Como me aburría, decidí coger una infección en el metro de Plaza España.
¡... Pero si Zaragoza no tiene metro! - me increparás.
¿Y quién está contando ésto? - rebatiré.
Pues éso.
Subí al metro a descubrir vagones y hallé un asiento vacío en el primero A, junto a la ventanilla.
Una vez instalada, miré a mi izquierda y vi en el primero B una mujer limpiando con añejo Cristasol su ventanilla. Sospechando la confusión en mi mirada, cambié la expresión para comentarle en tono ligero...
¡Buenos días... igual llueve y le echa por tierra la faena este tiempecito cambiante!
Ella me miró sorprendida para cambiar de inmediato su actitud con su respuesta condescendiente:
Pero mujer, si estamos bajo tierra... ésto es un transporte subterráneo, ¿no se ha dado cuenta?... Aquí no hay lluvia que valga.
Dicho ésto volvió a su restregar con mayor brío invisibles manchas.
Yo no me conformé y seguí preguntando:
Y... ¿hace mucho que vive usted aquí?
Pues sí, - contestó ella- dos meses, aunque soy inquilina a días alternos, los pares en concreto.
Evidentemente complacida por mi interés en su persona, dobló la bayeta y la guardó en su bolsa de plástico.
Se inclinó hacia mi lado, acortando la distancia del pasillo y casi me susurró:
Tengo te y panecillos para desayunar, ¿le apetecen?
Algo en su mirada se había hecho niñez y sus palabras revelaban cierta ternura. Acepté la invitación y así estuve, compartiendo en unas tacitas diminutas y floreadas un te invisible, dando de vez en cuando bocados a pedacitos de un pan inexistente.
Durante todo el tiempo que duró el ágape, la complicidad jugando en nuestras recíprocas sonrisas saneó mi mente de aquellos tropiezos en los que solía vagabundear, aferrada a una vida normalizada, antes de conocer a mi amiga desconocida.
Cuando me despedí de la mujer por haber llegado a mi parada, decidí viajar cuanto pudiera los días pares en la linea de metro Plaza de España, Zaragoza.
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