jueves, 30 de abril de 2020

Reflexiones de un psicoanalista solitario

Hace mucho frío.

El sol brilla pero algunas nubes llevadas por el viento a veces velan al astro.

Es la mañana y desde adentro miro el jardín a través de la ventana amplia.

Este recinto es cálido. La madera predomina en los escasos muebles y los cuadros no destellan en colores.

Después de un rato de espera hago mi trabajo y cobro el dinero.

Este clima seguirá durante la tarde, cuando aprovecharé un rato libre para andar en mi auto por la carretera solitaria, descubriendo los secretos del bosque.

Me siento bien dentro de mi ropa abrigada. Hoy el café está más sabroso. Las tostadas crocantes las como así, solas, sin untarlas. 

Me avisan de la siguiente entrevista. La persona habla. ¿Me habla? Después se va y quedo contemplando otra vez lo que hay tras la gran ventana. Me gusta que las cortinas estén corridas. 

Salgo un momento a buscar un papel administrativo y afuera el clima cambia. Hay silencio. Poca actividad. Ya casi concluye el día laboral para mí. Termino mis informes y quedo libre pero no me voy aún. Me gusta estar aquí. Pienso. Reflexiono. 

¿Soy feliz? 

¿Dónde está mi depresión reactiva por una pérdida? ¿Es tiempo ya de haber elaborado el duelo? 

¿Simplemente ese objeto ocupó un lugar sin haber sido un sujeto? ¿Qué podemos decir nosotros profesionales de la salud mental sobre nuestras propias indefensiones?

El sahumerio se apaga pero el aroma a pinos se queda y lo hará por largo rato, escapando fuera de este cuarto.

Quiero que en un día así estés conmigo.

Te sigo amando.

Céfere

Una palma real, un aguacero, ambos en subasta sobre blanquísimas sábanas.

Era Céfere en decúbito supino. 

Para los comunes, incluyendo a la cámara inglesa, solo un cúmulo de acciones iniciadas en el pasado y concluidas en el pasado, un tenue copretérito. Para los propios, la gran posibilidad, el acechante y terrible subjuntivo. 

Recuerdo la algarabía de todos tras el abrazo sudoroso, sudaba como una letanía, cándida y extendida, y el maletín repleto de cajetillas de cigarros ante los ojos apulmonados de hermanos varones empedernidos en una de tantas escaseces de fumarola. Jamás volví a ver tanta alegría reunida, tampoco tantas cajetillas de cigarros. 

Dedos de falanges distales hipertrofiadas escrituralmente, dedos que apuntaban a cualquier parte como arqueros desquiciados por la inevitable toma, de bárbaros, de la muralla de la ciudadela. 

Verso genuino, de campiña, rocío y esdrújulas mariposas. 

La pisada de un charco en cualquier camino; me inclino ante ti como un clavel al mediodía o sobrevivir a todos los días del diluvio, cercenaban su prisma tremendo de salud mental anquilosada. 

Una vetusta fotografía de un escolar de su mano y árboles, recordaba en la mitad de la sala de la casa de la abuela, que era y pudo haber sido papá. 

Siempre le jodí, y él lo disfrutaba, sobre la posibilidad, no esquiva, de que padeciese alguna rara condición emergida de una hipoxia continuada, anoxia a intervalos, dada por los requerimientos hemoglobínicos de su falo. 

Una vez estuvo, me contó, en el balcón de alguien que vivía cerca de Lezama y que le vio, se vieron, y yo juicioso, aseguro que si se vieron pues Lezama se la tuvo que haber visto y así inspirarse en su estruendoso Farraluque. 

Sonrisa de auspicio de todas las alegrías. Sonrisa de croissant. 

Tuvo varias suturas cefálicas y cambios de dentición recurrentes gracias a su facilidad, jamás precaria, para caerse de la cama. 

Algo llegó a convulsionar una que otra vez, demasiado verso ovillado, demasiado verso por desovillar. 

Sátiro más allá del desenfreno, robó besos increíbles y acumuló muchos más intentos fallidos, besos en tentativa. 

Le corregí y me corrigió algún que otro verso imposible. Hicimos a dos manos un poema que no encuentro, un verso cada uno, tiro a tiro, como la hechura de sandalias por gitanos jamás vendidas en un mercadillo a las afueras de Cádiz. 

Cruzaba las piernas cual si pareciese un adulto exacto, y miraba con par de niños al borde de un río serrano en sus pupilas. 

Le costaba hacer silencio y jamás tuvo dinero. 

Su única ostentación era recordar. 

Planificaba travesuras constantemente y derramaba siempre comida sobre la mesa con una ingenuidad proverbial. 

Gustaba de las frondas, los cagüayos y los colibríes. 

Una mujer desnuda atravesaba sus dibujos. 

Todos sus arroyos confluían en otros arroyos. 

No metamorfoseaba, era la pureza en múltiples estados de pureza. 

Jamás se inflamó. 

Todos los fuegos fueron repartidos equilibradamente en el resto de la familia, yo incluido. 

Suelo abrazar con un solo brazo, incluso después de leer "El libro de los abrazos". 

Nunca he abrazado tantas veces, con los dos brazos, a un ser humano. 

Su subjuntiva existencia asegura, al menos a mi, que puede aparecer y darme un abrazo sudoroso de versos inacabables, para así poder abrazarle otra vez, con los dos brazos. 

El ascensor

̶ Mamá, ¿por qué nos bajamos del ascensor?

La madre de Delia ignora la pregunta de su hija y se dispone a subir los peldaños a pesar de que viven en una séptima planta, dejando atrás a un muchacho ausente y a un padre al borde de las lágrimas.

***

̶ Mamá, mamá ¿puedo subir yo en el ascensor? Están Arnold y su madre.

̶ ¿Cuántas veces te he dicho que no? Haz el favor de subir las escaleras sin rechistar.

Delia se gira y susurra una disculpa a las dos personas que están en el ascensor esperando, que al menos una de ellas le escuche. Después asciende a regañadientes.

***

̶ Mamá. No lo entiendo. ̶ Grita Delia a la vez que da un portazo al entrar en casa. ̶ Siempre haces lo mismo cuando está cerca.

̶ Parece mentira que con la edad que tienes aún no te hayas dado cuenta de que está loco. ̶ vocifera su madre sin una pizca de arrepentimiento.

̶ ¿De verdad piensas que está mal de la cabeza?

̶ Claro que sí. ¿Qué clase de pregunta es esa? No habla con nadie, siempre tiene la mirada en otra parte, es el peor de a clase y no tiene ni un solo amigo.

̶ ¿Pero te estás escuchando? Lo que acabas de decir no tiene ningún sentido. ̶ Delia inspira e intenta tranquilizarse con la intención de abrirle los ojos. ̶ Arnold es autista, pero no está loco ni hay que encerrarle en un manicomio como llegas a pensar algunas veces. 

̶ Mira Delia, no quiero discutir. ̶ Le interrumpe. ̶ Vete a tu habitación y no vuelvas a sacar el tema.

̶ Como tú digas, pero que sepas que sí que tiene amigos.

Esa tarde Delia pasa horas llorando en su cama. No llega a comprender por qué su madre se comporta de ese modo. Lleva años intentando mantenerla alejada de él, sin embargo, Arnold y ella han estrechado lazos. Poco a poco Delia ha conseguido ganarse su confianza y entender su forma de ver el mundo.

Mientras tanto, en el salón, la madre Delia busca información sobre el autismo y descubre que a las personas con Trastorno del espectro autista les cuesta comunicarse y relacionarse. Que piensan y se organizan de una forma diferente, pero que siguen siendo personas con corazón y sentimientos.

***
A la mañana siguiente, cuando madre e hija regresan de hacer la compra, vuelven a encontrarse con Arnold en el ascensor, aunque al contrario de otras veces, no se bajan de él.

̶ Arnold, ¿quieres venir a casa? ̶ Por primera vez, Dévora le mira a los ojos.

̶ Muchas gracias, pero hoy tengo clases de pintura.

̶ No pasa nada. Puedes venir cuando quieras. ̶ Le sonríe bajo la mirada sorprendida de Delia.

Ese mismo día, cuando Arnold se presenta en su casa, Dévora le invita a entrar sin importarle que sean más de las doce de la noche.

Compañeras de piso

Hace mucho tiempo que tengo una compañera de piso. Nunca quise convivir con nadie y jamás puse ningún anuncio de alquiler de habitaciones. Ella vino sin avisar y todavía no entiendo cómo llegó, quién le abrió la puerta, por qué me escogió. Llevo días preguntándome desde cuándo está aquí. Nada ha cambiado para que viniese, quizá ese sea el problema. Cada noche se tumba conmigo, la siento, cierro los ojos con la esperanza de que al día siguiente ya no esté. No obstante, se aferra a mí con todas sus fuerzas y no consigo soltarme. Me acompaña a todas partes, me sigue, ¡no me deja en paz!

Paz, eso es lo que necesito. Cuando mis padres me pusieron ese nombre, pensaron que sería todo lo que les traería.

- Solo se requiere Paz - decían.

- Solo te necesitas a ti…- repetían.

Me necesito, lo sé. Sin embargo, ella me puede y cada día me va ganando una batalla. Ha conseguido que ahora lo único que quiera sea alejarme de mí. Salir de este cuerpo para que ella me deje tranquila, pero nada, imposible, no se va. Me frustra, me abraza, me envuelve. Quiero gritar, pero ella me lo impide. Me domina.

Mis hijos me miran y me preguntan por qué estoy todo el rato con ella, por qué no la echo de casa, de mi vida. ¡Cómo si fuera tan fácil! ¿Se piensan que yo no quiero que se vaya? ¿Se creen que a mí me gusta sentirme así? No lo entienden, no me comprenden. Mi pareja dice que está aburrido de mis llantos, que tengo todo lo que necesito para ser feliz, que no entiende por qué tengo que vivir con ella. 

- ¡Pues vete! – Le dije a él, no a ella. Porque ella consigue que aleje a todos los que me rodean. Paz, eso es lo que necesito. Ellos no me la dan.

Cuando noté que alguien estaba conmigo, fui a un especialista. Me la diagnosticaron y me recordó a los anuncios de compresas, en los que una mujer vestida de rojo toca tu puerta y te dice: «Toc, toc, soy tu Menstruación». Aunque mi compañera de piso no viste de rojo, viste de negro y nunca tocó mi puerta para avisar de que llegaba, nunca me dijo amablemente: «Toc, toc, soy tu Depresión». Ella vino poco a poco, como el polvo que se va acumulando en tu casa, despacio, sin que te des cuenta, hasta que un día las pelusas se acumulan en cada esquina, avisando de que es tiempo de limpiar.

Pero ella no se marcha ni pasando la aspiradora en mi mente y corazón. He pedido ayuda, voy al psicólogo. Me hace hacerme preguntas que a veces no quiero responder, dice que tengo que hacerlo, para que se vaya. Ahora hay días en los que me siento más fuerte y puedo con todo. Otros en los que no consigo escucharme. Pero pronto, Paz, pronto. Te necesitas.

Primera sesión con Alejo Norman

El paciente refiere ansiedad y culpa debido a sus trastornos de comportamiento.

Su austero auto sólo puede transitar en los carriles a ras del suelo, pero como todos se conduce sólo, y este avance tecnológico, del que hace décadas disfrutamos todos, lo hace sentirse inútil.

Rehúsa actualizar su guardarropa, cuando una persona normal lo cambia, en promedio, cada tres años, él lleva diez años utilizando la ropa de su bisabuelo, aunque tiene suficientes medios para renovar su vestimenta.

Una de las cosas más peculiares, de su trastorno de personalidad, es que sólo le gustan las mujeres que han nacido siéndolo, sin importarle la libre elección de sexo que tantas luchas ha costado a la humanidad; y todavía peor, prefiere a las mujeres con senos en forma de pera que a las que acorde al uso de nuestros tiempos tienen senos esféricos y altivos, moldeados a conciencia y sostenidos por el corsé subcutáneo; él prefiere a las mujeres del más bajo estrato social que no tienen acceso a estos avances cosméticos. (Ante estas declaraciones tuve que contenerme para no vomitar).

Analizando el caso he llegado a la conclusión de que el comportamiento y los gustos de este hombre son similares a los de un hombre nacido hace más de cien años, aunque sólo tiene treinta, igual que yo.

Será un interesante reto, para mí como psicólogo el reincorporarlo a la normalidad social y a la salud mental.

Diario de una chalada

Asique he decidido medir muy bien lo que cuento a partir de ahora. Porque estoy cansada. Cansada de que se me juzgue más que a otros por mi "afección". Bueno, realmente no es que me juzguen, es más bien sobreprotección, derivada de la desconfianza que genera el hecho de que padezca una enfermedad mental. Como si ésta me definiera, como si todo lo que hiciese fuese fruto de picos de locura. Como si no dispusiera de pleno juicio, como si mi razonamiento estuviese mermado por un trastorno.

Ten cuidado. 

No tomes decisiones ahora que es primavera y sabes que te afecta. Como el otoño. 

Date unos días para meditar, puede que estés siendo algo impulsiva. 

No sé si deberías… 

¿Seguro qué eso no va a alterarte?

Te noto nerviosa, ¿quieres tu ansiolítico?

Sabía que no era buena idea… no puedes tomar ese tipo de decisiones sola…

Mejor quédate aquí anda… el estrés de *cualquier situación* puede ser más perjudicial que beneficioso, no merece la pena arriesgar… 

Y un largo etcétera de un sinfín de frases paternalistas que no paro de escuchar por parte de mis padres, mi pareja, mis amigos, mis médicos… parece ser que un "loco" no tiene derecho de equivocarse o asumir riesgos por si le da un brote enajenación que afecte al equilibrio de su entorno. 

En el momento en el que te diagnostican cualquier tipo de enfermedad mental, y da igual si es una pequeña depresión o el tipo más severo de esquizofrenia, pasando por todo el espectro intermedio, te conviertes en un ser delicado. O en una bomba. Una bomba de esas que explotan si las tocas. Entonces te envuelven en papel de burbuja, cinta aislante, perfiles de espuma, chips de relleno y te meten en una caja de cartón nido de abeja. Para que no explotes. Porque todos sabemos que pasa si una bomba explota. Arrasa, y no se conforma con destrozar lo que tiene al lado, sino que se expande, creando un radio de destrucción considerablemente grande. 

Y por eso, hoy, después de contarle a mi mejor amiga que necesitaba retomar el contacto con un viejo amigo y escuchar los "no lo necesitas, sabes que no te conviene, solo estás pasando por una de tus fases y quieres hacer algo nuevo pero es una tontería"; de escuchar a mis padres hablar de mi a mis espaldas, dilucidando acerca de como me veían, si mi voz era distinta a otros días, si mi mirada estaba más o menos perdida, etc.; de que mi novio me volviera a mirar como quien mira a un cervatillo desvalido… he decidido tomar mis decisiones en silencio. 

No quiero más compasión, más condescendencia. Tampoco que sigan hablándome con el miedo de romperme como a un vaso de sidra con solo rozarlo. 

No soy mi trastorno. Soy yo. Y pienso empezar a vivir en sintonía con mi alma, y darle la importancia que merecen mis disparates mentales, porque no me parece correcto no asumir mi oficio de "loca". 

La identidad

-Tienes buen aspecto, Margarita- me dice el jefe de estudios mientras se acerca para darme la mano.-Parece que hubieras rejuvenecido, ¿eh?

Le sonrío forzadamente. Si supiera cómo me siento, las ganas que tengo de gritarle y que, sin embargo, tengo que contener por eso de las apariencias, estoy segura de que no se atrevería a decirme una tontería así. Mi cardiólogo ya no se atreve a proferir tales expresiones y poco valgo o este tampoco tardará en dejar de tomarse estas confianzas. Le contesto:

-Después de seis meses de baja, en los que no me has llamado ni para lo bueno, ni para lo malo, lo normal es que haya estado en la gloria. De todos modos, al menos un mensajito por el whatsapp, ya podrías haberme mandado, ¿no?

Es lo que me dice mi psiquiatra, que no me calle ni una, pero seguro que censuraría que adopte un tono tan borde; preferiría que no fuese tan cortante, tan directa, tan maleducada. Pero en mi profesión, la de la enseñanza, hay mucho hipócrita, mucho remilgado y es mejor no andarse con diplomacias ridículas.

Esta mañana, aún en casa, pensaba que me iban a notar enseguida que voy empastillada, yo que siempre había creído tanto en la fuerza de voluntad y en la disciplina y que de repente me veo tomando píldoras para dormir por las noches y para afrontar los días con ánimo. Me he repetido que la muerte de mi hermano en el accidente, el infarto que me dio en su funeral y los diez días en la unidad de cuidados intensivos, no son una debilidad, sino, como me inculcan en terapia, la demostración de que la vida no es cuadriculada y es necesario adaptarse. Y la renovación ha incluido, contra mis propios principios, la salud mental y la física, las dos al cincuenta por ciento.

Mis palabras con el jefe de estudios han producido el efecto lógico: no ha tardado en desaparecer y mis compañeros están en la sala de profesores incómodos, esperando que sea otro el que se atreva a cruzar unas palabras con este miura. Mientras tanto, parsimoniosamente recojo mi estuche, los libros, mi portatizas y me pongo la bata blanca, esa con la que tanto he soñado y que, incluso, había pensado que nunca más vestiría. Me dispongo a salir con toda la dignidad del mundo hacia mi clase, cuando María Luisa me alcanza y me dice:

-Si no te importa, te acompaño. Te he echado mucho de menos; he rezado todos los días para que te recuperaras pronto y no tardaras en volver. 

Le doy las gracias y le sonrío. A lo mejor no advierte que no soy la misma, me digo.

Conversando amistosamente hemos llegado a la puerta de mi aula. Cuando los alumnos de tercero vienen corriendo y me estrujan como a un limón, entre gritos y llantos, es entonces cuando sé que no ha cambiado nada y que estoy por fin de nuevo en mi sitio.

Disertación en la esquina

Me encontraba con mi novia Sheila sentados en la mesa exterior de un Starbucks. Mi novia miraba el celular, mientras yo contemplaba lo que pasaba a mi alrededor. Era mi primera vez en Filadelfia y trataba de captarlo todo: la luz, los sonidos de la ciudad y el estilo de la gente. Con la mirada perdida en la esquina, un hombre con barba larga y desaliñada entra en mi campo visual con su bicicleta y dice:

En este país no hay libertad de expresión.

Creí que me hablaba a mí y respondí con mi mejor inglés y mi marcado acento rio platense: 
¿Por qué lo dices? Creo que aquí puedes expresarte libremente.

El comenzó una disertación, dando lo que parecían ser sólidos ejemplos de su afirmación, citando la constitución y algunos hechos de la historia popular de Estados Unidos que eran incluso familiares para mí como extranjero. Le refuté algunos conceptos alegando los hechos básicos como el vivir en una democracia y en un estado de derecho, que construyeron un debate cálido e interesante que duró unos hermosos 5 minutos.

Nuevamente, él volvía a aportar más datos enriquecedores ya desconocidos para mí, pero al parecer era una persona formada en el tema. Aunque me preguntaba cómo es que sabía tanto. 
Ronald Reagan es quien busca desde hace años restringir las libertades en el mundo, junto con los miembros de la sociedad secreta del Underground Rail Road (tren subterráneo), 
Pensé que estaba muerto. ¿Cuántos años tiene ya? ¿Reagan sigue influyendo en la política?
Sí, el mueve los hilos en este país. Él y los miembros de la secta, como J. R.R. Tolkien, buscan bloquear la libertad de expresión.

El nombre me era familiar, pero supuse que era un apellido común en esta parte del mundo. Tal vez había un Senador o un Diputado que desconocía con ese apellido.

Giré la cabeza, miré a mi novia y le pregunté quién era el tal Tolkien. Ella me contestó lentamente, con un tono de incomodidad y una mirada aterrada, que estaba hablando del escritor.

Miré al orador, pero antes de que pudiera decir algo, siguió con su disertación, explicando que J.R.R. TolkIen y Ronald Reagan eran ambos miembros de la secta, todos ellos vinculados por la “doble R”. La Rail Road buscaban raptarlo a él para llevárselo a Inglaterra. Y si él dejaba los Estados Unidos, sería el fin del mundo.

Volví mi cabeza hacia ella e hice la seña para irnos. Nos pusimos de pie, le deseé éxito al caballero y nos alejamos de allí.

Tras caminar unos 20 metros le dije a Sheila: 
Éste está medio loco.
¿Medio? Éste es loco entero. Sólo a tí se te ocurre hablar con alguien que grita cosas al aire.

Nuestro paseo continuó y siempre me pregunto en qué andará aquel delirante, cuál era su problema y si tiene a alguien en casa que lo baje al mundo de los cuerdos.

Títanes

Pesada, reiterativa, cansina, tienes que ser normal, no tienes conocimiento...u otros miles de lindezas que tienes que escuchar de la gente que no te entiende, ni siquiera los que viven contigo, tu familia o algunos que se hacen llamar tus "amigos". 

Esa es tu realidad diaria, la interna, con la que convives, luchando todos los días como un titán, contra tí misma e intentando mantener tu salud mental en perfectas condiciones para que el resto del mundo con el que convives no te eche nada en cara de si eres rara, te comportas mal o siempre "estás cabreada".

Tu mente vive en una lucha de titanes contínua porque no te encuentras bien, no sabes por qué y te lo preguntas siempre, pero tienes doble trabajo porque aparte de tus luchas internas están las externas. 

El tiempo no va a parar porque esa mañana no tienes fuerzas para levantarte y seguir, pero al final, como tu titán, lo haces, avanzas y te vuelves a activar con tu disfraz de luchadora para seguir adelante, porque el tiempo no se para para nadie. Pero no siempre es así…

A veces, encuentras en el camino a otros titanes como tú, o tal vez más grandes. Personas como tú, que llevan sus luchas internas, que sufren, que lloran en silencio, que están rotos, pero continúan su camino y su viaje y entonces...te inspiras para seguir. Y lo haces…

Continúas tu lucha y tu viaje...por ti. Al final, no lo haces más que por nadie, solo por ti, porque hay algo en tu interior que tira de ti esa mañana que no quieres levantarte, porque hay algo que te sigue queriendo hacer ser mejor, tener ese control, crecer y superarte, aunque a veces, no sepas muy bien lo que es. 

Por todo ello, queda claro que los titanes y sus luchas existen, aunque sea en nuestro interior y es maravilloso cuando encuentras a otros titanes en el mundo que sabes que quieren cambiar esto como tú, que te van a aceptar, tal y como seas y que están de tu lado con ese disfraz de luchadores dispuestos a cambiar el mundo.

La Rosa

El sigiloso susurrar de un pajarillo me despertó. Aún no había amanecido. La rosa permanecía intacta sobre la mesa como si se hubiera detenido el tiempo.

En mi mente hay mucho ruido…

Y va pasando la vida... Y surcas mares, montañas, valles, afluentes y ríos… en busca del amor perfecto. El amor puro, el amor verdadero. Te levantas cada mañana y te miras al espejo. Continúa el anhelo. Calles desiertas, luces apagadas, silencio. Una sombra, un susurro, crees tenerlo… Tus sábanas de seda continúan en silencio.

Cual serpiente tú te arrastras en busca de tu consuelo. Y la serpiente se ahoga con su propio sufrimiento. Sangre derramada, no puedes detenerlo.

En tu mente detienes el tiempo, refugiándote en un pasado incierto. Inocencia infantil. Para nada sirve eso. Tus sábanas de seda recogen los llantos del desconsuelo.

Por fin, crees tenerlo. Y le miras a los ojos y, al coger su mano, sientes que vibra todo tu cuerpo. Eso solo es el principio. En el transcurso de los días vuelves al mismo infierno. Y abandonas todo, tu familia, tu vida, tus amigos, tu cuerpo… Y vuelves a mirarte al espejo. Tu ser, poco a poco, se consume en cada intento…

Un viaje inesperado, el deseo de evasión. Consigues arrancar tus cadenas y cielo y tierra retumban… Gritas, saltas…. Un corazón irracional respira.

Infinidad de recuerdos, moviendo una tierra infinita, hieren tus brillantes ojos. Perdida tu mirada en la amargura misma. Esa no es tu vida. Y cierras los ojos…

Deseos irrefrenables, irrefrenable pasión al calor de una magia indescifrable envuelta en llamas… Y te observas… y de nuevo gritas y te lanzas al infinito mar disfrazado de falso amor.

Las caricias y los besos, abrazados a las promesas y los sueños, en el mismo mar se van perdiendo. Y el mar, poco a poco, empieza a rendirse y comienza a aplacarse el fuego. Abres los ojos y te observas… lágrimas inundan tu cuerpo, la herida de tu mente va desvaneciendo.

Amanece un nuevo día; la rosa continúa intacta. Una inerte araña se oculta bajo su tela. 

Sonrisa

Desde su cama, envuelta en unos gruesos edredones, Celia alargaba su brazo hacia la mesilla de noche buscando su sonrisa. Cogía su teléfono móvil para encenderlo y encontrar el habitual mensaje diario de: buenos días, cariño, que iba acompañado de un emoticono sonriente. Inmediatamente, como si de un acto reflejo se tratara, aquella sonrisa virtual se proyectaba en su cara.

Desde el otro lado del globo terráqueo, Martín escuchaba los pasos de su perro, que se dirigían hacia su cama todas las mañanas. Al principio, embotado por el sueño, no reaccionaba. Pasados unos instantes, sonreía mientras veía a esa bolita de pelo blanco ondulado, que iba corriendo hacia él, con la boca abierta.

En España, Eva abría sus ojos en tiempos de confinamiento tras horas de quietud y descanso. Su primer pensamiento era que había pasado el año más duro de su vida, debido al fallecimiento de su pareja y ahora se encontraba mucho mejor. Sus únicas tareas diarias le fascinaban: comer, hacer ejercicio, leer y escribir. 

El ejercicio desactivaba su ansiedad, proporcionándole estabilidad mental y un sentimiento de superación, ya que nunca había logrado adquirir ese hábito motu proprio. Llevaba un mes y notaba su cuerpo más firme.

Por otro lado, nunca había tenido una rutina de escribir y era consciente de lo positivo que resultaba ese hábito diario. En sus textos, trataba todos los temas que le apetecieran, dejando que se escaparan pensamientos. Cada día, escribía sobre un tema junto a un buen amigo, que le enviaba otro texto cargado de alguna interesante historia con la que se emocionaba, reía, sorprendía o entretenía. Tenían este gratificante proyecto en común, que se había convertido en otro gran propósito para vivir. 

Se sentía mejor confinada, teniendo aquellos dos grandes propósitos, que anteriormente estando en libertad sin aquella rutina.

Eva no tenía pareja ni perro, pero su sonrisa brillaba en la cuarentena.

– No somos una simple consecuencia de lo que nos ocurre. Somos la interpretación de esos actos neutros que vivimos e interpretamos, dándoles subjetividad. A través de la fuerza de voluntad, podemos construir rutinas para sentirnos mejor con nosotros mismos. No sé lo que me deparará el futuro, ni me preocupa tanto como antes, porque lo que ocupa mi tiempo son mis rutinas diarias, hacer ejercicio y escribir, que consiguen hacerme sentir bien en el presente. Creo que es suficiente, porque el presente es el único tiempo que existe – pensó Eva.

También recordaba que muchas veces, tenemos que renunciar a nuestras ideas para curarnos, a través de otras nuevas. Pensaba en el duelo por el fallecimiento de su pareja, que había terminado de experimentar durante el confinamiento y se alegró de haber cambiado algunas ideas para curar aquella herida y aprender a vivir con menos sufrimiento. Terminaba su reflexión con el siguiente pensamiento: 

– La vida es un conjunto de cambios, que interpretamos en función de nuestras creencias y la salud mental depende de ellas. He decidido convertirlas en un motor de crecimiento personal. –

Mi larga cita con el debacle

Quedé por primera vez con Ernesto en un festival de cine (lo conocía de internet). Yo llegué con una amiga unas horas antes y recuerdo que quedar con él fue tan complicado (pese a encontrarnos a tan solo unos metros de distancia) que ella empezó a crisparse. Me dijo que lo sentía, pero que ya le caía mal y que si quería podía hacérselo saber. Horas más tarde, cuando por fin se unió a nosotras en un bar, la introducción fue la siguiente: "Andrea, este es Ernesto... Y Ernesto, esta es Andrea. Por cierto, ya te odia". 

Aquella noche acabamos los tres de borrachera en la playa. Cuando decidimos que era hora de dar la fiesta por terminada, nos dirigimos a nuestros respectivos alojamientos. Unos diez minutos después de seguir caminando tras despedirlo, apareció doblando una esquina y llamándonos. Había perdido las llaves de su apartamento alquilado. Unos minutos después, dormía en nuestra habitación de hotel. 

No sabemos muy bien cómo transcurrió para él el día siguiente, pero sí sabemos que acabó consiguiendo otra copia de las llaves, así que a la noche siguiente no tuvimos que volver a acogerlo. Y, de haberlo necesitado, no lo hubiera merecido. Tras las películas, había una fiesta en el embarcadero. En un momento dado de la noche, me dijo que le gustaba mucho, y que quería besarme; me preguntó que si de intentarlo se lo permitiría. No respondí. Lo cierto es que no había nada que anhelase más que un beso suyo, pero no en una fiesta, tras unas cuantas copas. Me espetó en un tono despectivo que si no quería que me besara, era mejor que desapareciese de su vista. En aquel momento abandoné la fiesta, y al día siguiente me enteré de que había pasado la noche con otra. 

Nos quedaba un día más por delante y, al final de la jornada, cuando todo el mundo se había recogido ya para emprender su salida a la mañana siguiente, nosotros tres acabamos organizando una mini fiesta improvisada en la terraza del apartamento de Ernesto. El vuelo de mi amiga salía a las seis de la mañana, así que se fue de empalme, lo cual significa que yo me quedé a solas con él. Estuvimos charlando y cantando a pleno pulmón, hasta que, ya con el sol brillando, decidimos que era mejor abandonar la terraza. Nos sentamos en el sofá y entrelazó su mano con la mía. Apoyé mi cabeza en la suya, y nos quedamos durmiendo mientras sonaban los Smiths. Al despertar, me dijo que a veces deseaba estar muerto. 

Intenté convencerme de que una relación con alguien así no tenía futuro, pero no pude y decidí apostar. Había estado con muchas personas, pero ninguna había logrado derretirme así con su mirada. Un año después, pese a su ansiedad, depresión y caos mental, el mero hecho de entrelazar mi mano con la suya sigue aportando sentido a mi vida. Solo porque algo empieza diferente, no significa que vaya a ser malo. 

No tengo ganas

—¡No lo entiendes! ¡Te lo he explicado mil veces!

—¿Qué no entiendo?

—No entiendes que no tengo ganas de nada. Que llevo un tiempo sin querer salir ni hacer todo lo que me gusta, y ni ser capaz de levantarme de la cama.

Adrián estaba harto de tener la misma discusión con su padre.

—¡No digas tonterías! Eres muy joven, tienes dieciséis años, tienes toda la vida por delante. Queda con tus amigos y diviértete.

—Apenas tengo, ya lo sabes, pero aun así no tengo ganas.

—¿Cómo que no tienes amigos?

—Sabes lo tímido que soy y lo rápido que juzga la gente, y más con las redes sociales.

—Pues quítatelas —le sugirió su padre.

—No es tan fácil.

—Sí lo es.

—Pero no es solo eso. La gente tiene prejuicios, eso no se puede evitar, pero sí se puede evitar que por ellos se deje de conocer a una persona. — A Adrián se le habían empezado a empañar los ojos. No recordaba la última vez que había llorado delante de él.

Su padre no dijo nada, solo le observaba, intentando comprenderlo. Comenzaba a notar que esto iba más allá, parecía grave.

—No sé cuándo empezó, estas cosas no tienen fecha, no avisan. Al principio pensaba que sería un bajón; pero poco a poco empecé a encontrarme peor conmigo mismo. Llegó un punto en el que no sabía para qué estaba aquí si no le hacía bien a nadie, parecía que solo estorbaba. — Tuvo que hacer una pausa, nunca le había dicho todo esto—. Tengo un nudo en la garganta que no sé desenredar, por mucho que llore todos los días no desaparece. — Al pronunciar estas últimas palabras, Adrián no pudo contener más las lágrimas. ¿Cuántas veces habría llorado ya? — No sabes lo que es que te pregunten "¿Estás bien?", y solo con esas dos palabras te entren ganas de llorar y no parar, y sin embargo, tengas que sacar una sonrisa y asentir, porque sabes que si abres la boca no podrás frenar el sinfín de lágrimas. Porque poco a poco, lo que antes era una sonrisa, ahora es una lágrima.

Tuvo que parar a tomar aire para poder seguir. Su padre le escuchaba atentamente mientras se secaba las lágrimas antes de continuar.

—Llevo un tiempo pensándolo y necesito ayuda, solo no puedo más. Me ha costado verlo pero ese es el primer paso, reconocerlo, no estoy bien. Papá, no estoy bien y necesito que lo entiendas y me apoyes, porque solo no puedo. Si es duro escucharlo, imagínate decirlo, y vivirlo.

Su padre no era capaz de pronunciar palabra alguna, no sabía qué decir. Pensaba que se le pasaría, que serían problemas de adolescentes y hormonas. Nunca llegó a imaginar todo lo que Adrián tenía en la cabeza, aquellos pensamientos y cómo le afectaban. Miró a su hijo de nuevo, sonrió y antes de que pudiera decir nada, este le dijo:
—No tengo ganas de nada, solo de estar bien.

Que tú eres

De cuantos nombres se dicen en la habitación, hasta ti sólo llega el eco romo, irreconocible. Apenas el desgastado hilo, la cuerda rala, la hebra imposible que ya no te ilumina.

Nadas o sufres.

Se han agotado las luces de la semejanza. Han desaparecido en cuidada catástrofe las muescas de los días. 

No le quedan ángulos al rostro, sólo la bonanza ausente de cuanto cumplió su pautado modo de escape. Sin expresión el labio, el pómulo saliente, el mentón que tiembla.

Tras el camisón y la sábana, el biombo, la rota hilera de puertas, los brillos del edificio donde una caterva de convalecientes te arrulla. 

Quizá alcances a saber que la niebla que inunda este espacio cada vez más ajeno, más inalcanzable, cubre una imagen: ese volumen, ese nombre, ese cuerpo que tú eras, aunque no queden ya hebras para reconciliaros.

Se encharcan los ojos sin porqué.

Nadas con un braceo imposible. 

Frente a ti, un desperdigado murmullo de pájaros, de luces estivales, de inconexos amagos de infancia. 

Sonríes enmarcada en la fotografía que tu mano abandona al azar de los dedos inflexibles: luces el pelo corto y cardado frente al mapa de rigor. La sostienes sin mirarla, sin saberte tú, sin saber siquiera que la sostienes. 

Lenta usura efervescente. 

No haces nada. 

Eres en la ventana: a lo lejos, un pájaro. No hay nada más. Hay a tu espalda hilos de voces que flotan sin reconocimiento. No hay nada.

Del marco de la ventana una diminuta araña se descuelga hasta tu brazo. La hebra de seda anuda tu piel a la del aire en virtud de sus extremos. 

No hay nada. Sólo ese trazo suspendido, ese descenso.

Comienza a faltarte el aliento de la casa: se va dibujando una mueca de ahogo en tus labios, en tus manos, que se aferran sin cerrarse. 

En la casa, perdida, reconocías los espacios irreconocibles, conservabas la lucidez última de las idas y venidas, con cautela rozaban tus suelas las losas desgastadas, sus dibujos esfuminados.

Ahora cada vez significa menos en tu ojo la luz. Te dejas llevar, paciente, pasiva. 

Nadas. 

Hay una pausa en el lugar que ocupas, que simplemente, con un cuerpo mermado, ocupas. 

Hay un umbral o un torbellino de umbrales al fondo de tus ojos, al cabo del mentón desprendido. Algunos nombres propios quedan deslavazados en el aire, víctimas de su propio esfuerzo por llegar hasta ti. 

Nadan impotentes en el aire. Se ahogan. 

Se escurren pasillo arriba las últimas sombras y hay que apagar la luz.

Ese nombre

Suelo recitar el alfabeto cada vez que olvido un nombre: «a, b, c, d…» Hasta que mi memoria se activa y puedo recordar su letra o sílaba inicial. Y luego, de a poco, logro componer la palabra entera. Se trata de un puzle de consonantes y vocales que me acompaña adónde vaya, y me resguarda –en cierta forma– de eventuales extravíos.

Pero aquel día, mis fallidos intentos se agotaban en vano. Estaba bloqueada como el ordenador cuando lo ataca un virus. ¿Será que a veces los laberintos emocionales nos juegan una mala pasada? ¿O borramos lo que podría lastimarnos para proteger nuestra salud mental? Más allá de las respuestas, esa tarde no lograba recordar el nombre de la mujer que me esperaba en la sala y se acercaba a mí, con una sonrisa afable, aunque un poco distante. 

Ese rostro me resultaba casi familiar. La piel aceitunada, bastante apagada, reflejaba muchas décadas vividas. Sus ojos negros, detrás de unas finas gafas, me escudriñaban de arriba abajo como si quisieran desnudar mi alma. Su pequeña boca, a penas entreabierta, algo susurraba. ¿Qué decía esa mujer? Mientras yo repetía para mis adentros «e, f, g…», una y otra vez. 

De contextura delgada, pero firme, su silueta mostraba cierto carácter. Si bien no era baja, es probable que se hubiera encogido con el paso del tiempo. Vestía clásica, con un jersey azul, pantalón recto y botas negras; y como única alhaja, una alianza en el anular derecho. Con una mano sostenía un Larousse y con la otra, un teléfono ya obsoleto. Sus gestos eran torpes; sus movimientos, lentos. 

«L, m…» En el salón, pintado todo de blanco, se destacaba una gran biblioteca repleta de clásicos. Antonio Machado y García Márquez sobresalían entre muchos autores renombrados, y una tableta apagada descansaba en el último estante. Sobre la mesa de arrime, varias Joker sin resolver y una taza de café medio vacía. Una chaise longue y un espejo de cuerpo entero completaban el decorado. La tenue luz se escurría entre las sombras; y nosotras dos, frente a frente.

«O, p…» ¿Quién sería esa mujer? Aún parecía imposible saberlo. Deseaba escucharla, pero nada decía. Igual que yo, permanecía callada, siempre con la boca entreabierta como si esperara responder preguntas ausentes. Su presencia no daba demasiadas señales, pero había algo en ella que llamaba misteriosamente la atención: repetía mis gestos con simulada naturalidad. ¿Acaso quería molestarme o lo hacía por simple empatía?

«R, e-se». De pronto, me detuve: «so...», balbuceé, dubitativa. –Mi memoria empezaba a activarse–. «Soraya, Sonia, Sofía». Ya tenía el comienzo, pero todavía el puzle estaba incompleto. Sílabas y letras navegaban en mi consciencia; voces en español, italiano y francés se contraponían: «sol, sole, soleil». Combinaba piezas, ensayaba palabras. Los laberintos de la mente ahora no me jugarían una mala pasada. «Sol-ange… No, Soledad», pronuncié con vehemencia. Ese era el nombre que intentaba recordar. 

Repentinamente, el rostro de alguien que se topaba contra el espejo develó el misterio. Esa mujer era yo.

Bailando sobre un pequeño hilo

A veces ni yo misma entiendo que quiero. No sé expresar que estoy triste y que lo único que necesito es un abrazo y comprensión. Por eso grito. Cuando me hago daño, acabo diciendo que lo hice porque me dejaste a solas. Haciendo que tú te sientas mal, pero eso no me hace sentir mejor. Me canso de todo lo que empiezo. El puzzle de mil piezas que deje a la cien. El curso de cocina que abandone a la segunda clase. Los estudios. Los trabajos. Me gustaría ser como las demás personas. Tener una estabilidad, un control. No guiarme por mis sentimientos. Siempre cambiantes. Montar en la montaña rusa solo en el parque de atracciones. Poder tener una pareja sin miedo a perderla. A veces me despierto y me siento la persona más preciosa del mundo, hasta que me imagino una mirada de desdén y me siento un verdadero monstruo. Absorbo las amistades hasta que se cansan de mí. Y después, las odio. Yo no he decidido ser así. Me siento sola, vacía. A veces me apetece comerme el mundo, y otras muchas quiero que él me coma a mí. No tengo compasión por mis enemigos, pero daría mi vida por mis amigos, mientras lo sean. Sé que los demás no me entienden, porque, como he dicho, ni yo lo hago. Para ellos solo soy una loca que cambia de pareja como de calcetines, y que cada vez que lo hace monta un escándalo y se realiza algún corte de más. Mi familia tiene miedo de no verme y que al final consiga lo que tanto quiero. Morir. Pero no hacen nada al respecto. No dejo que hagan nada. No quiero que hagan nada. Alejo a mi familia, a mis amigos, a cualquier persona que me haya llegado a querer. Me alejo a mí. Y no entiendo el motivo. Me adapto a mis parejas. La peor fue Roberto, adicto al crack. Y yo con él. Hasta que me cansé y él de mí. Lo dejamos y fue la única vez que mi madre parecía orgullosa de mí. Con los años he dejado de decidir con quién acostarme y son ellos quien lo hacen. También deciden cuando lo hago y como. Yo solo necesito que me quieran, y sentirme querida, aunque no siempre lo consigan. A veces me pegan, pero siempre porque me lo merezco. Todo lo que tengo, lo merezco. Aunque no sepa el porqué.

Una vez me etiquetaron como TLP. Pues maldito TLP. 

Azul

En segundo lugar, porque el médico te ha dicho que no debes ver a nadie que te altere. En tercer lugar, y finalmente, porque desconoces cómo actuarías si la tuvieses delante. Siempre has sido muy impulsivo, pero lo de ahora es diferente. Y mira que hay ratos en los que piensas que da igual, que te conoce desde los cuatro años. No te va a juzgar, te repites una y otra vez. Sin embargo, te niegas a verla. ¿Y si es correcta y educada?¿Y si te trata como a un extraño? No lo soportarías. Sabes que tu visión es muy particular y que no hay particularismo sin miseria, pero esto no te disuade. La única situación que te permite poder escucharte es la actual: estás solo en tu habitación, anochece, los pájaros hablan cada vez más bajito. En algún momento las cosas cambiarán, pero tú no puedes hacer nada. Sólo esperar a que tu mente se reconstruya, a que cada pedacito encuentre el camino de vuelta… Cuando piensas en esto te viene a la cabeza la típica bola de cristal con nieve dentro: está recién agitada, pero poco a poco los copos se irán posando de nuevo sobre el suelo.

En el pueblo dicen que te tiraste a las vías del tren, pero esto no es cierto. Tú estabas cruzando las vías del tren y justo el tren pasó. Son dos cosas diferentes. No hay que confundir un intento de suicidio con un despiste. De hecho, ahí aún estabas bien. Después de meses, puedes determinar el momento exacto en el que empezó el brote: pintabas en tu habitación y el color azul dejó de existir. El resto permanecían allí, suspendidos, observando tu catarsis. Tú mirabas la paleta, y lo que ocurría era que del azul no quedaba más que la ausencia. Y entonces pensaste que la noche no podía seguir siendo, y vino a hurtadillas el día, como un leproso. Luego empezó la huida, al principio en pequeñas dosis y luego en otras más grandes: se te revelaron en diversas formas los pequeños fantasmas sin hogar. Te arrastraban al vacío y, si les daba por desaparecer, no tenías nada a lo que sujetarte. 

Estás intentando inútilmente enfocar a Leo. Leo es Dios, nunca ha sido otra cosa. Es la única persona a la que admiras. De hecho, te atreverías a afirmar que es la única persona a la que quieres de una manera completamente pura: no la quieres porque ella te quiera a ti, o porque los seres humanos necesiten querer a otros seres humanos; la quieres meramente por el lugar que ocupa en el tiempo y en el espacio. Deseas salir de esta historia extratemporal y que ella aparezca en la puerta, que puedas palpar sus manos, su rostro. Pero, a la vez, es lo que más te aterra por varios motivos. El primero de ellos, porque no podrías soportar que ella también te mirase de esa otra forma, entonces sí que no tendrías nada a lo que aferrarte. 

El taller de Manolo

Sinceramente yo nunca lo vi claro. Es más, siempre he estado en contra de aceptar aprendices que están unas semanas, les enseñas, tienes que dedicar a una persona que esté con ellos y encima me distraen a todos los trabajadores, vamos que me cuestan dinero.

Pero en esta ocasión acepté, no por mí, sino por la insistencia del tutor del curso que me llamó una y otra vez hasta que no tuve más remedio.

Acepté, también, porque me dijeron que la persona tenía muy buenas aptitudes y que al no tener ningún tipo de ingreso, mi taller le pillaba cerca de su casa y podía hacer las prácticas sin gastar dinero, era su única opción.

Aunque todas estas razones se desvanecieron al saber que la persona era una mujer, ¡una mujer en un taller de coches! ¿dónde se ha visto?...y la gota que colmó el vaso y me colocó al borde de renunciar fue cuando me dijeron que tenía un problema de salud mental, vamos que estaba loca hablando mal y pronto y por si fuera poco no hablaba muy bien el español.

Entonces no sé aún muy bien de que manera el tutor me convenció para que le diese una oportunidad, sólo un día, 4 horas, y si tenía problemas, podría renunciar.

Y menos mal que le dí esas 4 horas, cuando se puso a trabajar me desarmó. Yo no entiendo nada de trastornos mentales ni cosas por el estilo, pero si sé mucho sobre mecánica y coches y aquella mujer sabía hacer las cosas muy bien. 

Alma es una mujer que presta atención a los más mínimos detalles, no le gusta perder el tiempo, ni se escaquea, si se hace responsable de una tarea, aunque puede que necesite un poco más de tiempo, será un trabajo muy bien hecho y nadie tendrá que revisarlo. 

El ambiente del taller ha cambiado, antes todos nos hablábamos a gritos, con ella no se puede, necesita estar en un ambiente de respeto y sin estrés. Esto ha hecho que la relación entre nosotros sea así, con mucho respeto. Como consecuencia se ha mejorado la productividad, la eficacia y la eficiencia de todos los empleados y eso son beneficios que obtiene el taller.

Hoy es una trabajadora más, se ha convertido en una pieza esencial de nuestro equipo, tiene un contrato indefinido y estará aquí hasta que ella quiera. Ella ha ganado en estabilidad e interacciona más con los compañeros, y también ha mejorado su castellano. Éste ha avanzado gracias a cursos que ha hecho mientras trabajaba. 

Para mí y mis empleados ha sido como quitarnos un velo y ver lo normal, y lo extraordinario a la vez, de las personas con trastornos mentales.

Aquel primer día, ella no sería la personas que más aprendió, esas horas fueron como una clase magistral para mí y para todos mis empleados del taller. Nosotros que en teoría íbamos a enseñarle a ella, acabamos siendo sus alumnos y aprendiendo una gran lección de vida.

Maurice: Un joven con Síndrome de Capgras

La historia del joven Maurice no dista mucho de alguna percepción que alguna vez tuve en mi cotidianeidad, sin bien no con el grado de angustia que un episodio de un trastorno psicológico puede contener; una de las características del padecer de Maurice se basa en la confusión de rostros y bien, mentiría si alguna vez no me he llevado alguna sorpresa o pasar alguna pena por confundir a alguien.

Pero la situación de Maurice giraba en otra esfera. Preso de un mundo oscuro y angustioso dominado por la desconfianza, le era más que difícil su vida social, apenas si hablaba con sus allegados. Maurice, con sus 15 años vivía una pesadilla constante, encerrado tras el telón de un teatro oscuro de máscaras en su cabeza, que no solo las veía al transitar en la calle o en el transporte público, sino que estaban ocupando un lugar en su casa. 

Sumado a la angustia producto de la confusión, la ansiedad de índole paranoide se instalaba…

Maurice observaba el rostro de su madre mientras esta le hablaba, y si bien la confusión no era tanta, comparando algún episodio en el que el rostro de la persona enfrente cambiaba por completo, Maurice notaba pequeños gestos y acotaciones asociadas a estos que le hacían ver a su madre como una persona ajena a su vida. Una total desconocida.

El dolor en su pecho se presentaba con mayor frecuencia. Callar lo que estaba viviendo consumía demasiadas energías, pero le aterraba la idea de terminar encerrado en algún hospital psiquiátrico. Un miedo que se sumaba a las ansiedades existentes y llevaban los pensamientos de Maurice por caminos errantes. 

La desconfianza por la personalidad de su madre comenzó a crecer; a estas alturas para Maurice su madre estaba al tanto de las confusiones, según sus deducciones, ésta había estado en contacto con un Psiquiatra y no tardarían en venir a buscarle.

Ya en su habitación, Maurice cerró la puerta con llave y no podía dejar de caminar de un lado a otro, con los ojos cargados de lagrimas y una sensación de impotencia que lo dominaba. Se asomó a la ventana tras escuchar un vehículo frente a su casa. Una gran camioneta blanca estaba frente a la puerta principal y un hombre vestido de blanco bajaba. Su rostro le era familiar, tal vez lo había visto en las cercanías del hospital, no podía recordarlo ni tampoco era su prioridad.

Maurice corrió a decirle a su madre que no permitiera que se lo llevaran, pero solo podía ver gestos suspicaces y risas macabras en esta que, trataba de calmarlo sin entender del todo lo que estaba pasando. La madre sujetó fuerte del brazo a Maurice que pensaba que todo estaba perdido. Tras el forcejeo Maurice tomó un candelabro que utilizó para golpear a su madre en la cabeza, dejándola tumbada al tiempo que suena el timbre y se escucha tras la puerta:

- ¡Encomienda!

La peor de las locuras

Ariel está harto de que le digan loco: se levanta de su asiento, mete de malagana sus útiles en la maleta y sale del aula dando un tremendo portazo. Desde hace unos días, por estar hablando como un loro, desatendiendo los deberes e interrumpiendo las actividades de clase, el profesor de matemáticas le diagnosticó un severo trastorno de déficit de atención con hiperactividad. Desde entonces sus compañeros no han dejado de burlarse de él: si dice un chiste, loco; si levanta la mano, trastornado; si hace una pregunta, deschavetado. Al principio, hasta al mismo Ariel le ha parecido graciosa la situación, pero luego ha comenzado a sentirse rabioso y frustrado. Tanto así que no ha aguantado más y ha querido saber si es cierto que está tan enfermo.

Por eso, sale del aula y, percatándose primero de que el vigilante no está cerca haciendo su ronda, se sube por el enrejado del patio y se fuga del colegio. Cuando llega a casa enciende el computador y busca vídeos sobre su dichoso trastorno. Encuentra mucha información con la que se identifica, sin embargo, le parece tonto que por algunos rasgos de su personalidad más que jovial lo diagnostiquen con TDHA (como aprendió que se le llamaba su locura). Los vídeos que consulta lo llevan a otros que se refieren a diferentes trastornos descritos en un tal DSM5 y se entera, por eso, de que todos sus compañeros de clase están, incluso, más deschavetados que él: Mario, "el lindo", según el manual tiene un trastorno obsesivo compulsivo, porque piensa que se va a infectar de homosexualidad y que se le va a pegar lo gay. Analía tiene un desorden de regulación del temperamento causado por su síndrome disfórico premenstrual que eventualmente la obligará a matar a todos sus compañeros de clase. Lucas tiene que ser atendido con urgencia por su trastorno mixto ansioso-depresivo, pues cada vez que hay evaluaciones suda, se marea y todo se le olvida por causa de otro desorden neurocognitivo menor; todo lo cual le provoca, al muy desdichado, sus famosos trastornos de estrés postraumático, es decir, esas diarreas incontrolables. Y ni qué decir del pobre Toño cuyo trastorno de apetito desenfrenado le tiene la autoestima por el suelo y el cuerpo en aire como un globo. 

Ariel continúa leyendo y diagnosticando a sus compañeros, pero la diversión se le termina al darse cuenta de que es considerado como un loco en potencia aquel que piense que los demás hablan mal de él en su ausencia, o aquel que, sin importar raza, edad o sexo, se apegue a creencias religiosas o mágicas o tenga supersticiones, o también, aquel que crea que los demás están en su contra o quién sea muy, muy ordenado. Hasta las manías y las tristezas están diagnosticadas. Eso le parece la peor de las locuras, y se aburre, porque al fin, la pataleta de enojarse, azotar la puerta del salón y escaparse del colegio no le sirve de nada más que para confirmar su desvarío.

Emilio y el tatami

José tomó posiciones como entrenador. Estaba nervioso. Habían llegado muy lejos. Notaba a Emilio muy nervioso, aunque disimulaba muy bien. No daba pasitos, no movía los brazos, mantenía la vista al frente... Jamás pensó que su hermana la psiquiatra lo iba a convencer para abrir un centro especial de karate, para mejorar la salud mental de los pacientes del centro donde ella trabajaba. Él quería ganar dinero como maestro de karate, no ocuparse de jóvenes enfermos con los que no sabía tratar.

Emilio dio un paso al frente, su karategui nuevo crujía con cada movimiento. Otro paso y paró, saludó al otro karatega y se puso en posición. Esperaba en el filo del tatami, concentrado. Llevaba cinturón azul, así que tenía que esperar a que su contrincante, de cinturón rojo, terminara su kata. Hacía esfuerzos para mantener su mente en calma, su cuerpo relajado, su vista al frente, donde estaba su maestro y no perder el contacto visual.

Había trabajado mucho cada paso del ritual de la competición. Su maestro era duro: la actitud positiva, el saludo directo, la posición con la cabeza al frente, el control de su cuerpo y de su mente, cada paso estudiado y repetido miles de veces… Estaba preparado, se suponía.

Emilio había llegado a la final, nunca había llegado tan lejos. Todos eran buenos en este campeonato y tenía dudas sobre muchas cosas. Quizá se podría olvidar de un movimiento, a lo mejor no saludaba a los jueces correctamente, a lo mejor se desequilibraba… pero miraba al frente, a José, su maestro y amigo. Recordó la conversación de hacía unos minutos, antes de entrar en el tatami.

― Emilio, estás aquí. Lo has hecho bien ¿Quién eres? 

―Soy Emilio y he llegado a la final. Pero tengo miedo, soy retrasado.

― ¡No eres retrasado! Eres Emilio ¿Eres discapacitado o no?

―Sí, tengo dificultades, pero soy bueno.

―No, Emilio, tienes dificultades y eres el mejor. Te has medido con Andrés González. ¿Quién es Andrés?

―El campeón de España.

―¿Y qué pasó?

― Que empatamos.

―¿Y Andrés es discapacitado?

―No.

―Y tú ¿Quién eres?

―¡Soy Emilio y soy el mejor!

―Sí Emilio, eres el mejor. Sal ahí y demuéstraselo a todos.

José le hizo un guiño y Emilio entró en el tatami. Allí ya no era un pobre chico pesado con síndrome de Down. Ahora era el campeón de España de karate que luchaba contra sus miedos y les ganaba. 

Emilio se movía por el tatami con pasos resueltos, escuchaba su respiración, pensaba en cómo colocaba sus pies, su cuerpo, sus manos. Respirar, deslizarse, fuerza y control. El crujido de su karategui se escuchaba en el silencio del pabellón cada vez que movía los brazos y las piernas. Cuando hizo el saludo final, el pabellón rompió en aplausos que hicieron que elevara un poco la vista a las gradas y sonriera a su maestro, que también aplaudía emocionado. Emilio levantó los brazos. Se sentía un héroe. Era un héroe.

Titulares sesgados

Mañana, durante el desayuno, Silvia apurará un café frío ojeando los titulares de la sección de Sucesos. "Jesús bendito, a su padre, cómo está el mundo", pensará antes de pedir la cuenta. Lejos, en un autobús, un joven universitario desplazará con el pulgar las noticias que el sistema informatizado de su teléfono móvil ha seleccionado. Las mirará distraído, rumiando sin quererlo sobre el importante examen que se dispone a realizar, pero la palabra hacha captará su atención. "Joder", bisbiseará. Más tarde, un radioyente escuchará lo ocurrido en el boletín de las diez, y su propio comentario, "el mundo está fatal" (que pronunciará en voz alta pese a viajar solo), le impedirá oír la breve explicación del locutor.

A lo largo del día, el prejuicio irá desprendiéndose de la tinta del papel prensa, del código binario y de las ondas electromagnéticas, transformándose en otro ente aún más fuerte y peligroso. En su nueva forma, invadirá conversaciones y tertulias, protagonizará soliloquios en las redes sociales, indignará a diversos colectivos, que a su vez serán criticados por su indignación; "ya no se puede ni hablar", dirá alguien… Hasta que, finalmente, quede plenamente integrado, ya como estigma, en la psique social, con la rapidez de un virus que se expande en un sistema inmunitario debilitado. 

Pero todo esto sucederá mañana. Hoy, el becario está abriendo la nota que acaba de llegar a la Redacción del pequeño medio en el que trabaja. Al leer "un esquizofrénico mata a su padre con un hacha", le viene a la memoria los habituales disgustos de su hermana, psicóloga de profesión, al encontrarse con lo que ella denomina "titulares sesgados". "Hombre, algo de relación tendrá", había dicho él mismo una vez. "Quizás, pero esa no es la cuestión, el problema es que se establece una relación causa y efecto inexacta y, en última instancia, prevalece la idea de que un enfermo mental es siempre peligroso", le había contestado ella. Al final del segundo párrafo del texto se señala que el agresor no estaba en tratamiento, y el becario recuerda a Cary Grant preguntando "¿Quién lee el segundo párrafo?" en His Girl Friday. Conservando la visión poética del oficio propia de los estudiantes, el joven se dice que, probablemente, ese puñal que es el prejuicio habría sido forjado en el fuego de la ignorancia, sin malicia alguna ni intereses ocultos, y lo único que él puede hacer es no seguir templándolo con golpes de indiferencia. Así que, a pesar de la premisa de ganarle tiempo al tiempo que atenaza el quehacer periodístico, decide contextualizar los titulares, obviar declaraciones vacías..., en definitiva, cumplir con la labor que considera le corresponde. 

Y, horas después, en el repaso del día finalizado, el becario se queda dormido sintiendo la satisfacción del trabajo bien hecho. 

Pero mañana, al percibir la expansión del estigma, maldecirá el poder de los titulares sesgados y sentirá una enorme pena al pensar que nadie lee el segundo párrafo.

(Nunca) Es tarde


Si la hubiera escuchado la vez que quiso hablar conmigo, si la hubiera invitado más de seguido, si los días no hubieran sido tan cortos y las noches tan largas, si yo no hubiera estado tan ocupado en mí, olvidando a los otros, si hubiera encontrado los dulces y la carta, si hubiera tenido el valor de abrazarla en los tiempos malos, si el horizonte no se hubiera fragmentado de improviso, acabando con lo bueno que había; si tantas cosas hubieran sido diferentes, yo no estaría aquí, llorando la ausencia, como superviviente de un adiós. 


Si hubiera callado antes de hacerla sentir mal, si hubiera comprendido (en la medida de lo posible) el peso que la ataba a la cama, que la hacía hundirse en el colchón como si fuera un yunque, si hubiera notado la cantidad de tristeza que inundaba su cuerpo en días soleados, cuando todos la invitábamos a salir, si hubiera entendido que los silencios eran señales de un pesar muy grande, que sus miradas al vacío tenían secretos dolorosos y que alrededor de su cabeza flotaban nubes que cortaban su horizonte quebrado; si me hubiera puesto en sus zapatos, un día antes, ese sábado tan calmo en que el resto salió a cine y ella se aprisionó como siempre, no estaría yo aquí, mirando retratos que nunca le harán justicia a lo que tenía que decir su escasa pero sincera sonrisa. 


Si ella estuviera aquí, le diría lo que no pude, que ambas sufríamos por igual, acostumbradas a la desgana, a la noción de no estar haciendo nada bien, la invitaría a que saliéramos al parque con Gabriel y Verónica. Si estuviera aquí, le propondría que llamara a su mamá, para que se reconciliaran. Si estuviera aquí, la convencería de que no era «inútil», como siempre solía decir en broma. Si estuviera aquí, intentaría meterme en sus zapatos para sentir un poco de la bruma que rodeaba sus días enteros. 


Si tan solo hubiera pateado más, si la cuerda se hubiera roto, si hubiera decidido hablar con la trabajadora social, si mis hermanos hubieran descubierto la carta, si no me hubiera recluido, si hubiera aceptado salir con Gabriel o con Verónica o con Sara, si hubiera ido al hospital, si me hubiera interesado un poco más en mi salud, si hubiera creído más en mí, si los otros hubieran intentado hablar conmigo, si me hubiera levantado de la cama (pero en serio pesaba tanto), si el horizonte no se hubiera quebrado de forma tan abrupta, como rompiendo con todo lo que se me hacía bueno; si hubiera pensado en otras soluciones, no estaría aquí, atrapada en este cajón tan frío y oscuro, en una procesión lenta y angustiosa, escuchando en boca de familiares y cercanos lo que hubiera podido ser, lo que ahora no es más que un cúmulo de quimeras fallidas, deseando no haberme ido, tan solo haber dejado de vivir así, sufriendo.

El loco del bus

La escena se repite a diario. De lunes a viernes, exactamente a las 10, el "loco del bus" sube al transporte y se dirige quién sabe a dónde. Sábados y domingos yo no realizo este trayecto y es por eso que no los incluyo, ya que probablemente él repita su rutina.

Se lo conoce como "loco del bus" porque siempre está en su mundo: habla de lo que se le antoja, salta de un tema a otro sin justificación, habla intercambiadamente con otros seres de carne y hueso como con el aire. Lo que siempre hace el hombre, definitivamente, es hablar.

En general las caras de los pasajeros manifiestan un rechazo que no disimulan. La costumbre tan arraigada de criticar, de la que todos somos víctimas y victimarios, se mueve a sus anchas en situaciones anormales. Qué será lo normal, me pregunto. Seguramente este hombre para muchos no lo sea.

Los choferes muestran una actitud similar. En ocasiones intentan evitar que suba, con más fracasos que éxitos. Algunos de los conductores le han manifestado sus quejas; en otros la mirada expresa mucho más de lo que lo haría la lengua. Ciertos rumores se suben a veces con las personas al bus: se dice que los choferes van rotando en el horario en que viaja él para evitarlo.

En cuanto al "loco", no queda del todo claro si es consciente del prejuicio que carga contra él. De a ratos pareciera que la desolación lo abraza y lo invade por completo y, sin embargo, a los pocos minutos ya se encuentra envuelto en otra conversación aleatoria. También se ha enojado con algún pasajero, para luego despedirlo cordialmente deseándole un gran día con su mejor sonrisa. 

En los momentos en que está lúcido, ha explicado que padece de algún trastorno de salud mental. Yo no recuerdo cuál, y al resto de los mortales parece serles más sencillo decirle loco.

Hoy es un día como los demás y el viaje sigue su trayecto cotidiano. El "loco" está inmerso en una charla con una joven. A contramano de lo que suele ocurrir, la chica se muestra entusiasmada y le sostiene la conversación, surfeando en el discurrir del hombre entre un tema y otro. Ella viaja un trayecto largo y en ningún momento amaga con apartarse. Hay momentos incluso en que es la joven la que rompe el silencio. Pero lo más inesperado está ocurriendo en este instante: ella toca el timbre para descender y, antes de bajar el último escalón, deja un recado para el señor: "Tenía un mal día y vos me lo alegraste. Gracias".

Es la primera vez que en este colectivo, tras años y años de viajes, le agradecen al "loco del bus". Una lágrima de emoción cae por su mejilla y, por primera vez también, queda callado. Fue testigo de la primera persona agradecida con él. 

Si supiera que yo también lo estoy, ya que me permitió escribir este relato. Si supiera, este buen hombre, que los agradecidos somos dos.

Un nuevo caballero

Cargamos las mochilas con provisiones suficientes para toda la travesía.Nuestro primer destino sería el bosque de las almohadas movedizas .Le advertí al capitán Gael ,que sería una misión difícil y atento a mis instrucciones ,con un elaborado mapa a base de pinturas de cera ,emprendimos viaje.Pasado el primer escollo,apareció ante nosotros el legendario lago tenebroso donde monstruos marinos nos miraban amenazantes.Luchamos con todas nuestras fuerzas adentrándonos en las profundidades .

Sacamos la esponja asesina y a Nessie el patito mutante,y paramos a coger fuerzas en la cantina más famosa de aquellos lares.Gael como haría el auténtico Frodo saco sus galletas favoritas envueltas en hojas de papel cuadriculado y a falta de hidromiel ,un batido de chocolate sirvió igualmente.

Así , con la panza llena ,fuimos cabalgando en sendos corceles hasta llegar al castillo encantado ,donde un dragón multicolor salió a recibirnos en zapatillas de casa ,sacando fuego de su enorme boca mientras emitía horribles sonidos guturales .En el gran libro de nuestros ancestros ,claramente decía que solamente si conocíamos la frase mágica podíamos acabar con aquel monstruo para romper el hechizo ,y tras varios intentos que no dieron resultado ,intentamos a la desesperada probar con el socorrido "ábrete sésamo " .

De pronto se hizo de noche en un segundo ,y el temido dragón que amenazaba el reino se convirtió en el rey Eduardo ,transformado hace mucho ,mucho tiempo por una malvada bruja.Cansados pero muy felices ,regresaron de nuevo al palacio ,donde la princesa Amelia les esperaba para celebrar todos juntos el regreso del monarca .Gael fue condecorado con el título de caballero ,con todos los honores en una bonita e íntima ceremonia ,donde hubo bailes ,y música a raudales cortesía del "cantajuegos",entre otros.

Nadie volvió a ver jamás a la bruja de la noche oscura ,aunque algunos dicen que fue la causante de la plaga que había asolado la comarca y que dejó sin salir a los habitantes del reino durante mucho tiempo de sus casas.Pero nunca se pudo demostrar y aunque fueron meses duros , Gael aprendió entonces que no debía tener miedo a nada ,porque era un caballero de verdad y aunque mucha gente se empeñara en decir que no era un chico normal porque entendía y veía el mundo de forma diferente a los demás , me pregunto yo ,si muchas veces ,empeñarnos men intentar ser normales nos hace perdernos las cosas que verdaderamente importan en la vida .

"Dedicado a esos grandes guerreros que cambiaron el yelmo por la mascarilla "

En el laberinto

Ella me llamaba Edipo. Una vez cuando era niño fuimos con una excursión del ayuntamiento al teatro romano de Mérida. Mi madre estaba maravillada. "Mira, mi Edipo rey, qué hermoso, qué grandeza. ¿Sabes las representaciones que habrán hecho aquí?". Ella adoraba la historia. Y el teatro. Sobre todo los dramas ajenos. Se tragaba todas las obras que salían en aquel programa de la tele: "Estudio uno". Pero no creo que viera nunca ninguna de Sófocles. Lo de Edipo lo oiría en alguna de las tertulias que televisaban. A mi padre no le gustaba. Él prefería el fútbol. Y beber. No hablaba mucho y solo la miraba con el ceño fruncido. Luego ya sí. Luego empezó a hablar más. Para insultarla. Para decirle que era una paleta con aires de señorita. Y más cosas hacía. Mucho más. Así que yo decidí matarle y estudiar arte dramático.

De aquello ha pasado mucho tiempo, pero en un bucle caprichoso del destino, ahora vivo en mi propia tragedia griega. Estoy encerrado en esta prisión de paredes blancas donde cada noche me dan pastillas que yo tomo sumiso. Se supone que son para mi salud mental. Yo las engullo para no soñar, aunque cada vez que cierro los ojos aparece Medea. Mi Medea. Lleva puesta una bata blanca de doctora, pero no me engaña. Se parece demasiado a mi mujer. Grita el nombre de mis hijos muertos. Por los pasillos deambula Tiresias, el adivino de rasgos ambiguos. Me observa con desprecio y vomita una culpa fétida sobre mí que me recuerda al olor acre de esos cuerpos putrefactos que tanto amé. Profetiza el menú del desayuno y sé que habrá otra vez zumo de sangre y corazones de inocentes. Por todas partes hay soldados cretenses que visten de enfermeros. Arrancan con rabia las últimas flores que crecen en el jardín. Bailan con los cadáveres de las estrellas caídas en el cuarto de juegos. Pero hay uno especial, un soldado que se mira a través de mis ojos en el espejo de mi cuarto. Yo lo llamo el Minotauro. Es alto y fuerte y se encarga de atar a los más rebeldes. Les aprieta fuerte la soga al cuello hasta que dejan de llorar para que no se derrame en lágrimas la luz del mundo. Desde el otro lado del cristal susurra que no entiende qué hago aquí: un dramaturgo tan importante, que me ayudará. Así noche tras noche.

Hoy despierto y lo veo sonreír sobre mi cama. Me desata mientras dice: "Te traigo el desayuno y un mapa para escapar". Me guiña el ojo justo antes de cerrar la puerta. Yo desdoblo el papel ansioso y veo dibujado un laberinto. Al principio desespero, pero el camino está marcado y comprendo que, sin saberlo, ya lo he recorrido casi todo. La salida está muy cerca. Casi puedo tocarla. Solo tengo que atravesar mi ventana y saltar en vuelo hacia el sol, confiado. Como Ícaro confiaba en su padre.

miércoles, 29 de abril de 2020

Próxima parada

Camina hacia la parada del autobús con las manos en los bolsillos, la mirada gacha, forzando el cuello unos 30°. Si no ve quien la observa no se pondrá más nerviosa; no le gusta viajar en autobús. El suelo es un lugar más seguro, sobre el que nadie se detiene, posee un universo propio: chicles mutando de color, cordones de zapatos que sueñan con ser mariposas, palitos de helado que se quedan viudos…

En la parada del autobús se abanica una señora haciendo bailar la cadenita de sus gafas. No se saludan, no se conocen. Lisa se sienta sobre el banco metálico agarrando un mechón de pelo con su mano izquierda. Ha perdido volumen y brillo, todo el mundo se lo hace notar. El mundo está lleno de espejos. Con su mano derecha comienza a pellizcar algunas hebras mientras la señora del abanico la mira de reojo. Ella sigue con la mirada en ángulo descendiente: colillas con marcas de rojo chanel, papeles arrugados con notas inoportunas...

El autobús se retrasa y pronto comienza a formarse en el suelo un pequeño cerco de cabellos quebrados. Varios autobuses pasan levantando polvo, ninguno es el que ellas esperan. La señora de gafas ya no disimula, pasa de la mirada a la observación incómoda. Cree que Lisa no se da cuenta, o le da igual, o se cree con derecho a observarla, lo que sería aún peor. Si le dirigiese alguna palabra Lisa tendría que marcharse y caminar hasta la siguiente parada; sería demasiado para su salud mental. 

Suelta el mechón de pelo inicial y coge otro del mismo tamaño, sentirlo entre las yemas de sus dedos la reconforta. Comienza de nuevo la poda. El abanico se pone en marcha.

Por fin llega el autobús, se detiene frente a ellas silbando a la par que abre sus puertas, la señora lanza una última mirada desaprobadora a Lisa y sube a él con la gracia de una tórtola. Lisa espera su turno, acerca su mochila al lector de tarjetas y levanta la mirada para comprobar que hay un asiento solitario en la parte trasera. Suspira aliviada. Desde la ventanilla de su asiento mira hacia la marquesina, allí, en el suelo, apenas se aprecia una sombra castaña sobre la que nadie reparará. Se avergüenza y busca ansiosa otro mechón de pelo que la calme.

La señora se acomoda en su asiento delantero, abre el bolso sobre sus muslos y saca una toallita húmeda de su interior. Huele a colonia de bebé. Cierra el bolso y comienza a frotarse las manos con ella. Primero frota la izquierda, luego la derecha, entre las uñas, sobre los nudillos… 

Ya han dejado atrás ocho paradas, las dos mujeres siguen en el autobús. Bajo los pies de Lisa hay un nuevo cerco, la señora continúa frotando insistentemente sus manos.

Autovía a la madurez

Natalia y María son amigas y tienen la misma edad. Desde hace tiempo han planeado un viaje a un congreso en la capital que tendrá varios módulos en pueblos aledaños y la mejor forma de transportarse de un lugar a otro es rentando un coche.

Las dos saben manejar, tomaron el curso en la misma autoescuela y tienen carnet. Ninguna tiene auto propio pero en ocasiones sus padres les prestan el carro para ir al Bachillerato o al mercado; con más frecuencia a Natalia.

Cuando fueron a rentar el coche, María le pidió a Natalia que fuera la conductora responsable y ella se pondría como segunda opción. María tiene pánico de tener un accidente, así que Natalia tranquilamente accedió conducir el automóvil durante todo el trayecto. 

En la carretera, María le decía a Natalia que admiraba que no le diera miedo que la multaran y como sabía tomar las salidas y rotondas.

-Tú también sabes, en la ciudad lo haces y cuando vamos al centro comercial en el coche de tu madre… cuando te lo presta- comentó Natalia sin comprender que pasaba con ese miedo desmedido de María. 

Así pasaron los días y en cualquier oportunidad que Natalia le ofrecía a María manejar, ella simplemente se negaba exagerando su torpeza y poniendo pretextos.

Llegó el momento de volver a su ciudad y Natalia le dijo a María que ella iba a manejar; no había razón para que no lo hiciera. Ella con ojos suplicantes le respondió que no podía. Simplemente era obvio que lo iba a chocar o atropellaría a alguien.

-No entiendo por qué María… tú sabes manejar- exclamó.

-Yo tampoco entiendo como tú puedes manejar tan tranquila un auto que no es tuyo sin que nadie te dirija y en un lugar que no conoces- respondió irritada

-María… ¿En qué piensas cuando manejas?- la cuestionó

Guardó silencio un momento y muy seria dirigió sus ojos a punto de llorar hacia su amiga.

-Veo a mi mamá diciéndome que manejo mal y que le da miedo que tenga un accidente.

-¡Te das cuenta María! simplemente estas proyectando el miedo de alguien más a tu vida. POR SALUD MENTAL debes dejar de escuchar esa voz que no es tuya en tu cabeza.

-¿Sabes por qué a ti no te da miedo manejar? Porque a ti NADIE TE DIJO QUE NO PODÍAS y a mí me lo repiten desde el día que comencé la autoescuela. Es muy frustrante; cada vez que mi madre me presta su auto siempre lo acompaña con un sermón catastrófico. 

Natalia miro a María y le dijo: - SON SUS MIEDOS los que te están atormentando. Eres una hija responsable, la gente aprende practicando y tú solo tienes que ser precavida y concentrarte… Así que como tú amiga que te quiere te digo: TÚ PUEDES, vas a manejar de regreso y yo estaré aquí para que no tengas miedo. 

Nunca sabrás de que eres capaz si no lo intentas. Si te da miedo, HAZLO con miedo.