Todas las tardes, a las ocho menos un minuto, comienzan a sonar aplausos en la calle donde vivo. Debo suponer que también son para mí, aunque me resulta extraño: siempre he sido una paria de la sociedad, alguien prescindible de quien alejarse.
Recuerdo los insultos y las burlas que padecí en el colegio mientras los adultos que debían velar por mí hacían la vista gorda. Cosas de niños, decían. A menudo me pregunto si ello tuvo que ver en el desarrollo de mi enfermedad o si ya estaba escrito en mis genes.
Desde que tengo memoria siento pánico ante la posibilidad de estar sola, y a menudo he perdido la dignidad por evitarla. Abandoné los estudios y a mi familia, y me fui de casa con apenas diecisiete años. Creía que vivía en un cuento de hadas. Al poco tiempo se convirtió en un infierno, del que aún conservo las secuelas.
Después de mi primer intento de suicidio me dieron un diagnóstico: trastorno límite de la personalidad. Curiosamente, poner nombre a lo que me pasaba me hizo sentirme mejor. No era una mala persona, ni una loca: solo estaba enferma.
Por desgracia, no hay cura para mi problema, pero sí algunas pastillas de colores que alivian mi tristeza y mis ganas de morir. Pequeñas píldoras de felicidad que me ayudan a levantarme cada día.
Pero en las últimas semanas, desde que me enfrento a la muerte a diario, necesito aumentar la dosis que me permite conciliar el sueño. Ya no me vale todo lo que aprendí en interminables horas de terapia para mantener a raya a la ansiedad, esa bestia que me estruja por dentro hasta impedirme respirar.
Cada día, cuando llego al hospital y me cubro la cara, y me enfundo en una ropa que no sé si me protegerá, pienso que puede ser el último, que pronto voy a engrosar la lista de contagiados, de cuerpos inertes en un depósito de cadáveres improvisado.
Cada vez que rocío con desinfectante las superficies, que friego el suelo, que limpio por enésima vez los baños, siento que el bicho invisible me espera agazapado en cualquier rincón para atraparme.
Después, vuelvo a casa, pero el miedo me sigue torturando: temo contagiar a las personas que quiero, pasarles un virus que puede resultar mortal.
Nunca me lo perdonaría.
Sí, esos aplausos deben ser para mí también, aunque no creo merecerlos.
Siempre fui la loca a la que todo el mundo ignoraba.
Ahora me llaman heroína, pero solo soy una mujer asustada.
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