miércoles, 29 de abril de 2020

El patio enfermo

Creía que aquel bizcocho era el mundo y se lo comía a grandes bocados, cuidando que no se escapara ninguna migaja.

Sabía que no saldría de allí hasta averiguar si fue antes el huevo que la gallina, y se revolcaba en el trozo de tierra que le había brotado al patio en la barriga, buscando una lombriz que le diera la respuesta. 

Nos confesó que tenía un don para la numerología, y que le habían encerrado allí porque una serpiente enana se había instalado en su lengua después de pudrirle uno a uno los dientes. Aseguraba que el tres no era más que un marica que emigró a Japón para fundar una fábrica de peinetas, y que el cuatro lloraba aquel día porque le habían cortado tanto las uñas de su único pie, que no podía ponerse su bota de agua para salir a pisar los charcos que, en otoño, enfermaban siempre por culpa de los ceros.

Nadie quería sentarse en los bancos de hierro, porque por los agujeros se escapaba la vida lentamente, y al final solo quedaban ciénagas a las que iban a ahogarse las avispas. 

Si nos parábamos estábamos perdidos. Teníamos que agitar continuamente los brazos, tensar a cada minuto las cuerdas, para no contagiarnos. Cuando queríamos acordarnos de mamá o de los pequeños nos golpeábamos las rodillas contra el muro. Era el único modo de que no se nos desdibujasen sus caras. También estaban los sueños, que a veces nos dejaban olerles, aunque ello nos costara despertarnos de madrugada con los pies destapados y la cama mojada. 

A Mirta no le dejaban tener sus gafas porque era una suicida compulsiva y cualquier objeto, en sus manos, se convertía en un arma perfecta. A menudo su miopía gimoteaba suplicándome que le prestara mi cinturón porque se le caían los pantalones. La queríamos tanto que de buen grado la habríamos ayudado a morirse. Pero el patio se llenó de ojos el día que un gracioso nos cambió el refrán por el de cría cuervos y tendrás muchos.

Julito andaba siempre correteando con las piernas abiertas y los puños apretados acercándose a las niñas para invitarlas a subir a la bicicleta que sólo él veía, y se alejaba enfadado, pedaleando el polvo que levantaba con sus carreras, tocando la bocina de aire, que nos daba la sintonía del conejito feliz.

Estaba bien no tener prisa; que nunca fuera para ti el teléfono; que sólo recibieras visitas de cinco a siete. Visitas que traían tabaco y caramelos en los bolsillos, que siempre te preguntaban lo mismo; que no querían entender que allí, el único enfermo era el patio.

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