. Si lo miro con atención imagino que es una suerte de payaso, pero en secreto pienso que es lo único que mantiene a flote mi salud mental. Creo que su sonrisa perpetua sabe hacer lo suyo, conoce trucos para alejar la lluvia, aunque muy pocas veces logre hacerme reír. A veces sí me alegra y entonces presto atención, asiento como alguien que ha perdido la risa y sin embargo no puede parar de reír. Hoy es uno de esos días, y estoy frente al espejo mientras Charlot tose y sonríe. Quizá pudiera ser de otro modo. Situar a Charlot en este lado del espejo e intentar una alegre sonrisa, pero no quedaría igual. Charlot tiene algo. Le imprime a su rictus una felicidad que me hace sentir que tengo mucho que vivir y sentir, que existen demasiadas razones, aunque mañana las razones se desvanezcan y otra vez necesite inventarme nuevos motivos.

"Una sonrisa cuesta poco y produce mucho", me dice Charlot y yo lo miro, condescendiente.

"No empobrece a quien la da, y enriquece a quien la recibe", añade.

Hace girar su bastón frente a mí. Me mira con extrañeza.

"Dura solo un instante pero se queda en el recuerdo eternamente", dice y empieza a inclinarse hacia el suelo, como una metáfora visual de lo que ocurre dentro de nosotros cuando no reímos.

"Nadie tan rico que pueda vivir sin ella", dice, "y nadie tan pobre que no la merezca…"

"Una sonrisa alivia el cansancio y renueva las fuerzas", dice Charlot finalmente, sentado en el piso, y se quita el sombrero.

Entonces aplaudo, muevo la cabeza hacia los lados y digo: "Bravo, bravo". Emocionado, alegre. Y eso es todo lo que dura la actuación. Eso es lo que hacemos mientras la tarde se va y pensamos que a lo mejor no son necesarias demasiadas ilusiones para reír y ser felices de todas formas.

Lo único raro de cada actuación es que Charlotcontinúa riendo aún después que se ha terminado la actuación, aun después que me he alejado del espejo.

Primer paso en falso: la infancia

    La ventana en la que estoy apoyado apunta hacia las filas desordenadas de mariposas, colibríes y cruces que completan la imagen del cementerio. A escasos metros, continuando en línea recta por el camino terroso del costado izquierdo, y por el cual también corre un río cristalino que baja de las montañas con la bruma del alba y se despide con los últimos vestigios dorados del atardecer, un bosque frondoso, imponente y hasta diría soberbio por su extensión, me seduce a inhalar tiernamente la pureza de su vida, que no es la mía.

Alguien, alguna vez, me contó un cuento de un lugar que rozaba la tersura del paraíso. Con el tiempo, mi mente dio ciertos vuelcos. En sí, mi salud se deterioró y mi cabeza no resistió los embates a la que estaba sometida. Perdí mi trabajo, mi novia, mis amigos. De cada uno de ellos, sólo vislumbré su espalda, su nuca, su abandono. La palabra loco trajo a mi mundo un devenir de sinónimos inexplicables: demente, tarado, enfermo, etcétera.

¿Qué podía hacer, más que refugiarme en la historia que me hacía feliz? Los excesos me doblegaron, me maniataron y me hicieron ser una persona que no era, o que tenía muy escondida, allá atrás del alma; allá, donde la luz no llega. Y continué, hasta descascararme poco a poco. Un día fue la gota de sangre, otro día fue el encierro y otro día fue la oscuridad total, absoluta, solitaria.

Entonces, me internaron. ¿Quién?; no sé. Pero la ayuda llegó. Recuerdo que yo estaba en huelga con Dios. Mis problemas eran demasiados. La sensibilidad me azotaba cual párroco flagelándose sus propios pecados. Mi herida, amplia e impotente, sólo quería desaparecer de mí, de lo que ya no podía sostener.

Hice lo imposible. Logré que mi sombra sangrara y empezara de nuevo. No soy la persona que quiero, pero tampoco puedo ser la que fui. La ansiedad, muchas veces, cuando las semanas parecen décadas, siglos, me confunde. ¿Qué hago, cómo respondo? Camino. Camino mucho, por todo el parque, por todos los pasillos que encuentro, por todos los recovecos que anidan las ratas. Hay que saber interpretar. Como ahora, que estoy apoyado en la ventana del lavadero que apunta hacia las filas desordenadas de mariposas, colibríes y cruces que completan la imagen del cementerio. Y mientras la noche entra y es saludada por los habitantes del bosque, yo, pesaroso y triste, abro los ojos y me miro en el reflejo del vidrio. Afuera cae la nieve, pareja, simétrica. Adoro el frío, porque me recuerda al niño que nunca cambió su sonrisa desobediente por el dulce y placentero chantaje de una taza de chocolatada caliente. Al final, perder fue mi logro: me hizo ganar una derrota.

Probaturas

    La viudedad supone un estado civil mayoritariamente femenino, pero Eulogio contravenía la estadística con la suya. Esa condición, arrastrada desde hacía ocho años, cuando Matilda abdicó de la Tierra por un genocidio en el páncreas, le había llevado a vivir solo desde entonces en aquel pueblo enclenque de padrón, pese a la insistencia de sus dos hijos de que se instalara con ellos, a meses alternos, en la ciudad. Pero él ya había decidido acabar de envejecer en su casa natal hasta su retiro a esa dimensión donde no proliferan las nubes.

Los hijos se acercaban por el pueblo en domingo y por agosto. Padre, a secas, como lo habían aludido desde siempre, fue perdiendo, con el transcurrir de Pascuas, fortalezas, centímetros y firmeza de pulso, aunque dentro de parámetros razonables de degradación para sus 83 años que todavía le daban para jugar a la rutina independiente del guiñote en el hogar del jubilado.

El rasero que utilizaban los hermanos para medir su grado de conservación lo determinaba el vino. Seguía consumiendo su aproximado medio litro diario, segmentado en dos vasos por comida y cena.

–Padre sigue con su dosis, envejece, pero sin fragilidades añadidas – trasladaba el hijo que permanecía en la capital al que se había visto obligado a emigrar a una conurbación asiática para mantener productiva su destreza con los planos.

Sería por las propiedades del vino o por genética que Eulogio no enfermaba. Desconocedor, por su maridaje con el trabajo desde los nueve años, de los entresijos del ADN, atribuía al vino su escaso trato con los médicos. No le provocaba la bebida una exaltación de la euforia, ni canturreo, solo un soporcillo nocturno que lo aproximaba al sueño mientras la tele emitía para nadie.

Pero hace un semestre comenzó a olvidar los números pares, a dejarse la puerta y la bragueta abiertas, a no desayunar los martes. Al principio atribuyó aquella merma de su salud mental a un sarpullido de despiste, hasta que un humedecerse espontáneo de pantalones le desató la percepción de que el serrín debía estar colonizando territorios intracraneanos.

El arquitecto regresó del trópico, divorciado y flaco, con una disposición enternecedora para cuidar a un padre incontinente que había perdido la capacidad para nombrar a quien él mismo le escogiera el nombre. El Alzheimer se había presentado abruptamente para desposeerlo de cualquier atisbo de jurisprudencia vital.

–Avanzará deprisa –profetizó el neurólogo.

Eulogio, sin embargo, aparentaba felicidad. Desprovisto de cualquier signo de ira acompañatoria de la enfermedad, sonreía cuando el buen hijo le incitaba a elevar su vaso de vino (reducido a uno por comida, desoyendo las indicaciones abstemias del especialista) y brindaban por la recuperación de los rinocerontes en India, por los trescientos de Leónidas; algunos días por madre. Y a padre parecía que tras la ingesta se le aclaraba la mirada, incluso algunos lunes hasta recordaba su nombre.

Motivado por lo favorable del empirismo, el buen hijo decidió recuperar el segundo vaso de vino en las comidas, a ver cómo le sentaba…