martes, 28 de abril de 2020

Vida extra

El día en el que salí del hospital psiquiátrico penitenciario de Sevilla era soleado, acorde con mi estado de ánimo. Al cruzar la puerta del establecimiento, mi ilusión, depositada en que alguien viniera a buscarme, se esfumó por completo al ver la explanada vacía.

Entendía el resentimiento, pero había albergado la esperanza de que, los trece años que había pasado recluida en el psiquiátrico penitenciario, hubieran servido para expiar mis pecados y para conseguir el perdón de mi familia. Al parecer no había sido así. 

A pesar de todo, decidí poner rumbo a la dirección que recordaba de alguno de mis familiares y amigos, por si acaso no se habían enterado de la noticia. Sabía que estaba siendo una ingenua, pero necesitaba intentarlo. 

Los portazos cerrándome la puerta fueron sucesivos y alguna puerta ni siquiera se abrió a pesar de que fui consciente de que sabían quién estaba al otro lado de ella con una bolsa de deporte en la mano. 

Todos los avances que conseguí en el psiquiátrico parecían tambalearse. Me habían dicho que estaba bien y que me esperaba una vida nueva cargada de oportunidades, pero yo me había encontrado con todo lo contrario. Pasé meses entre comedores sociales, albergues, puentes y cartones. Al principio, intenté buscar trabajo en varios bares confiando en el peso de mi experiencia previa, pero tampoco obtuve resultado. Algunos me decían que ya me llamarían, otros, que no tenían ningún puesto vacante cuando era evidente que me estaban mintiendo. Lo único que compartían todos, era el miedo en sus ojos al verme cerca. La culpa y el asco hacia mí misma que había intentado ahuyentar durante tanto tiempo, volvieron.

Al cabo de un par de meses dejé de intentarlo y simplemente me resigné. Perdí la noción del tiempo entre los cartones y la basura del extrarradio de la ciudad. Albergaba, sin embargo, la consciencia necesaria para continuar con mi medicación, porque sabía que era mi única esperanza. Empecé a notar un estado febril permanente pero no tenía fuerzas para moverme. A veces notaba presencia de gente, pero no sabía si era real o si era fruto de mi deplorable estado mental.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me desperté en la cama de una casa desconocida. A mi lado, durmiendo en una colchoneta había una mujer. Notó mis movimientos y se despertó. Reconocí, entre mi entumecimiento mental, a mi mejor amiga de la universidad. 

Cuando reuní las fuerzas necesarias, le conté que tenía diagnosticada una esquizofrenia paranoide, y le rogué que por favor me dejara marchar porque no quería hacerle daño. Me señaló una carpeta que estaba en la mesita y me dijo que me dejaba un rato a solas. 

Dentro, encima de las múltiples noticias de periódico con mi imagen y las noticias del asesinato de mi madre, había una fotografía de hacía unos cuarenta años con un mensaje por detrás: "Sé que es complicado pero quiero ayudarte. Para mí, sigues siendo la misma".

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