miércoles, 25 de mayo de 2022

Viaje hacia la aceptación

Hace días te fuiste para siempre. Tu recuerdo ocupó sin permiso cada parte mi cuerpo. Es como un inquilino que no paga el alquiler, pero me pasa factura.

Algunas veces no me creo que esté ahí encerrado cuando hace solo unos días estaba dándome la mano. Ahora, en ocasiones, recordarle me da dolor de cabeza.

Aunque el dolor no siempre está instalado en mis pensamientos. Otras veces el recuerdo toma forma de ira y se me coge un nudo en el estómago. La impotencia me recuerda que no estás en carne y hueso, donde yo quisiera que siguieras.

Este proceso es como una montaña rusa. Hay veces que los recuerdos se cuelan por mi boca, haciéndome reír a carcajadas. Sabes que eso solo puedes conseguirlo tú. Otras veces, en cambio, la culpa hace que apriete mis uñas contra mis manos hasta sangrar. Este sentimiento casi siempre provoca que me invada la pena y, esta vez, el nudo es en la garganta.

He decidido ir a un terapeuta para poder convivir con el recuerdo. No me seca mis lágrimas, sino que deja que corran, hasta vaciarme.

Con su ayuda y el paso del tiempo, se tiende un puente donde el dolor se transforma y el inquilino pueda cruzar hasta llegar al lugar de mi cuerpo que bombea feliz esperando el siguiente recuerdo.

En principio no te diré adiós

El día se volvió distinto a cualquier otro, a partir de ese momento sabia que la vida me cambiaria para siempre, y no, en principio no te diré adiós, ni siquiera sé si todavía estas ahí. Sentí en todo momento los ojos de los demás en la nuca, me susurraban cosas, me juzgaban por como actuaba, creo que era yo misma la que lo hacia y ellos solo me acompañaban. En el preciso momento en el que entre a aquella habitación, simplemente no pude alzar la vista del piso, solo realice el recorrido justo para tomar tus cosas y salir sin más, sé que alguien me dijo que te despida, pero seguí mi camino, como si no escuchara, hasta toparme con mucha gente en la sala de espera.

El sentimiento de soledad ardió dentro mío, creo que todavía lo hace. Las personas en aquella sala llena de sillas frías, y paredes pintadas de colores claros hablaban, preguntaban, y decían cosas que hasta el momento no recuerdo bien, y aunque sus intenciones eran buenas simplemente no cabían, ni la bondad, ni el consuelo, ni ningún sentimiento, no cabía nada más porque cuando un vaso de agua se colma por más líquido que quieras meter sea puro o no, simplemente no entra, necesitaba vaciarme, pero no allí, no así.

Recuerdo como de alguna manera me levante, y todos los días pensaba que era un sueño, al abrir los ojos el dolor volvía porque no era así. Mi enojo crecía como un árbol fuerte y firme dentro, porque te fuiste tan rápido, porque todavía había por compartir, porque encontraba en cada momento tantos porque no tenía que ser así. Pero después de algún tiempo, cuando tu olor no se iba todavía entendí, que eso era lo que yo quería, lo que mi vida necesitaba y no la tuya, entendí que cada cual tiene su tiempo y tenia que dejar de escuchar a mi ego, entonces y solo entonces dolió. Dolió, como si todo el mundo se acabase, como si el viento dejara de soplar, como cuando el calor te quema, como cuando hay sed en el desierto, dolió como duele el desapego, las esperanzas y la resignación.

Los días volvieron a cambiar para mí, ya pasaron tantas lunas y soles, que empecé a verlos diferentes, como si de repente usara nuevos anteojos y el sentimiento de soledad que ardía dentro mío se apagó, pudiéndose llenar de nuestra historia, de nuestros momentos, ahí estabas, ahí estuviste todo el tiempo, entendí que jamás te ibas a ir, que estas en la risa, en el abrazo, en el amor, en cada momento de vida, eso es la vida, los momentos que vivimos, en mi historia, en mi vida, conmigo. Recuerdo como de alguna manera me levante amándote más incluso que antes y no, aunque sea un nuevo día, en principio no te diré adiós.

Sin resuello

Cuando crucé aquella meta me quedé sin resuello. Había sido mucho el esfuerzo y el calor padecido, pero sentí una liberación enorme, porque había conseguido que durante cincuenta minutos seguidos mi mente se liberara de la tristeza que me embargaba y de la sensación de vacío que dominaba mi espíritu.

Estaba deprimido por la muerte de mi padre. Me costó mucho asumir su pérdida. Al inicio, no creía que eso pudiera ser cierto. Recreaba decenas de veces distintos pasajes vividos en familia junto a él y no era capaz de imaginar mi futuro sin su presencia. Sí, sabía que la muerte formaba parte de la vida, pero nunca me paré a pensar en cómo serían sus efectos vividos de cerca.

Ahora tenía la sensación de que los mejores tiempos eran cosa del pasado y que ya nada sería igual que antes. Cuando me di cuenta de la irreversibilidad de la situación, sentí rabia por su desaparición y por los momentos que no pude disfrutar en su compañía, cuestionándome si podría haberle hecho más feliz actuando de otro modo, en incluso si le llevamos al hospital adecuado para el tratamiento de su enfermedad.

Pero el tiempo pasó y me convencí de que el paso inexorable del tiempo fue el que puso fin a su existencia y que más temprano que tarde hubiera sucedido, debido a su avanzada edad. No había responsabilidad por mi parte, concluí. Pero la sensación de vacío no desaparecía en mí. Tuve que ir al psiquiatra: no fue una decisión fácil. Los prejuicios pesaban en mi conciencia, aunque pude entender que no había razón alguna para ello. Que cualquiera podía pasar por una situación así. La muerte es una de las cosas que tiene: que iguala a todos.

Sabía que vencería a la depresión. Ya iba avanzando y lo notaba. Ya iba aceptando su muerte y aunque el dolor emocional por su pérdida siempre perviviría en mi interior, ya me sentía capaz de aceptar que no volvería a ver a mi padre, pero también ya podía experimentar alegría por esas pequeñas cosas que antes no valoraba de igual modo.

Mi vida iba por estos derroteros, como la carrera en la que acababa de participar: dificultosa, pero con la expectativa de atravesar la meta al final del recorrido. Por eso quería más. Quería sentir la libertad al correr, dejar la ira en el baúl de los recuerdos y pensar en la siguiente meta. Solo eso.

Y seguí corriendo. Y pasaron los años. Y tras muchas metas cruzadas, muchas de ellas sin resuello, siempre tenía presente la idea de aquella persona a la que amaba, cuando pasaba bajo el arco de llegada, a modo de recordatorio. Mis ojos miraban hacia arriba y mi mano se extendía al cielo, ante la mirada de los asistentes, que no sabían el porqué de mi gesto. Pero llevaba implícita alegría, no dolor. Siempre era mi victoria personal. Nunca era un dolor. El resuello era lo de menos en ese momento.

Sombra

Era de noche. El frío entraba a través de la ropa para estremecer los huesos. Generalmente cuando salía me gustaba usar zapatos, maquillarme y elegir cuidadosamente la ropa. Pero esa noche no lo pensé mucho. Fuimos a un recital con una amiga. Estrené unas zapatillas que me había comprado en una tienda de skate. Me puse el pantalón que más uso y la camiseta del grupo que tocaba. Antes de bajar del auto, mi padre me aconsejo que me lleve la chaqueta de mi hermano.

El recital fue divertido. Yo estuve mirando y escuchando desde el fondo. No me sentía con energías para estar con la multitud. Fumé casi un atado de cigarros y bebí una cerveza pequeña. Cuando terminó el recital me dirigí al baño. Todas chicas flacas, altas, lindas, maquilladas y sonrientes modelaban dentro del pequeño espacio.

Al rato fuimos a esperar el bus. Mi amiga se subió al primero qué pasó. A mí me toco esperar. Junté las rodillas lo más que pude apretando ambas manos entre mis muslosas piernas, sentía como mi espalda se encorvaba cediendo a la petición del frío. Mi metro sesenta y cinco parecía encogerse unos diez centímetros haciéndome sentir todavía más pequeña en este mundo. De repente sentí una presencia en la esquina opuesta en la que yo estaba. Una persona encapuchada, llevaba una chaqueta negra que le quedaba gigante. El pantalón del mismo color se le pegaba a sus flacas y huesudas piernas. Toda la estructura corporal estaba sostenida por zapatillas anchas siguiendo la tonalidad de sus otras prendas. Me quedé inmóvil mirando la extraña figura. Parecía no existir, pero estaba ahí. No sentía miedo, simplemente pánico. Abrí los ojos y casi no podía pestañar, intentaba descubrir aquella escalofriante silueta. Unas luces de un auto doblando me enceguecieron. El bus estaba justo delante de mí.

Tenía los pies sobre mi propio asiento y abrazaba mis piernas con todos los músculos tensos. Al fin llegué. Encorvada me dirigí a tocar el botón del autobús. No sé porque miré hacia el interior del bus. Vi una rodilla puntiaguda que asomaba al pasillo. Era imposible no reconocerla. < ¿Cómo había llegado hasta ahí? Yo fui la única pasajera que se subió en esa parada. ¿Fui yo la única pasajera que se subió en esa parada? > Esas preguntas y conclusiones querían justificar con hechos algo injustificable, querían humanizar algo que no era humano.

Bajé corriendo del bus, corrí la media cuadra que me separaba de mi casa. El corazón latía rápido y en el cuerpo una sensación de incomodidad. Abrí la puerta, subí a mi habitación y respirando agitadamente encendí la luz para encontrarme de frente con eso. Estaba parado frente a mí, movía sus hombros de arriba hacia abajo, la cabeza oculta en la capucha y los puños de la gigante chaqueta ocupaban el lugar de sus dedos. Por un instante me sentí tan muerta que me había olvidado del hermoso y decorado espejo que me espera a la entrada de mi habitación.

Vacío

Ella se fue y estás tirado en la cama

Tenés que pagar el alquiler y las cuentas

Suena el teléfono, es una oportunidad laboral

Vas un miércoles a recoleta, es una pizzería

Ella se fue el domingo y todavía no entendés muy bien

Empezás a repartir con la moto ese mismo día

En el lugar te aclaran que el contrato que firmas

Es solo para el local y no tiene ningún fundamento legal

La encargada te pide el dni, dice que te lo devuelve al finalizar el turno

Todavía no es primavera y la noche golpea contra el casco

Volvés a casa, te dormís demasiado tarde.

Te levantas y salís apurado al trabajo.

Termina el primer turno, volvés a casa, no hay nadie otra vez, dormís.

A la noche llueve, salís de vuelta, llegas tarde y te miran mal

Las horas se vuelven largas y frías, es medianoche y seguís recorriendo la ciudad

Abrís el visor para distinguir el tránsito y el agua se filtra

En el oído izquierdo tenés puesto un auricular clavado en Aspen

Es el último pedido y vas camino a Palermo con un par de pizzas

En la radio empieza a sonar la batería de Baby Come Back

Estás parado en un semáforo en Coronel Díaz y Santa Fe

Y empezás a llorar

Se te caen los mocos

Cambia a verde y aceleras

La imagen te parece ridícula y te encanta

Aprovechas la velocidad y el anonimato para lagrimear mientras cantas.

Volvés al local, después a casa, el garaje está cerrado y el seguridad duerme

Le tocás bocina un rato, sale desorbitado para abrirte.

Volvés caminando por once a la madrugada, relojeando paranoico las esquinas

A media cuadra de casa está el barrendero de casi todas las noches

Es un señor de 50 años, cristiano, está casado y su hijo está en el hospital por un accidente en moto

Se saludan como siempre, te pregunta por ella y por Olga.

Se fueron, se terminó, le decís, mientras un carozo enorme te quiebra la garganta.

Es la primera persona a la que se lo contás.

El te mira con tristeza, tiene ganas de tocarte el hombro o solo acercarse

Pero nunca cruzaron ese límite.

Que bajón, dice, y se quedan mirando hacia la calle un rato entre el viento helado.

Si, bueno, cosas que pasan, y haces un sonidito con la saliva.

Entras a casa.

Otra vez no hay nadie.

La literatura salva

Astolfo Braga, un jubilado de 64 años, está en el octavo piso de la universidad en un barrio vecino. Sentado en el murete y mirando al cielo, no tiene más alegría de vivir tras el asesinato que sufrió su hija frente a él hace cuatro días, cuando ambos salían de la escuela donde ella trabajaba. El vacío, el agotamiento, el temor y la incertidumbre lo abruman por completo. Un exnovio rechazado había decidido quitarse la vida y le disparó dos veces por la espalda, luego huyó.

Giselda Braga, de 21 años, era su única hija; su madre había muerto cinco meses antes de cáncer de ovario. La niña, entonces, se convirtió en el único motivo de las sonrisas de Astolfo, quien trató de preservarla a toda costa. Incluso se entristeció cuando ella misma decidió terminar su relación con Jorge Borges.

En la noche del crimen, se había enfrentado a un gran atasco de tráfico, lo que le hizo retrasar poco más de una hora y media para finalmente recoger a Giselda de la escuela. Esto hizo que el jubilado, todavía fuertemente sedado por los fuertes sedantes, se negara a creer que Borges había esperado tanto para cometer algo tan terrible. ¡Qué inmensa obstinación en traer el mal a una familia que lo había acogido tan bien! Se negó a creer que el asesino hubiera sido en realidad el entonces candidato a yerno. Escupió sobre la realidad puesta frente a él.

Poco a poco, la búsqueda por entender qué había sucedido dio paso al enojo, lo que hizo que Astolfo contactara a un vecino ex policía para contratarlo. Quería acabar con la vida de Jorge. De cualquier manera. Es decir, hasta que vio la Biblia que su hija siempre había usado y en la que había subrayado a lápiz tantos pasajes interesantes.

Al ver el libro sagrado, Astolfo Braga comenzó a llorar profusamente y cayó al suelo de la sala. Comenzó a prometer a Dios que cambiaría como hombre. Dejaría de ir al burdel al final de la quinta calle a la derecha, que había visitado con asiduidad durante tantos años, incluso cuando estaba casado... Después de todo, su sueño se había convertido en estar con su hija en el paraíso.

Mientras el jubilado mira al vacío y decide dar un paso adelante hacia la acción fatal, en la delgada línea entre la tragedia y el infierno, he aquí, aparece un ángel.

- Amigo, ¿qué harías? – pregunta el salvador.

- Yo... yo... - intenta responder el hombre deprimido.

- ¡Esperar! ¡Eres Astolfo! ¡Astolfo Braga!

- Sí-sí... ¿Y tú? ¿Donde me conoces?

– ¡De los concursos literarios en los que participamos hace unos veinte años! ¡Eres un escritor espectacular!

- ¡Sí, participamos en muchos concursos!

- Pero, amigo, dime qué hacías sentado en este murete. No pondría fin a todo, ¿verdad?

- ¿Quiere saber? ¡Estaba buscando un poco de adrenalina para mi próxima historia! Después de todo, todavía tengo mucho que escribir.

Diez minutos

Ausencia es duelo. Serenidad es resignación ante la ausencia. Tiempo a distancia con sentimiento, paz.

Un gran futuro, veinticinco años, sonrisa cautivadora. Un piano el vínculo. Como lazo íntimo una pieza, Preludio en Do menor de Rachmaninov, pleno de locura, rebosante de emociones contenidas, más intensas por no expresadas. Viste mis manos fluir sobre teclas, las tuyas enseñaste a volar en el marfil.

Una motocicleta, el motivo. Llorar, horas, por saber, vaticinar, ibas a morir. Cumpliste, como si fuera a nacer un ser, nueve meses después.

Meses sin practicar Rachmaninov, que no gustaba a tu entonces cuñada. Los errores, contados. Subir a dormir. Una hora después, el teléfono, la noticia. Nuestro padre, siempre flemático, inexpresivo, ahora voz quebrada, contó tu suerte. Esa moto, falleció tu hermano, hace una hora. Dolí. Rachmaninov nos enlazó una vez más.

Vivir en el exterior, por trabajo; regresar inmediatamente, avión del Procurador General de la

República. Tiempo, siempre traidor, ajustó. Nicho, última hilera superior, penúltimo a la esquina. Colocar la urna con cenizas, asumo las tuyas.

Madre, devastada, arrollada por la realidad. Una madre no debiera enterrar a sus hijos. Dolía, rodeada de dudas, ¿moto, qué?

Recorrer el accidente. 500 metros de recta, con camellón y jardín al interior, curva, aparecen quince metros de banqueta, la motocicleta raspa, no la deja intacta, un arbolito, pequeño, en la curva, tenía una rama, acostada, un tanto floja, perpendicular al tronco, paralela a la tierra, un casco, siempre fuiste previsor, desgaja la rama, craiack, estira la madera, crack, rama amputada, queda siete metros adelante, una moto volteada, un casco lacerado, un muchacho, veinticinco años por tierra, sangre que fluye, sesos que salen, fallecimiento instantáneo, se aparece la hoz y la mano huesuda que la maneja, estertores, vida que se resiste a huir, espasmos de despedida, más cerebro que sale a la luz, esos huesos de la mano se detienen sobre la rama a siete metros de su árbol, la acarician en agradecimiento por esta nueva flor, tiene paciencia, tiene tiempo a su favor, estremecimientos más, alientos de vida que se resisten a abandonarte, sangre que fluye, cerebro a la luz, un casco, que salvó a tu acompañante trasero en la moto, un mundo convulsionado. Sangre, sesos, pasto. Estertor.

Dolemos por ti, duelo por mí.

Madre pregunta. Respondo.
¿Tu hermano … moto … qué?
Instantáneo.
¿Instantáneo?
Después de la rama en su senda, tuvo diez minutos de convulsiones y espasmos.
Bien. Tuvo tiempo para arrepentirse.

Respiración que aligera el alma.

En un instante, todo se le tornó en existencia nueva. Todo le es un recuerdo, pasto, insectos, piano, ropa, dos botones, camisa, fotografías, paracaídas, casa de campo, viajes, vino, noche, moto, calle … futuro; la sonrisa en tu padre, la serenidad en su vida. Todo eres tú.

Yo, el mundo, nos preguntábamos por ti, lo sucedido. Nuestra madre atendió lo relevante, tu ser y tu alma.

Duelo, no se pierde, se vive. Resignación ante la ausencia, tiempo superviviente, con memorias y sentimiento. No es olvido, templanza es inicio de nueva vida. Paz.

Y el compás lo marcan tus pies

Unas palabras atraviesan el aire que te rodea para llegar hasta tus oídos. Abres ligeramente los ojos cuando terminan su viaje hasta tu cerebro. Tu respiración comienza a acelerarse al compás rítmico de tu corazón. Tus inspiraciones son cada vez más cortas y comienza a costarte respirar. Los ojos brillan, escociendo por las lágrimas sin derramar. Te apoyas en una pared, dejándote caer. Reptas hasta el suelo y tu cuerpo se queda ahí desmadejado mientras tu mente hace eco de esas palabras. Y, en ese momento, sientes como algo se resquebraja poco a poco en tu interior, sin piedad, mientras el duelo camina para encontrarse contigo.

Y si el dolor que atesora tu interior no es suficiente por sí solo, ahora comienzan todas las expectativas que el resto de la humanidad posee sobre cómo debes llevar todo eso que encoge tu corazón. Todo el mundo haciendo un ruido ensordecedor de cómo debe ser gestionado, cuánto debe ser sentido, cómo debe ser... dejándote sangrar tirado en el suelo mientras todo se encharca de tu propia sangre bajo sus pies.

Ellos ensalzan sus palabras a través de una supuesta sabiduría que tiene más cara de trauma que de sabiduría y esto les quita la capacidad para observar lo que te ocurre de verdad. Si prestas atención el tiempo suficiente, descubrirás cómo las capas y capas de maquillaje se caen y aparece la persona. Verás su herida sangrante, sus ojos tristes llenos de unas lágrimas que espera derramar en el sitio correcto, una sonrisa que no ilumina sus ojos y, también, le verás rodeado de muchas personas pero absolutamente sola.

Aísla el ruido que producen las millones de personas que habitamos aquí, sostén la mirada de esa persona rota y, únicamente, camina hacia ella. Mantén tu vista fija en sus ojos, acogiendo cada parte que es. Da un abrazo largo y profundo como si pretendieses unir todas las piezas que le componen. Vuelve a mirar sus ojos y di "te veo y estoy aquí contigo" y vuelve a dar ese profundo abrazo.

El duelo es algo que nos acompañará en cada uno de los múltiples recorridos por los que derive nuestra vida y será de temas tan polifacéticos que, cada vez, te sorprenderá más. No necesitas guiones que seguir ni tiempo establecido por otros para saber cuándo debes moverte. Lo único que debes saber es que el compás lo marcan tus pies. Tuyo es el tiempo y tú eres quién decide cuando da cada paso, siendo siempre conocedor de que lo que no nos enseña nadie es a vivir. Así que, ponte en marcha, día a día. Minuto a minuto. Los pequeños pasos dan lugar a grandes comienzos. Créeme o, mejor, créete a ti mismo y escucha lo que tú te dices a gritos. Si deseas un buen guía mira dentro de ti, sin miedo, y hallarás al mejor maestro.

El tesoro

Antes me gustaba viajar con mamá, pero tras su muerte, me regalaron un libro de un famoso escritor brasileño en el que un hombre viajaba hasta el fin del mundo para descubrir que tenía un tesoro enterrado en el jardín de su casa y, desde ese día, he pasado los fines de semana y todas las vacaciones viajando hasta mi jardín y excavando cada palmo de tierra.

Por desgracia mi parcela es muy pequeña y, aunque he llegado a los tres metros de profundidad, muy pronto me he quedado si nada que cavar. Como, además, no he encontrado ningún tesoro, este verano he comenzado a excavar los jardines de mis vecinos de la urbanización,

No se pueden imaginar la de objetos que he sacado y las caras de extrañeza de mis vecinos. Alguno de ellos amenazó con pegarme, y otros con llamar a la policía, sin embargo, hubo vecinos, en concreto los que tienen jardines de los que han salido varios cadáveres, que han preferido no decir nada y recompensar mis molestias con cierta cantidad de dinero. Quizás no podríamos hablar con propiedad de tesoro, pero creo que, a pesar de todo lo que lo que mamá y yo criticamos al famoso escritor brasileño, finalmente tenía razón y no es necesario hacer ningún viaje porque nuestro tesoro personal, con duelo o sin él, está más cerca de lo que creemos.

El huerto

Mi padre tenía un huerto. Desde mi primera infancia lo recuerdo dedicándole todo su tiempo.

Por las mañanas salía temprano de casa. Se iba sin decir nada, con su vieja camisa y su pantalón de mahón con un cordel a la cintura atado.

Todos los días eran iguales, se sucedían tenazmente, sin descanso. Los domingos eran lunes. Yo me sentía mal al verlo persistir, así laborioso, implacable.

Cuando era muy pequeña algo no dicho pero sabido había sacudido a mi familia. Y en una época en la que no había dinero, ni existía el divorcio habían decidido guardar las apariencias y seguir adelante. Debió marcharse, pero era el sustento de la familia y se obligó a quedarse.

Como niña que era me gustaba espiar sus movimientos en casa. Sin ser vista, me escondía como ratón por los rincones. Así fue como pronto descubrí que mis padres no se recogían en la misma cama.

Su carácter solía ser agrio, amargo y a veces reaccionaba con arrebatos que lo hacían insoportable. Si se lo pedías te daba su sangre, pero también resultaba brusco, cruel, agresivo, malo.

No estaba hecho para la vida en familia y únicamente parecía encontrar paz ocupado en las faenas del huerto. Realizaba un esfuerzo excesivo y más que una afición parecía que se infligía un castigo.

Preparaba y mullía la tierra, repartía el estiércol a los futuros tomates, lechugas, pimientos, alcachofas y acelgas. Retiraba las hojas, eliminaba las malas hierbas, igualaba pequeños desniveles para las fresas.

Compraba las mejores semillas, aplicaba los abonos más recomendados, a cada labor dedicaba su tiempo y jamás estresaba a las plantas dándole a cada una lo que necesitaba. Y así a lo largo de todo el año, pues cada estación tenía sus propios cultivos.

Transcurridos muchos años, en un instante todo se borró. Se marchó como vivía, sin palabras, sin decir adiós. Todos los silencios acumulados se convirtieron en un grito atrapado por un nudo en la garganta. Una sensación de irrealidad me envolvió por mucho tiempo. El huerto quedó solo y abandonado.

Una mañana de otoño cubierta de niebla temprana, me acerco y frenéticamente arranco con las manos los amarillos hierbajos del suelo desnudo. Arranco las costras resecas de la tierra. Arrastro y apilo hojas y tallos, raíces y troncos. Me araño las manos pero no lo siento. Una lluvia fina cubre mis ojos que no pueden llorar. Y entonces grito.

Voy a volver, lo sé porque ya he vuelto. Hay lugares que curan, nos sanan, en los que cogemos aire y encontramos remedios.

Y ahora remuevo allí el terreno con su rastrillo, hago surcos con su hazada y planto tomillo de invierno, tomatillos de diablo, siemprevivas, no me olvides, limoneros, almendros y granados.

Distintos Duelos

Cuando pensamos en alguien que está pasando un duelo, pensamos en una persona que ha perdido a otra que conoce (familiar, amigo, etc.). Pero hay un duelo tabú, uno que parece que no puede ser duelo, y es el de esas madres que pierden a sus bebés antes de conocerlos, cuando todavía se está formando. Parece que ahí no puedes hacer el duelo, no tienes derecho, porque al fin y al cabo puedes volver a intentarlo. Y por eso se lo quiero dedicar a ellas, porque yo también soy una de esas "madres no madres", que después de un tratamiento de FIV, recibe la mejor noticia de su vida, que está esperando a ese bebé tan deseado, y empiezas a soñar con él. Pero un día, vas con toda tu ilusión a esa revisión donde lo verás por primera vez, pero al poco de empezar te das cuenta de que algo va mal, y es que a ese bebé que llevas dentro ya no le late su corazoncito, y te quedas en shock, no quieres aceptarlo, te vas de esa consulta y pides otra eco para demostrar que esa médico está equivocada, pero te dicen que no, que tenía razón. Y pasas a enfadarte con el mundo, y lo que es peor, contigo misma, porque algo has tenido que hacer para que esto haya pasado, pero no, no es tu culpa. Y para los demás la vida sigue, aunque la tuya parezca que se ha parado. Pero los días pasan, entre nubarrones y neblina en la mente, con momentos en los que vuelves a negar que esto haya pasado, te vuelves a enfadar contigo misma, pero siempre acaba llegando la tristeza y el llanto. Y así van pasando los días, entre conversaciones con personas que van desde un silencio incomodo por no saber que decir, a otros que te dicen de manera bienintencionada, aunque inconveniente que siempre lo vas a poder volver a intentar, que mejor ahora que no más adelante, y sí, si lo piensas fríamente seguro que tienen razón, pero no es el momento. Era mi bebé y ya no lo es, estaba planeando un futuro con él que se me truncó. Y sí, tengo derecho a hacer mi duelo, a estar triste y llorarlo el tiempo que sea necesario, hasta que los nubarrones se disipen de mi mente y vuelva a ver de nuevo poco a poco esos rayos de sol que de nuevo van calentado mi corazón y puedo sentir que ese bebé siempre será mi pequeña estrella fugaz, que la vida también sigue para mí, y que finalmente sí, tenían razón, se puede volver a intentar, pero ahora y no antes, porque ahora si estoy preparada para escucharlo, ahora puedo empezar a pensar en un futuro brillante porque estoy finalizando mi duelo. Porque sí, también he perdido a alguien a quien quería, aunque todavía no lo conociera.

Cartas de un proceso

Agosto 08 de 1996

Mi amadísima Elizabeth. Perdona si te he tenido en ascuas. Como sabrás: luego de su partida, para mi no alumbra sol: me he sumido en las tinieblas. La depresión y la melancolía son mis únicas compañeras. He decidido tomar tu consejo de escribirte frecuentemente y dejarte saber mi estado.
Ya infieres lo hondo de mi pena. No hayo regocijo en nada ni por nada. Temo que esta vida misma huya de mí en busca de ella.
Siento mucho dolor. Ya nada tiene sentido para mi.
Solo al escribirte estas líneas puedo dejar ir un poco mi sufrimiento. Gracias por atenderme.


Por siempre de ti: Tayrone.


Octubre 15 de 1996

Aquí estoy otra vez. No hay nuevas y tampoco buenas. Siento mucho nublar tu cielo con mis grises nubes y empañar tu paisaje con mis oscuros matices.
Es tenaz este martirio que me acosa; aún la siento presente. No quiero, ni puedo ni debo aceptar que ya no está. He perdido mucho peso, la comida si no es preparada por ella no me apetece. He renunciado al empleo y no frecuento ya los sitios de antes. Solo ella y sus recuerdos ocupan mis horas y me devoran. Estoy destruido.
Eliza, solo ella puede restaurarme.

Por siempre para ti: Tayrone.


Diciembre 24 de 1996

¡¡Feliz navidad!! Lamento no darte en esta noche buena, buena nueva; Eli, si te escribo es por la tuya petición e insistencia. Y porque creo que de verdad me entiendes.
Pasa maravillosa navidad. Eres estupenda y te lo mereces.
Disculpa el desplante, no puedo recibirte. A pesar de tu persistencia en ello.
Perdóname, por lo que más quieras.
¡Adiós!

Hasta nunca jamás: Tayrone.


Marzo 14 de 1997

Después de tanto tiempo, ¡¡Ahora escribo buenas nuevas!!
Pronto iré a visitarte.
Dos días después de mi despedida, pasé mi cuello por la soga y esperé para consumar el acto el tiempo en que se consumiera un cigarrillo que fumaba; en tanto, y ya casi al arrojarme al vacío, tocaron a mi puerta con una tenacidad y persistencia que no pude menos que bajarme a saber quién osaba a molestar y despacharlos rápidamente para acabar con mi vida de una vez por todas.
Para mi sorpresa, ¡eran nuestros amigos! Llegando esa noche al país vinieron a buscarme: prometiendo sacarme a las fuerzas si me resistía. Convine y nos fuimos.
Después de tanto tiempo, bailé esa noche con una muchacha muy guapa que me hizo despertar y sentir la música como hace tiempo no.
Para resumir: esa noche la pasé de maravilla. Y de repente todo se trocó en contento y sosiego.
No llegué a casa solo, y menos mal, ella llegó conmigo.
Es con ella que voy a visitarte.
Ella se ofreció acompañarme dos días después a llevarle flores a la tumba de mi esposa. Y le estoy agradecido por ello: infinitamente mucho.
¡Es una magnifica mujer y espero pronto lo confirmarás.

¡Nos vemos pronto!


Con amor a ti: Tayrone.

Florecer

Desde hacía meses me quedaba absorta mirando las nubes que deambulaban por el cielo, un cúmulo repetitivo de pensamientos y sentimientos negativos me invadían hasta provocarme un llanto desconsolado, notaba como diariamente mi carácter vitalista, pasional y alegre iba difuminándose como el paisaje en un día de niebla; convirtiendo a la tierra en invisible, desvaneciendo todos los colores a excepción del gris, avivando una impotente sensación de ceguera, donde solo los espectros del pasado y los espejismos del futuro tenían el privilegio de aparecer en escena como los únicos protagonistas.

Cada semana estaba más abatida, el pánico se había apoderado de mí ser hasta llegar a tener miedo al propio miedo. Intuía que si algo o alguien no frenaban aquella avalancha descontrolada de angustia existencial, mi esencia desaparecería. Iba a perderme en el abismo.

Para más inri, un perenne dolor de espalda me acompañaba durante las 24 horas del día, trocando mis noches en auténticos infiernos colmados de pesadillas; para mayor escarnio me sentía dilatada como una esponja, un malestar estomacal, que apenas me permitía comer, me escoltaba donde quiera que estuviese, aumentando mi inmensa tristeza y desolación.

Después de visitar a distintos especialistas y realizarme las pruebas clínicas solicitadas, para descartar cualquier patología orgánica, me diagnosticaron un cuadro "ansioso-depresivo" que somatizaba con tales dolencias físicas; advirtiéndome que si no controlaba mi estrés, cortisol, serotonina, y especialmente mis cavilaciones pesimistas, éste desembocaría en un Trastorno Depresivo Mayor. Fui remitida a la unidad de Psiquiatría y me emitieron la baja laboral, viéndome forzada a dejar, temporalmente, mi trabajo como docente.

Ángela, mi psicóloga, tras las primeras sesiones, me explicó que mi depresión era exógena y que con mucha fuerza de voluntad sería capaz de superarla.

La muerte de mi padre, la demencia senil de mi madre, el aislamiento provocado por el covid, mi propia auto exigencia como mujer, madre, esposa, hija, profesora…eran en verdad mis verdugos.

Siguiendo los consejos médicos, hice de tripas corazón, y empecé a tomar la medicación indicada junto con paseos por la naturaleza, meditaciones, natación, mindfulness y lectura de libros; necesitaba recuperar mis ganas de vivir.

Leyendo a Alejandro Jodorowsky y sus peculiares técnicas de psicoterapia, realicé una de ellas. Escribí en folios todos los acontecimientos patéticos de mi existencia y posteriormente quemé dichas páginas, adquirí un bonsái y enterré las cenizas bajo sus raíces.

Situé mi precioso bonsái en el poyete de una ventana frente a los hibiscos de mi jardín. Comencé a cuidarle y mimarle como si de un bebé se tratase, en pocas semanas pequeños capullos brotaron, regalándome unas lindas florecillas blancas que me alegraban la vida.

Había sepultado las vivencias punzantes de mi pasado y cada flor representaba una esperanza de fe en el futuro.

Actualmente, sigo admirando las nubes y agradezco al universo todos los ángeles que en esa época dolorosa me envió, uno de ellos disfrazado de bonsái.

Hoy he leído este relato a mis alumnos, muchos me han aplaudido.

¡No solo no me perdí, sino que me encontré!

El ronroneo de mi pecho

De la manera más ingenua acabó metiéndose en la boca del lobo que nunca temió. Así es, todo lo observó desde lejos, hasta que sin saberlo ya no supo cómo salir. Todo fluía con normalidad hasta que ese pensamiento reincidente empezó a resonar en lo que parecía ser el corazón. Aparecía y persistía, como si hubiese llegado para quedarse. Al principio lo negaba, pudiendo asemejarse a un suceso de infortunios, sin embargo, la sensación constante de habitar un intruso en su interior hizo sonar sus alarmas. Es ahí cuando cada paso era más pesado que el anterior y por aligerar se acabó descalzando. Ardiente se volvió su amanecer, tanto que no se diferenciaba del anochecer. Su corazón seguía latiendo, pero había momentos en que ese alguien más parecía poseedor de él. Todos sus sentidos parecían aturdidos como si se hubiesen permitido el lujo de tomarse unas vacaciones indefinidas, justo en ese momento. Pensamiento constante de ser conocedor del qué, quién, porqué, yo, tú, cuándo, dónde y cómo. Vueltas en la cabeza y el corazón que hacían que no dejase de querer saciar esa intriga. Sin respuestas propias, pero si ajenas, su ser era el SIM que se esperaba. Cada quedada con la luna se escuchaba y se decía "la luna de mañana verá el sol" aún sabiendo el embuste de sus palabras. Siendo conocedor del poder de las palabras, al igual que Séneca, el resurgir de los sentidos apaciguó las palpitaciones indeseadas. Más claros fueron sus amaneceres, pero aún más oscuros los anocheceres. Ese fue el punto de inflexión donde la erupción del pecho estaba asociada a la herida oculta que fue incapaz de vislumbrar con anterioridad. Sus incógnitas permanecieron y continuaron en su camino sin dejarlas en el olvido, pero el cambio estuvo en lo insignificantes que acabaron siendo. El altar que daba pavor acabó siendo su mesa de baile preferida. Desde arriba se veía como toda tenía luz propia, desde el valle más alejado dónde estuvo hasta el collado más próximo dónde se encontraba. Impensable una vez, pero imaginado muchas, es así cómo el latir volvía a sentirse como alma en calma. Zapatos nuevos en pies viejos era el sentir del fin a su intruso permanente.

La buhardilla de los miedos

Chloé inhala, exhala y suspira al compás de las agujas del reloj, espera sentada en la sala a que su psiquiatra la llame, le ha vibrado el móvil, justo acaban de llamarla por teléfono. Piensa que es Lucas, su pareja, pero su intuición le ha fallado. Es su abuela Victoria, esta vez no ha podido acompañarla a consulta, y quiere saber si está bien. Ella mejor que nadie sabe que su nieta lo lleva pasando mal desde hace bastante tiempo, prácticamente desde su niñez. Pero actualmente, con apoyo de su pareja y sus abuelos maternos está en tratamiento y ha mejorado mucho.

Chloé sufre Trastorno de Ansiedad Generalizado desde que era niña y también sufre depresión grave cronificada en el tiempo. Con sólo ocho años presenció un hecho traumático, la primera paliza que su padre le pegó a su madre en su presencia, víctima fallecida de Violencia de Género. Ella era la verdadera superviviente de aquel caótico naufragio del que nunca quiso formar parte, Chloé recuerda la buhardilla de su habitación con auténtico pavor y ansiedad porque ahí era el lugar donde se escondía de las agresiones y las situaciones de malos tratos que su padre le causaba a su madre.

Cuando su madre falleció y su padre se suicidó, Chloé quedó huérfana y su tutela quedó en manos de sus abuelos, Victoria y José. Para ella más que sus abuelos, eran sus auténticos padres. Gracias a ellos, mejoró en su ámbito académico, laboral y especialmente en su bienestar, salud mental y emocional. Lucas conoció a Chloé a los diez años, pero con el paso del tiempo se convirtió en el amor de su vida.

En el presente es un apoyo fundamental e incondicional en su vida, Lucas sabe que la vida de Chloé estará siempre marcada por su pasado. Conoce sus traumas, sus temores y miedos, su tristeza, su dolor y su sentimiento de culpa, y sabe que siempre estarán ahí y formarán parte de su historia. Desde los ocho años, Chloé ha sido tratada periódicamente por psicólogos y psiquiatras que le han ayudado a mejorar mucho.

La vida de Chloé no ha sido color de rosas, ha tenido que pasar tiempo para que ella pueda ir aceptando sus duelos y sus fases. Ha sufrido muchas crisis difíciles de Estrés Postraumático, procesos y momentos en los que no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama. Nada nunca ha sido fácil en la vida de Chloé, pero ahora las cosas han cambiado muchísimo y todos los cambios han sido positivos.

Chloé tiene pensado cumplir uno de sus mayores sueños, aunque este es un reto complicado para ella, pero muy satisfactorio y curativo. Quiere escribir su primer libro basado en su propia historia, fundamentada en datos, situaciones y hechos reales. Ella piensa que hay que darles mucha visibilidad a las personas huérfanas por casos de Violencia de Género, en la mayoría de casos son auténticos supervivientes cargados de culpa, heridas y daños.

Presente

- ¿Me avisa cuando llegue mi esposa, por favor? Quiero darle una sorpresa.

- Sí, claro, don Julio.

- Le voy a pedir casamiento, y será en la iglesia que ella siempre soñó, la Basílica Santa María del Mar en Barcelona. Ya hice los arreglos.

- Se pondrá muy contenta.

- Sí. Y después iremos de luna de miel a Marruecos. Ella quiere que pasemos una noche en el desierto bajo las caricias de las estrellas.

- Es un plan súper romántico, se pondrá muy feliz. Lo felicito don Julio.

- Es que sí, lo hago para eso. Quiero verla feliz. No me había dado cuenta de su amor incondicional hasta ahora. Todos estos años su vida giró en torno a mí y yo metido en las cosas del día, de la vida. Que la casa, que el trabajo, que el auto. ¿Qué viajar? Sí, claro, pero más adelante. Hasta que un día me di cuenta como en una revelación que lo único que me hace feliz es verla feliz a ella. Entonces me prometí: viviremos sus sueños hasta el último día de nuestras vidas.

- ¡Es muy lindo lo que dice don Julio!

- ¿Me avisa cuando llega? ¿Estoy bien peinado? Tengo un mechón que siempre se me rebela.

- Está espléndido don Julio.

- Una cosa más, ¿me traerías una copita de vino?

(…)

- Hola ¿doctor Barrios?

- Sí, diga.

- Don Julio, el paciente de la 26, pidió una copita de vino.

- ¿El viudo?

- Sí, el que se le murió su esposa en plena luna de miel. Hoy se cumplen diez años.

- Suspéndale la medicación por 12 horas. Sírvale. Yo mañana repongo la botella.

Silencio

Caminábamos caminos de locura unidos y apretados en silencio. Mas los años pasaron sin apenas estridencias dejando una estela de recuerdos. Y un día en silencio nos miramos y, de pronto, ya viejos nos vimos. Y la parca vino a visitarnos. Toda la vida pasé temiendo ese momento e, inexorablemente, se instaló en nuestra casa, misteriosa y mirando al suelo, sin descubrir su auténtico rostro.

Entonces no pude ni llorar. Todos decían que era muy fuerte. No era fuerza, era incredulidad. Ahora paseo por nuestra vivienda y pienso que estás en la cama durmiendo, pero enseguida caigo en la cuenta de que has muerto y rompo a llorar. Sí, ya consigo llorar. He pedido la baja porque he caído en una profunda depresión y estoy acudiendo al psiquiatra y al psicólogo. Cuando tuve la anterior depresión tú me animabas y estabas siempre pendiente de mí. Pero ahora solo Silencio y Soledad son los huéspedes de nuestra casa.

Hace unos días pensaba que si no hubieras fumado y hubieras comido mejor no te hubieras muerto e, incluso, dejé de fumar un poco tiempo, pero ahora pienso que cada uno tiene su día y de poco vale intentar escapar a él.

No hago otra cosa más que llorar y fumar como una posesa. Realmente, no me importa morirme por un cáncer. Si existe algo más allá de la muerte, me reencontraré contigo aunque sea en un estado diferente. Todos dicen que con el tiempo terminaré por aceptarlo. No creo. Siempre estuvimos muy unidos desde los 15 años. ¿Cómo voy a poder soportar tu ausencia si éramos unos niños cuando nos tomamos el uno al otro? ¿Dónde estás, mi niño? No se oye nada, es como si estuvieras durmiendo. Silencio, silencio.

La vida después de la vida

Han pasado dos semanas desde que perdí a mi novia, se suicidó, desde que ella no está no he llorado, no puedo creer lo que paso, sigo pensando que ella sigue aquí y que solo fue una mala broma, aun veo a diario todas sus cosas tal y como las dejó, el cepillo de dientes con su capuchón de gato, la ropa que nunca ordenaba, tirada por la habitación, su pastillero que le ayudaba para seguir el día a día y el diario donde siempre desahogaba sus pesares, vivíamos los dos juntos, solo ella y yo.

Ha pasado otra semana, no puedo enfocarme en mi vida diaria, estoy muy irritable, discuto con mis amigos y familiares porque no pueden entender, todo lo que me sale mal lo agrando y no puedo estar sin pelear con alguien o conmigo mismo, es mi culpa por no poner atención, por no informarme del tema correctamente y no saber qué hacer, ocupar las palabras incorrectas para mejorar la situación, no quiero cerca a nadie.

¿Qué hubiera pasado si ese día no hubiera ido a trabajar y me hubiera quedado? Ella seguiría aquí. ¿Si hubiera visto las señales y hubiera puesto más atención la hubiera podido detener? Si la hubiera atendido otro psiquiatra, ella habría estado mejor y no hubiera sucedido esto, si hubiera estado ahí.

Han pasado tres días y no puedo salir de la cama, la tristeza me alcanzó, no quiero saber nada de lo que sucede en el exterior, me es muy difícil levantarme al baño, siento un vacío en mí, no quiero seguir aquí, ella era mi motivación diaria y ahora no tengo nada, me despidieron y no contesto las llamadas, nadie sabe de mí, ni yo de ellos, siento un peso en mi y no paro de llorar.

No se cuanto tiempo a pasado, fue una eternidad, no fue hasta que vi una foto de nosotros el día que nos conocimos y ella estaba tan espectacular y con la sonrisa que siempre me quitaba todos los pesares, que entendí, que ella no volvería nunca más, tenía que aceptarlo, tenía que abrazar el dolor y no repelerlo, tomar las heridas para crecer y fortalecernos, estar a su lado me enseño lo bonito que es reír, lo bonito que es tener alguien a tu lado para compartir, me enseñó todas sus virtudes a pesar de lo que estaba sufriendo por dentro, su presencia nos dejó mucho para reflexionar, todos los días la recordaré con cariño, con nostalgia y alegría por el cambio que hizo en mi vida, tengo que seguir adelante, eso hubiera querido y con la mejor cara a continuar no la vida.

Amor sin límites

El sol quemaba ese día, el silencio del lugar era tal que podía escuchar como crujía el césped bajo mis pies. Tuve que salir de esa sala, las personas y su murmullo, las preguntas indiscretas, los abrazos no pedidos eran más de lo que pude tolerar; huí y encontré refugio en esa banquita que miraba al valle. Allí mirando hacia el estadio pensé en él y su alegría, de pronto sentí que de un momento a otro me sorprendería por detrás, y con una sonrisa me diría que todo esto era una de sus bromas, una de aquellas tantas en las que caí. Con la mirada en el suelo y mis manos tratando de hallar consuelo entre ellas traté de respirar suavemente para no llorar, pero ya era tarde, las lágrimas ya hacían una carrera por mis mejillas. En medio del remolino de pensamientos, pesqué uno que mi padrino me dijo de niña el día que encontré a mi periquito asesinado por un despiadado ratón; "Él siempre vivirá en tu corazón"; aquellas palabras en ese momento no les presté atención, yo sólo pensaba en cobrarle venganza a aquel ratón. Meses después comprendería lo que él quería decirme mientras me escondía en un compartimento de su escritorio, abrazando el peluche que me dio la última vez que nos vimos. En aquel rincón me refugié por meses, cada vez que quería derramar mi tristeza porque me hacía sentir cerca del único adulto que me comprendía y repetía sus palabras " siempre vivirás en mi corazón".

Ya no estoy en la banca de aquel cementerio, pero hay días en que la cotidianeidad golpea, como cuando encontré la escalerilla plegable que me compró para yo alcanzar las cosas altas; es duro y la cabeza te juega malos ratos y te preguntas ¿por qué no le dediqué más tiempo? ¿Y si hubiera hecho esto o aquello…? Algunas veces cuando esto pasa, trato de buscar un salvavidas, hay días en que no lo logro, otros, bellos recuerdos vienen a mi rescate, un día recordé una conversación con mi dulce abuelita de 103 años; ella me miraba con toda la dulzura que podía caber en su corazón mientras le ayudaba a ponerse sus zapatos, yo al encontrarme con su ojos le dije -¡Qué voy a hacer cuando me faltes mi viejita! Y ella me contestó -vivir, yo he visto tanto en esta vida mi amor, ahora te toca a ti.

Hay días difíciles en los que el recuerdo golpea, oler las pastillas de homeopatía me remite a mi padrino, la melodía de la canción de cuna que mi abuelita me cantaba, pero así como hay recuerdos que derriban, hay más recuerdos de amor, su amor que me ha acompañado durante los años superando pérdidas y también durante las alegrías. Hoy me duele que no estés pero sé que en un tiempo cada vez que vea la estrella del norte en el cielo, sonreiré y diré -gracias por tu amor que aún siento aunque no estés aquí.

Nacer, morir, vivir

Me llamo Verónica Errázuriz. Nací en Santiago, como mi padre, Marcial Errázuriz Espejo-Silva. Mi madre fue su segunda esposa, Emma Lindner, una joven por la que mi padre abandonó a su familia y que bebía los vientos por él. Nunca tuvimos mucho en común mi padre y yo, empezando por la diferencia de edad, y siguiendo con su insolente carácter, su ego inflado y su más que cuestionable moral. En cuanto pude emigré a España.

Fui a parar a Trasmiera, una comarca tranquila debido, imagino, a sus aguas medicinales. Colaboraba en un taller de grabado en Solares donde Marcos pasaba muchas horas. Trabajador abnegado, pensaba yo, pero su fervor era más por mí que por las planchas de cobre.

Cuando volví a Chile para presentarlo, mi madre fue hosca con él. Mi padre ni siquiera se molestó en venir a conocerlo. En las playas de Valparaíso nos sacudimos la arena y la decepción, y a nuestro regreso formamos nuestra familia de dos, empeñándonos a fondo en querernos y en renegar.

Me quedé embarazada con casi cuarenta años. Cómo he lamentado no haber tenido hijos antes. Diego nació en la semana veintidós. El pequeño Diego nació y murió a los ciento cincuenta y siete días de gestación.

Ellos vinieron desde Santiago. Mi padre se paró delante de mí, sin decir nada, sin mirarme. No se lo reprocho. Yo tampoco tenía ganas de mirar ni de ver. Un vientre irrefutablemente lleno el mío, con todos los síntomas de una embarazada; notaba las patadas en mi interior y me resultaba imposible dormir sobre mi panza por el temor de aplastar al bebé que ya no gestaba.

En el coche, a solas, podía gritar a conciencia, de rabia, de tristeza, de culpa, de horror, porque es necesario expresar el duelo así, vivamente, pero es incómodo para otros. No sabemos acompañar, porque es mucho más fácil juzgar y aleccionar, cuestionar el comportamiento de alguien que intentar comprenderlo. Escuché a mis padres en la cocina opinando sobre cómo me recreaba en mi dolor. Yo perturbaba la vida cotidiana que deseaban recuperar cuanto antes.

Reuní el coraje para pedirles que al final del mes regresaran a su casa. Volaron a Chile ese mismo fin de semana. Mi madre se despidió con un roce en la mejilla que intentaba ser un beso, y no hemos vuelto a hablar desde entonces. No es por maldad, ignorancia, desinterés. Es sencillamente por la incapacidad de enfrentarnos a la verdad.

Paseo por lugares oxigenados, luminosos. Hundo los pies en la arena de La Playuca, toco los árboles en el Sendero de los porqués. Intento recuperar algo de mi brillo, asimilando a la vez convivir con esa bola de pelo gris alojada en mi garganta. Durante el tiempo que me queda, de cuya fugacidad soy plenamente consciente, colecciono escenas en las que Diego está presente, no sea que un día no piense en él, y entonces se muera de verdad.

Ya no somos una familia de dos. Somos una familia de tres.

El Cuerpo del Agua

El agua me llega al cuello, cubre mis fantasmas. Evito pensarlo y agito mi mano formando pequeñas olas, veo esa tormenta y veo la calma posterior. Me cruzo de brazos y hago un chasquido con mi boca. Mis ojos enrojecidos suscitan el llanto y los restriego inmediatamente.

Comienzo a frotar la esponja con espuma contra mi cuerpo, casi como un ritual. Sube y baja mecánicamente. Mientras más se acerca el recuerdo, más intenso se vuelve este rito rítmico, a lastimosas velocidades que manchan mi piel.

Me detengo abruptamente y suelto la esponja. El dolor se expresa a través de mis muslos, grita y se retuerce.

Sumerjo mi cabeza y aprieto mis párpados, el deseo de yacer dormida crece conforme pasa el tiempo. Oscuridad, todo se reducía a ella.,

Pero mi cuerpo, rogaba por ver una última vez el sol, sentir el calor en sus poros y quién sabe, tal vez dormitar en las nubes.

Abrí mis ojos bajo el agua. El resplandor era tenue y descuidado, la lámpara en el techo era solo un espejismo borroso y parecía lejano. Los sonidos del exterior se hacían añicos antes de ser percibidos. Estaba sola.

Me había entregado a la nada y, sin embargo, el todo me acechaba en el negro laberinto de mi centro. Respiro.

Observo las pequeñas burbujas, escalar el agua y desintegrarse, íntima y enteramente con el resto. Pienso en mí como una de ellas y me incorporo, me pongo de pie para abrazar la luz, absorber el aire del mañana. Me siento volar, con alas remachadas, más soy libre.

Y vuelo.

V.I.H. (Viviendo Inadvertido para los Habitantes)

Alguna vez fui un fuego fatuo brillante como el resto... Pero ya no, soy el único fuego fatuo que es transparente, ya no tengo llamas de colores, sólo una llama a través de la que se puede ver, y sin embargo nadie puede ver cuánto sufro.

Desde la partida de mi tío a causa de ese SIDA, que causó que su llama se apagara y su calor se extinguiera, lenta y dolorosamente, fue que mi llama se volvió transparente, como si al morir él, de mi sólo haya quedado un fantasma.

Curioso, los fuegos fatuos, ya somos fragmentos de almas, por lo que ahora mi situación es más miserable porque soy un fantasma para los fantasmas. Al principio intenté actuar como si nada hubiera cambiado, pero todo ya era distinto, poco a poco mi llama pasó de ser un vivo brasa anaranjada, a tonos cada día más, y más tenues. Hasta que terminé así, siendo casi perfectamente invisible.

He intentado gritar que me siento mal por la muerte de mi tío, pero parece que ahora que soy traslucido, mi voz también se trasluce entre los sonidos de la naturaleza y sólo me queda arder con rabia, provocando quemaduras y explosiones por todos lados. Haciendo creer a los otros fuegos que hay algún espíritu malvado atacándolos. ¡Qué ilusos! Temiendo por espíritus, cuando el único fantasma que hay, soy yo.

Toda está situación me pone terrible, es como si a nadie le importara mi sentir, y mucho menos la muerte de mi tío. Los días pasan y me voy consumiendo en mis propios sentimientos desbordados, llorando todo el tiempo, pero siendo una llama, mi peor enemigo siempre será el agua ¿Y qué puedo hacer si yo mismo provoco el agua que me perjudica?

Justo cuando ya he decidido dejarme extinguir en la siguiente tormenta, siento el calor de otro semejante, tocando mi mano. El extraño me sonríe y percibo su voz "¿Quieres hablar?" Sin contestar veo como he dejado de ser completamente traslucido y respondo "No lo sé" El extraño me dedica otra sonrisa y pregunta "Parecías pasarla mal estando tan sólo, por eso te pregunto si quieres hablar" Vuelvo a mirar mi mano observando como poco a poco mi habitual color naranja del pasado regresa

Viendo al desconocido por fin rompo en llanto torrencial, mientras el recoge con sus deditos llameantes, cada una de mis lágrimas para que no me consumieran. Una vez que vacío toda mi tristeza sobre él, me abraza y dice "No sé por lo que estés pasando, pero no tienes que hacerlo solo. Puedes contar conmigo para lidiar mejor con ello"

No fue necesario que hiciera más. A veces lo único que necesitamos aquellos que hemos sufrido una pérdida, y más una pérdida no válida para el resto de la gente, es que se den cuenta, que estamos aquí, que aún si no parece válida, padecemos esta pérdida, y necesitamos que compartan un poco de su calor y comprensión para poder volver a sentirnos visibles y completos.

martes, 24 de mayo de 2022

Hoy es martes

Hoy es martes y te fuiste, hoy es martes y te fuiste, hoy es marte y te fuiste, una y otra vez lo repite, caminando frente al cajón, sigue y sigue repitiendo lo mismo reprochándole a mi abuela haberlo dejado solo, hoy es marte y te fuiste, perdido entre recuerdo y realidad, lo tomo del brazo y lo siento tratando de tranquilizarlo, pero es inútil, se levanta y sigue.

Algunos chicos que van obligado por sus padres se ríen, los adultos solo lo miran sin entenderlo o tratando de hacerlo, pero la mente del abuelo razona en los distintos tiempos ya vividos y es difícil entenderlo desde nuestra realidad.

El silencio está atravesado por el murmullo de los rezos del rosario o comentarios en voz muy baja, que confirman la bondad de la que yace, todo se mezcla nudos en la garganta, risas y llantos, solo hay que recorrer con la mirada los distintos grupos distribuidos en los distintos lugares de la sala.

Rompen la monotonía las dos personas trabajadoras del tanatorio que indiferentes a la realidad de la mayoría comienzan a cerrar el cajón soldando la tapa de chapa y poniéndole un líquido que se supone para la conservación.

Se prepara la procesión hacia el cementerio, avivando los recuerdos y comentarios, las risas que no ofenden por cosas que ocurrieron y ojalá que no falten en ningún velorio, por ser parte de la vida, no entiendo ni me gustan estos rituales, pero lo acepto socialmente, solo sé que vivirás en mis recuerdos, saboreando las habilidades de gourmet artesanal sin escuela y que quedará a mi cargo tu compañero de vida, que sigue repitiendo sin cesar que hoy es martes.

Cascada de pensamientos

En algún lugar dentro de una gran mente había una cascada de pensamientos y ésta, caía en un inmenso lago.

Un día, la cascada comenzó a llenarse de aguas negras que al caer manchaban y contaminaban la claridad del lago.

El dueño de la gran mente decidió entonces hacer ríos para dividir el agua.

Habría un río de aguas negras que desembocaría a un pozo subterráneo a donde nadie jamás entraría, y otro que desembocaría en una presa para compartir el agua dulce y clara de aquella cascada con alguna persona con otra gran mente.

Ella no, ¡por favor!

El mudo "Ella no, ¡por favor!

Mi sueño era recurrente y cada vez me costaba más salir de aquella pesadilla. Siempre sucedía lo mismo, y con esos tintes oscuros que no me permitían avanzar; y eso que se suponía que el pasado había cerrado esas heridas. ¡Mentira!

Me veía sentado en un sillón, en la habitación paralela al féretro de mi abuela, con el corazón encogido. No era capaz de articular palabra. Las lágrimas se habían quedado atascadas y eso no me ayudaba a reaccionar.

—¡Cariño, ven y merienda! No has comido nada en todo el día.

Una frase que, en mitad de los escalofríos del sueño, se permitía el lujo de desquebrajar el silencio de mi cabeza. Entre sombras se dibujaba el rostro de mi mamá, para invitarme a bajar a la cocina y alejarme de ese rincón en el que me estaba refugiando. Pero yo solo hacía tiempo para que mi yaya despertase, pegado a la pared contigua, y deseando oír su voz. Me atropellaban los recuerdos; eran como una estampida de imágenes. Se agolpaban sin pedir permiso sobre mis sentimientos, y cada vez dolían más. Yo, para diluir la impotencia, arañaba con las uñas el cojín sobre el que estaba sentado, apretando los dientes, y concentrado para maldecir a la mala fortuna que se había fijado en nosotros.

Pensaba que el estar solo me ayudaría a rezar, y así lograr un milagro que me la devolviese, pero ese momento no llegaba. No entendía nada. Me repetía una y otra vez: «un niño no puede vivir sin abuela, no es justo».

…En aquella desazón, que duraba ya varias semanas, siempre despertaba con las sábanas rendidas a la tristeza, arrugadas como mi ilusión. Una parte de mí se había quedado atrapada en aquel cajón de madera maciza. Y lo peor es que no había sido capaz de despedirme de ella; de mi baúl de consejos preferido. No fui capaz de ir ni a la ceremonia, y mucho menos a ese lugar en donde iba a descansar para siempre. Todo por estar asustado o solo por cobarde, o quizás por ambas cosas. Me enfadaba ver cómo todos habían olvidado y vuelto a la normalidad. ¿Cómo era posible? ¡Qué cruel!

… Una mañana de sábado, mi padre me invitó a que le acompañase para hacer una visita a su madre. Todo mi cuerpo tembló, dudé de si sería capaz de entrar en el cementerio. Pero, aun así, me subí al coche. Durante el trayecto, fuimos recordando las maravillosas cosas que habíamos vivido con Cristina. De todos sus besos, abrazos y carantoñas con los que nos había enamorado a todos. Por la boca de mi papá surgieron palabras de admiración hacía ella, frases que eran todas las emociones que yo llevaba guardadas en mi interior. Poquito a poco fui recobrando la sonrisa. Y cuando estuve frente a su lápida, solo pude abrazarme a su retrato.

…Han pasado veinticinco años y me sigo despertando con la misma impotencia de cuando era pequeño, pero feliz de ser parte de ella.

El adiós en primer lugar

La ginecóloga desapareció, el reloj se paró y la luz se apagó.

Solo estábamos yo y la pantalla que te mostraba inerte.

Estático.

Muerto.

El dolor del mundo atravesó mi pecho cortándome la respiración, sentí formarse un nudo en la garganta que me impedía gritar la rabia creciente en mis entrañas. Tan solo una tímida lágrima asomó para recorrer mi mejilla para perderse en el jersey.

Intentaba tomar aire, pero una mano invisible atenazaba mi cuello, mi corazón y mi alma.

¿Cómo podía haberte perdido antes de llegar a tenerte?

Escuché las palabras como una autómata. Palabras que carecían de sentido y que, a pesar de todo, hoy, cuatro años después, puedo reproducir una por una.

Pasé el fin de semana en completo estado disociativo, tratando de racionalizar la situación con frase estereotipadas como si ha muerto, es porque no venía bien o mejor ahora que más adelante, aunque nada más lejos de la realidad. Tu muerte me mató en vida sin importar el tiempo. Un dolor que se incrementó con los inapropiados comentarios de una sociedad que prefiere mirar para otro lado desacreditando tus sentimientos con un ademán de mano acompañado de eres joven, ya tendrás más. Siempre quise gritar que no eras un vaso que, al romperse, se puede sustituir por otro, pero no tenía la voz no acudía a mi encuentro.

Cuando salí del quirófano, la realidad me golpeó con fuerza provocándome un llanto desconsolado que desató el nudo que me ahogaba desde hacía tres días.

— No está… No está… No está…

Recuerdo que las enfermeras me sacudieron pensando que aún dormía por la anestesia.

— ¡Estoy despierta! — Acerté a articular entre sollozos.

— ¿Quién no está?

— Mi bebé, mi bebé no está. Me lo habéis quitado.

Y entonces, la soledad vino a me envolvió, me aparcaron con mi dolor en una esquina alejada de la sala de reanimación sin una mano que me sostuviese, sin un oído que me escuchase.

Sola con mi soledad.

Sola sin mi bebé.

Sola.

Contemplé las horas, los días y las semanas pasar sin levantarme de la cama, no tenía motivos para hacerlo, tú ya no estabas y yo me había ido contigo. Transcurridos dos meses, por esos misterios que tiene la vida, conocí a Susana, una profesional especializada en psicología perinatal y formada en duelo. A veces pienso que tú, desde ese rincón del universo en el que te encuentres, empujaste las energías que rigen el cosmos para que se cruzase en mi camino y que yo aprendiese a vivir sin ti, pero contigo.

Los primeros pasos no fueron fáciles, yo llevaba una mochila demasiado pesada asida por la mano de la culpa, quien se encargaba de frenarme trayendo al presente los fantasmas del pasado que me susurraban temores, dudas y reproches. El camino ha sido largo, lleno de espinas, de avances y retrocesos, sin embargo, hoy te pienso con el amor de una madre que tiene los brazos vacíos, pero el corazón lleno.

Hasta que volvamos a reunirnos, mi amor.

Presagio

«Pero era su letra. Sin duda. Diminuta y apelmazada». Este pensamiento zigzagueaba en bucle dentro de mi cabeza, pero mi cerebro era incapaz de asimilar lo que veían mis ojos. No me hizo falta leer ni una sola palabra. Supe con macabra certeza que no volvería a verla con vida.

GOE "AMADEO VERSUS AMADEO"

La extravagancia de Amadeo presagiaba un destino fielmente trágico. Sus maneras delicadas y su desvarío innato convivían en paralelo en una existencia inusual. Ascensores internos le transportaban hacia cielos de azules imposibles y el peso de una felicidad hueca le sumergía en infiernos de realidades mundanas, a menudo, insoportables. Su porte, en otro tiempo impecable, fue devorado por chaquetas aladas oscuras y tenebrosas que ahora le cubrían el cuerpo, como un ángel negro. Y así se paseaba por el puente de la Esperanza o de los Suicidas según quién caminara por él.

En su estado de paranoia, el gato de Amadeo rugía como un león y en su vuelta al común sentido de la normalidad ese león se dejaba acariciar y se sentaba en sus fémures artríticos como un vulgar gato de calle, meloso por la hambruna. Era Amadeo compositor de sinfonías inacabadas. Sufría, según él, de un trombo existencial. Escribía sus composiciones en lugares diversos en función de dónde se encontraran él y su musa, que se había vuelto esquiva y arisca, en el momento de la inspiración. Su sinfonía favorita era la número 0. Le daba motivos para alargar su vida porque siempre estaba por terminar. En el espacio que quedaba entre su locura y su sensatez Amadeo lanzaba una pelota cuadrada para que su gato se la devolviera. El gato nunca la cogería. Así, el juego se convertía en infinito. Coleccionaba Amadeo siluetas de las posturas de los suicidas y también palabras que nunca diría porque no les encontraba ubicación en su día a día, en su tarde a tarde, en su noche a noche.

Añoraba Amadeo de su imaginario personal recuerdos hechos de arquitectura efímera y frágil. Tuvo mucho tiempo un amor platónico. Ese amor era él mismo. Pero dejó de quererse. Anhelaba salir de esa lata-cuerpo en el que estaba envasado. Y dejó entrar en su habitación de los proyectos la idea del suicidio y se paseó por el puente. Pero optó, a modo de prueba gratuita, por tomarse la pastilla verde para volver al mundo de eso que llaman gente. Y permitió que una mano ajena, con buenas intenciones, le guiara por ese otro camino por el que que Amadeo nunca pensó andar. Un camino en el que ir dejando su angustia, su inquietud, su pena, con una meta alcanzable, vivir. Y se desprendió de su traje negro alado para hacer con él trapos para quitar el polvo que deja el reconocerse tan mortal y corriente como el prójimo.

Volver a saborear la vida

Carlos disfrutaba dando largos paseos con su moto de gran cilindrada, era su forma de desconectar y de sentirse libre y liberado.

Hasta que ese viernes, ese maldito viernes por la noche, Carlos perdió la vida al chocar contra una señal en una carretera Nacional.

No había nada con lo que pudiera resbalar, no había restos de alcohol ni drogas en su sangre, esa sangre desparramada por el suelo. Tampoco había signos de que hubiera tenido que esquivar algo o alguna persona u animal.

Nada con lo que poder entender esta tragedia, nada que pueda devolver a la realidad a su familia, que solo quiere que esto sea un mal sueño de esos que cuesta despertar.

Negar la realidad suele ser la primera fase del duelo, La familia tarda unos días en ser conscientes de lo sucedido y la rabia y la ira se apodera de ellos para dar paso unos días después a una tristeza tan profunda que dejan de sentir motivos para vivir y se aíslan de su entorno.

Cada persona necesita un tiempo distinto para manejar el dolor que supone perder a un ser querido, y aunque ese dolor se queda siempre ahí, lo hace de un modo menos rígido y se puede volver a saborear la vida.

Cuando la muerte toca tu puerta

Cuando tenía 8 años, la madre de mi mejor amiga murió. Durante varios días, esa experiencia –aunque lejana– me hizo preguntarme, ¿qué sentiría al perder a mis padres? La muerte tocaría mi puerta de forma esporádica y distante.

Mi abuela murió en 2015, a los 83 años. Es la clase de muerte que querría cualquiera: tranquila y sin dolor. Se fue mientras dormía. Aunque la amaba, su partida no fue tan significativa como lo fue para mi madre. Mis tíos la despedían en su habitación mientras esperaban que llegara el ministerio público.

El dolor experimentado fue a través del dolor de mi madre. Recuerdo verla devastada, abrazando a mi abuela y besando su frente mientras le hablaba al oído. Su intento de autocontrol y su sufrimiento fueron principalmente el detonante de mi llanto, lo único que podía pensar era qué haría yo sin ella. Comprendía que el dolor sería tan grande, que incluso su reacción mesurada ante su reciente pérdida me sería imposible de igualar. Durante los siguientes 2 años, ella lloraba silenciosamente siempre que la recordaba, los ataques de llanto fueron amainando hasta que pudo asimilar el duelo.

La muerte no tocó a mi puerta hasta a mis 30 años, con la muerte de mi padre a causa del COVID-19 y marcó mi vida de forma significativa. Luego de casi un año en cuarentena, mi padre tuvo que viajar a Ciudad de México de emergencia. Pese a la urgencia, le rogamos que no fuera debido a la contingencia sanitaria pero no escuchó de razones. Su estadía se prolongó cerca de 2 meses y al volver, se hospedó en un hotel mientras esperaba los resultados de su examen. Salió positivo.

Volvió a la casa -aislado para pasar la enfermedad- pero luego de 3 días, su situación empeoró y tuvo que ser transferido a un hospital y entubado. Fue el mes más tortuoso para toda la familia, buscándole medicamentos e instrumentos médicos para su tratamiento. Hasta que un 19 de diciembre de 2020, a las 11:30pm, recibimos la noticia de su fallecimiento. Mi madre se desplomó al escucharla mientras repetía "me dejó sola". Pero el golpe de su pérdida llegó 10 días después, cuando el laboratorio médico confirmó que estaba embarazada.

Diez días. Durante meses intentando embarazarme, con apoyo de mis padres para los estudios. Sólo diez días y él pudo haberlo sabido. Cuando me felicitaron no pude sonreír, salí a llorar con la misma mesura con la que había visto llorar a mi madre cuando se despedía de mi abuela. Luego de casi dos años de su muerte, veo a mi hija en él. Mi sobrino –que era tan apegado a su abuelo- me ha dicho que ama a su prima porque su abuelo reencarnó en ella. A veces sueño con él y –con nuestra tradición mexicana en celebración a los muertos- quiero creer que me visita y que está en algún plano fuera de este, cuidándonos y protegiendo a mi hija.

La madre de las tempestades

Ayer estaba en la ciudad, me mareé, sentí un dolor profundo en mi corazón, me faltaba el aire; esta mañana mi hermana me comunicó que mi madre estaba ingresada, se ahogaba. Hace unas horas me dieron la última noticia: estaba muerta, murió en el hospital.

En menos de 12 horas, desapareció físicamente de mi mundo, pero en mi mente está en un limbo, a veces viva, otras muerta.

Imágenes de infancia, donde aparece una mujer que me da la mano, o me trata con cariño y devoción.

Está noticia ha entrado en mi vida con ímpetu y desparpajo; teniendo en cuenta que recién pasé un febrero gris, con una grave crisis existencial, una de tantas, ahora no se como o que debo hacer.

Recién llegó la primavera, y mi madre murió, y yo lloré 10 minutos y me flojearon las rodillas, ahora no se que más debería pasar, estoy seco, sin lubricante para tonificar mi corazón encogido, no me quedan palabras de rabia ni congoja, estoy como un animal deslumbrado en la noche, en cierto modo aterrado, nunca fui capaz de valorar una madre, mi madre.

Sigo siendo una persona inmadura, con grandes tempestades emocionales, cada ciertas semanas naufrago, y me siendo con la boca seca y salada, he tragado demasiada agua en mi intento de sobrevivir a mi mismo.

Uno de los más crueles pensamientos después de su muerte, aún me duele sentirlo en mi interior, es que ahora soy más libre de quitarme esta vida, en vida de ella, nunca quise que pasase por ese dolor, ahora tengo esa libertad ética, lo anterior fue un imperativo moral.

Recuerdo a mi hermano explicarme cuando sucumbió a la enfermedad, comenzó a sentir un hilo de música clásica, en su cabeza a todas horas, se derrumbó; que cruel fue el destino con él, joven e inteligente ha acabado arrinconado en un rincón social, donde no molesta a la normalidad, aquella que supongo responde a la norma...no conozco nadie normal.

Mi último recuerdo de mi madre, es su rostro peinado dentro de un féretro a punto de la incineración; la habían peinado de forma que parecía el pastor de Fanny and Alexander, de Bergman, fue el último toque sublime y cómico de su vida.

Aunque me parezca extraño, era la única de la familia estable emocionalmente y siempre feliz, y en cambio le toco una vida a veces ruda y cruel, quien soy yo para decir lo que fue de su vida, aun tengo miedo de solo pensar cuando llegue me próxima tempestad...será la última.

No he llorado casi, no se como aliviar el vacío lleno de ansiedad de su pérdida, si cargo otra carga emocional en mi espalda acabaré de rodillas vomitando mi vida, cargo demasiadas cosas, es inviable.

Maldita ELA

No.

No.

No puede ser.

No.

Papá.

No.

Es mi padre.

Papá.

Pero…

No es verdad.

No.

Pero yo te quiero.

Papá. Mamá, es el papá.

Papá. Tía. Belén. Es… es mi padre.

Pero yo te quiero… ¡que yo te quiero!

¿Por qué? ¿Por qué a ti? No puede ser. ¡No puede ser verdad! Pellízcame. ¡Pellízcame! No. ¡No! ¡Papá!

No me toques. Déjame. ¡Suéltame! ¡Que es mi padre! ¡Que se va! ¡Que se me ha ido! ¡Que me ha dejado! Papá, te quiero.

No me quiero ir a casa a dormir. Pobrecito. ¿Por qué? ¿Por qué a ti? Qué injusticia. Te necesito. No te vayas. ¡No! ¡Joder! Quiero estar con él. Ya descansaré mañana. Necesito dormir en el tanatorio con él. Sí, ya sé que debería darme una ducha. Pero eso ahora no me importa. ¡Que no me importa! ¡Que me da igual! ¡Que no tengo hambre!

¿Ya ha amanecido? ¿Qué hora es? No, no tengo hambre. Papá. ¿Por qué? No nos dejes. ¡Que no! Que te necesito. Por favor. Papá. Qué guapo. Te quiero.

¿Podemos entrar? Claro que quiero entrar. Papá, cariño, te quiero. Papá. No. No. ¿Por qué os lo lleváis? No. ¡No! ¡QUE NOOOOOOOOOO! ¡NOOOOOOOOOOOO! ¡No te vayas! ¡Noooo! ¡Nooo!

¿Y si aún respira? ¿Y si solo está dormido y se levanta? No os lo llevéis aún. Por favor, Dios, que se levante. Dios, por favor, ayúdame. Te prometo que si se levanta nunca más volveré a hacer nada malo. Por favor, Señor, Dios, Buda, Universo, Pachamama. Ayudadme.

Silencio.

No. Déjame.

Que no me tomo esa pastilla. Que yo me quiero morir. Que no me quiero calmar. Que se ha muerto mi padre. Que me dejes. Que no me tomo nada. Dámela. Me la tomaré luego. Necesito llorar. Necesito estar consciente. Luego la tomo. Dame media. Para luego.

¿Qué hago yo aquí? No quiero vivir. No sin ti. Déjame sola. ¿Cuántos días llevo despierta? Dame la pastilla. Necesito dormir.

Silencio.

Sueño.

Letargo.

Ausencia.

Mirada perdida.

Tristeza.

Rabia. No. Rabia ya no. Soledad.

Soledad y tristeza.

Vacío.

Nada. La nada más absoluta y profunda. Sentirse muerta respirando. Latido lento.

Maldita ELA.

Lágrimas.

Llanto.

Tiempo.

Indiferencia ante la vida.

Tristeza total.

Mamá, vámonos un par de días donde nadie nos pregunte. Cojo un hotel. Necesitamos desconectar. Dejar de dar explicaciones. Dejar de dar lástima. Dejar de dar pena.

Mamá. Te quiero. Estoy aquí contigo.

Vamos a salir. O a ver un monólogo. Necesitamos reír. ¿Reír? Reír. Bueno, con no llorar es suficiente.

Venga, vámonos. Un par de días de hotel. Solas.

Porque la vida sigue. Sigue para nosotras. Y nosotras tenemos que seguir con la vida.

Vamos a tomarnos un mojito. En honor al papá. Como le gustaban a él. A nuestra salud. Porque estamos juntas. Porque estamos sanas. Y volveremos a ser felices. Chinchín. ¡Salud!

Porque cuando el papá se caía y le preguntaban: ¿dónde te pongo el hielo? Él contestaba: en un vaso.

Y yo voy a vivir mi vida así.

¡Salud!