Mi hermano mayor era inexistente. Yo me declaraba "hija única" frente a los demás.
Mis padres lo sacaban de paseo antes de la aurora. A veces se quedaba en calma y sonreía, y yo deseaba entrar en el laberinto de su problema, pero mutaba de súbito. Hablaba solo. Daba puntapiés, riendo, a bancos y semáforos, y el rostro de mis padres se alzaba, por si alguien fuese testigo de su desgracia y estigma.
—Si lo cuentas ¿quién va a querer casarse contigo? Pensará que es hereditario y el chico se irá.
Y hablábamos de él como de un objeto. Cuando mis padres falleciesen, debería entrar en una institución. No podían dejarme tal carga vitalicia.
Llegó un momento en que no nos dirigíamos a él, resolvíamos sin preguntarle, y si alguien nos visitaba, una rareza, permanecía con él en su dormitorio hasta que abandonaban el piso.
—No puedes salir ahora, porque hay gente.
—Ah.
**
Un día comencé a deprimirme, sin causa justificada. Fui empeorando muy deprisa y perdí súbitamente el deseo de vivir. Lo conocido se alejaba de mí y se desvanecía toda apetencia.
—Quisiera morirme ya.
Me enviaron al médico, quien recetó antidepresivos.
Mis padres empezaron a no hablarme como solían, tomando por mí decisiones y excluyéndome de los acontecimientos. En sus miradas se leía perfectamente: "Dos de dos".
Entendí la horrible conducta que había aprendido de ellos. Un muro nos separaba, inexpugnable.
Penetré en el cuarto de mi hermano y, desconsolada por la injusticia, lloré en su hombro. Entonces él suavizó su rictus y me dijo:
—Nada, nada. Lo tuyo, pequeño. Nada.
La dulzura de tales palabras había caído sobre mí como un bálsamo. Empecé a sollozar por él, por quien debería haberlo hecho desde el inicio. Aunque no iba a juzgar a mis padres, atados a la incultura y la desdicha.
Al cabo de unas semanas yo había mejorado notablemente.
—Usted que lo trató, ¿cree que mi hermano sufre? —pregunté, sin saber el motivo, a nuestro médico de familia.
Me examinó, iracundo.
—¿Acaso lo dudas? ¡Qué importante es la salud mental! Ese chico vive en un infierno. Ojalá la Ciencia pudiese arrancarlo de él.
**
Al poco, me enamoré. Tras presentarme con mi novio en casa, dije que esperábamos allí a los amigos del grupo. Papá se agitaba frenético, intentando decirme que no, con alusiones que ignoré.
Al llegar la pandilla, rogué que aguardasen un momento en el salón.
Cogí del brazo a mi hermano.
—Aquí está la persona que más quiero del mundo, quien me ayudó cuando lo necesité de veras. Mi hermano Óscar.
Enseguida comprendieron qué sucedía. Óscar abría con asombro los ojos.
Y todos le saludaron, con gritos y besos e invitaciones, a los que él correspondía con su sonrisa triste.
Mi novio le ciñó con fuerza.
—¡Eh, Óscar! Que pronto vamos a ser cuñados.
Y, al ser aludido por su nombre, en medio de tal algarabía, Óscar se puso, torpemente, a bailar en medio de la sala.
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