En el lago, Miguel vio proyectada la imagen de los molinos de viento. Su regreso a casa estaba siendo duro. Se arrodilló para refrescarse y sonrió al ver reflejada también su imagen en el agua. Aparecía distorsionada y figuraba más alto y delgado de lo que era en realidad. Ocuparon su pensamiento, como todos los días desde su última batalla, la insensatez de la guerra y las novelas de caballerías, que tantos pájaros metían en las cabezas juveniles y deterioraban la salud mental, como lo habían conseguido con la suya. Si no las hubiese leído, casi seguro que no habría creído que la carrera militar era una maravilla y estaba repleta de honores.
Quería ridiculizar ese tipo de novelas, lo necesitaba. Y mientras estaba allí arrodillado, a su mente acudió una historia para conseguirlo. Su personaje sería físicamente como el que estaba reflejado en el agua, quizás algo más enjuto para exagerarlo. Y también, alguien con el que pudiese dialogar, que le siguiese el juego, pero sin llegar a pensar lo mismo que él. Tanto física como intelectualmente no sería todo lo contrario, sino su complementario, el personaje secundario sería bajo, panzudo y sencillo en palabras y entendimiento; o no.
Quería integrar en la historia realismo y fantasía. Y, cómo no, que las peripecias de ambos personajes ocurriesen en pueblos cercanos. No como las clásicas historias de caballería que siempre sucedían en tierras lejanas. La Mancha, dónde se encontraba ahora mismo, sería un lugar perfecto. Asimismo quería proximidad en el tiempo, no que la historia aconteciese en tiempos remotos como el resto de novelas de caballería.
Al tumbarse, miró al cielo. Giró su cabeza y se fijó que uno de los molinos estaba aun sin rematar. Deseó que su personaje tuviese una aventura en él. Su historia se estaba forjando. Se dijo que su salud mental se recuperaría a medida que fuese escribiendo el libro. Don Quijote le parecía un buen nombre.
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