Por fin encontré la palabra que andaba buscando y que saneaba mi mente: anticonstitucionalmente. Veintitrés letras. Ahora ya puedo dejarme atrapar por Morfeo. Maldito número y maldita palabra. Cuando no puedo dormir me ayuda recordar lo ardua que fue mi búsqueda en el diccionario, hasta encontrar una palabra que cerrara el círculo. El círculo, claro, que yo había gestado en mi cabeza. Primero, como una imprevista tormenta de primavera que te sorprende tras un día soleado, me dediqué a sumar el deletreo de los números de las matrículas hasta conseguir una que computara trece: seis-dos-uno-uno. Si conseguía que el total de los números, además, sumara veintitrés, guau, qué alivio, qué terrible felicidad. Hasta aquí, no dejaba de verlo más que un ejercicio mental. Había leído que la agilidad mental arrincona al Alzheimer y otras enfermedades neurodegenerativas así que, bendito "vicio". Sin embargo, cuando me di cuenta, estaba metido en la espiral. Yo controlo, me repetía al igual que haría un bebedor un martes de madrugada. El problema vino a los pocos meses. Si no conseguía cuadrar esos números con las letras, sospechaba que algo nefasto podía suceder. Igual fue un nexo absurdo, pero esa mañana, camino al trabajo, y por más que busqué desvíos y callejuelas con las que iniciar el día según procedía, no logré toparme con ninguna matrícula que me dejara satisfecho. Y entones, cuando ya llegaba a la oficina y la ansiedad había dado un golpe de estado a mi cuerpo, un coche me arrolló en un paso de peatones. ¿Lo curioso? La matrícula de ese vehículo. ¿Alguien da más? Sí: ese pato de peatones contaba con trece franjas de una pasmosa simetría. Sí, para una mente "normal" esto no tendría más recorrido, pero la dopamina y otros neurotransmisores del estilo eran para mí, desde que recuerdo, una cascada química que ningún piragüista estaría dispuesto a surcar. Primero fueron los tics, poco vistosos y que entraban, según parámetros médicos, en lo posible para la edad. "Tourette", certificó el neurólogo, no es mortal pero sí puede condicionar las relaciones sociales. Avanzamos en su estudio pero no sabemos todavía cómo atajarlo. Después los tics se convirtieron en complejas combinaciones musculares y sacudidas carentes de todo sentido: igual estrujaba el estómago que me daba saltitos pares. En otra época, me hubieran dado por endemoniado y ya estarían prendido una buena hoguera. Sacudidas y movimientos descontrolados eran todo uno. La clave: convertir esa etiqueta en una particularidad, una marca registrada de la casa. Lo conseguí de un modo muy curioso y característico, pero esa historia me llevaría demasiado lejos y debo dormir: son ya las 23:13.
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