miércoles, 29 de abril de 2020

El azul

Alain estaba en una silla de ruedas, no tenía dientes e iba a cumplir sesenta años. No hablaba casi nunca. Era un tipo grande, con manos grandes de obrero. Acercamos su silla a la mesa y pusimos a su disposición botes de pintura, brochas, pinceles y papeles.

Alain eligió una brocha gorda y la probó con destreza frotándola contra la mesa. Hundió la brocha en un bote de pintura y con amplios gestos cubrió uno y otro y otro pliego de papel de brochazos vigorosos, de actos que daban lugar a hermosas pinturas herederas, a nuestros ojos, del impresionismo abstracto.

Volvió todos los viernes en los que había taller y siguió pintando con el mismo entusiasmo. Un día eligió el color azul. Un azul claro y lleno de luz y desde entonces ya no quiso pintar con ningún otro color. No sé cuantas semanas de complicidad necesité para que Alain, que guardaba casi siempre un impenetrable silencio, me explicara con dos palabras esa decisión, de la que yo no conseguía distraerle. Alain había tenido una esposa, una mujer de ojos azules. Una mujer que había muerto.

Antes de comenzar a ocuparme de aquel taller de pintura en el CHAPSA de Nanterre, un centro hospitalario de acogida para personas sin domicilio, hablé con mi médica de cabecera. Ella había defendido, al iniciarse nuestra conversación, la tesis según la cual es necesario ser un enfermo mental para perderlo todo. Desde mi punto de vista, otra forma de explicar la abundancia de psicopatologías entre los que no tienen casa, también sería la de pensar que el dolor de la exclusión te puede volver loco.

Yo nunca había visto un wáter tan sucio como aquel que utilizaban los usuarios del CHAPSA, eran ellos mismos quienes, con un empleo demencial de los servicios creaban esta situación. Ya fuera del campo de exterminio, Primo Levi mira un montón de harapos sucios en un rincón de la calle y se pregunta: ¿Y si es un hombre? Esto es lo que nos cuenta en el prefacio de ese gran libro suyo, ese que encuentra en esta pregunta su título. El crimen nazi añadió a la muerte de tantos inocentes el deseo previo y monstruoso de deshumanizarles. Un dispositivo destinado a excluirles de nuestra especie, sometiéndoles a una existencia degradante, la experiencia del campo.

En la calle se vive con la urgencia de lo inmediato. Se come, se bebe, se duerme cuando se puede y los rituales que estructuran el tiempo desaparecen hasta que el tiempo mismo no es. Así se pierde conciencia de los lapsos necesarios a un desplazamiento y con esto desaparecen también las distancias y las ideas de espacio y de trayecto: antes, después, mañana. La locura debería ser considerada como algo que no solo concierne a la persona que la sufre. Más allá de sus aspectos químicos o genéticos, es también la expresión de mecanismos que todos alimentamos. 

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