Una palma real, un aguacero, ambos en subasta sobre blanquísimas sábanas.
Era Céfere en decúbito supino.
Para los comunes, incluyendo a la cámara inglesa, solo un cúmulo de acciones iniciadas en el pasado y concluidas en el pasado, un tenue copretérito. Para los propios, la gran posibilidad, el acechante y terrible subjuntivo.
Recuerdo la algarabía de todos tras el abrazo sudoroso, sudaba como una letanía, cándida y extendida, y el maletín repleto de cajetillas de cigarros ante los ojos apulmonados de hermanos varones empedernidos en una de tantas escaseces de fumarola. Jamás volví a ver tanta alegría reunida, tampoco tantas cajetillas de cigarros.
Dedos de falanges distales hipertrofiadas escrituralmente, dedos que apuntaban a cualquier parte como arqueros desquiciados por la inevitable toma, de bárbaros, de la muralla de la ciudadela.
Verso genuino, de campiña, rocío y esdrújulas mariposas.
La pisada de un charco en cualquier camino; me inclino ante ti como un clavel al mediodía o sobrevivir a todos los días del diluvio, cercenaban su prisma tremendo de salud mental anquilosada.
Una vetusta fotografía de un escolar de su mano y árboles, recordaba en la mitad de la sala de la casa de la abuela, que era y pudo haber sido papá.
Siempre le jodí, y él lo disfrutaba, sobre la posibilidad, no esquiva, de que padeciese alguna rara condición emergida de una hipoxia continuada, anoxia a intervalos, dada por los requerimientos hemoglobínicos de su falo.
Una vez estuvo, me contó, en el balcón de alguien que vivía cerca de Lezama y que le vio, se vieron, y yo juicioso, aseguro que si se vieron pues Lezama se la tuvo que haber visto y así inspirarse en su estruendoso Farraluque.
Sonrisa de auspicio de todas las alegrías. Sonrisa de croissant.
Tuvo varias suturas cefálicas y cambios de dentición recurrentes gracias a su facilidad, jamás precaria, para caerse de la cama.
Algo llegó a convulsionar una que otra vez, demasiado verso ovillado, demasiado verso por desovillar.
Sátiro más allá del desenfreno, robó besos increíbles y acumuló muchos más intentos fallidos, besos en tentativa.
Le corregí y me corrigió algún que otro verso imposible. Hicimos a dos manos un poema que no encuentro, un verso cada uno, tiro a tiro, como la hechura de sandalias por gitanos jamás vendidas en un mercadillo a las afueras de Cádiz.
Cruzaba las piernas cual si pareciese un adulto exacto, y miraba con par de niños al borde de un río serrano en sus pupilas.
Le costaba hacer silencio y jamás tuvo dinero.
Su única ostentación era recordar.
Planificaba travesuras constantemente y derramaba siempre comida sobre la mesa con una ingenuidad proverbial.
Gustaba de las frondas, los cagüayos y los colibríes.
Una mujer desnuda atravesaba sus dibujos.
Todos sus arroyos confluían en otros arroyos.
No metamorfoseaba, era la pureza en múltiples estados de pureza.
Jamás se inflamó.
Todos los fuegos fueron repartidos equilibradamente en el resto de la familia, yo incluido.
Suelo abrazar con un solo brazo, incluso después de leer "El libro de los abrazos".
Nunca he abrazado tantas veces, con los dos brazos, a un ser humano.
Su subjuntiva existencia asegura, al menos a mi, que puede aparecer y darme un abrazo sudoroso de versos inacabables, para así poder abrazarle otra vez, con los dos brazos.
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