De niña adoraba los viajes en coche durante la noche, me dedicaba a observar las ventanas de los edificios que se veían como pequeños cuadraditos que irradiaban luz, y me imaginaba qué habría detrás de cada uno de ellos. Pensaba en niñas bebiendo cacao soluble frente al televisor, o leyendo a Kika Superbruja en sus habitaciones. Desde la inocencia asumía que todas ellas eran como yo.
Con el tiempo, al ir acumulando experiencias vitales, fui cayendo en la cuenta de la diversidad que hay en el mundo y me percaté de que las personas también se diferencian más allá de lo fácilmente apreciable, entonces comprendí que el cuerpo no es más que un envoltorio. Igualmente fui testigo de cómo aquellas personas que cuyas acciones o testimonios se salían de lo establecido socialmente cómo normativo parecían ser clasificadas en dos categorías que reducían todo su ser a las emociones que causaban en los demás: pena o temor, a veces ambas; pero no a lo que eran en realidad. Desde luego una injusticia que no es concebida socialmente como tal.
Una lección que aprendí más recientemente, son los beneficios que supone comprender a las personas, a cada una de ellas individualmente. Darle un sentido a sus acciones y palabras me permite empatizar con ellas y reducir así el impacto que estas tienen sobre mis emociones, y a largo plazo, sobre mi salud mental. Además, mis acciones y palabras también se ajustan a esta empatía, tratando de generar la misma harmonía en la otra persona que yo tanto ansiaba en mi misma. Este aprendizaje se lo agradezco a la ansiedad, pero nadie lo sabe; y es que tras varios meses padeciéndola, he comprobado que son muy pocas las personas que están dispuestas a hablar sobre trastornos mentales. En el imaginario social estos son tratados igual que la muerte, un tema triste, que causa perturbación y miedo. Vivir con ansiedad es abrumador, la desconexión con la realidad se torna tan insoportable que escapa al entendimiento de quién nunca la ha experimentado. Sin embargo gracias a ella soy más fuerte, la anterior es solo una de las tantas lecciones que he aprendido a partir del trastorno, y que hoy me hacen mejor.
Podría pensarse que lo peor de esta actitud de censura consensual es que no inmuniza, exime o genera algún tipo de efecto positivo sobre los trastornos mentales y en cambio sí alimenta el miedo; empero, consecuencias más graves y que solo denotan una profunda ignorancia son las que acarrean la deshumanización e invisibilización de quienes vivimos con dichos trastornos. Además, supone el bloqueo de los discursos enriquecedores, que merecen y deben ser escuchados independientemente de lo que nos produzcan. Es una cuestión de bien común, y es que no debemos obviar que el tiempo seguirá transcurriendo independientemente de si el estigma social prevalece. De ser así, algunos pensarán que avanzan, pero permanecerán en el mismo lugar, después, más pronto que tarde y gracias a las consecuciones de las luchas por el cumplimiento de los derechos humanos, se quedarán atrás. Y entonces, ya no queda nada más que la triste resignación.
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