Me paré frente a tu puerta y leí: Bárbara Hoz. Médico psiquiatra. Con el dedo acariciando el timbre respiré hondo, cerré los ojos y me di la vuelta. Antes de llegar al ascensor, paré, cerré los ojos y di marcha atrás. Y llamé. Finalmente, llamé.
Yo lo amaba con locura, con esa locura que tú me explicaste con cordura y que a él le hacía creer, precisamente, que no lo amaba. Había buscado en la calle, en el trabajo, en las redes, en la pantalla, hombres que llenaran mi vida de pasión, de deseo, de situaciones estimulantes mientras él estaba en casa, con mis hijos. Él era el hombre inteligente, generoso, cariñoso, atractivo y amante que había querido como compañero de vida, sin dudas, sin ninguna duda.
Yo me creí mala persona durante más de 10 años, sin embargo, ningún otro aspecto de mi vida me confirmaba que lo fuera. Amaba a mi familia y me amaban. Tenía un montón de amigos. Me faltaban dedos en las manos para contarlos. Siempre estaba disponible para ayudar a los demás. Da igual: con la bolsa de la compra, aguantando una puerta, dejando dinero, lo que fuera. Era reconocida como buena empleada, responsable y trabajadora. Era socialmente activa en mi comunidad y reivindicativa frente a las injusticias. ¡Era buena! ¡Sí, era buena! y sin embargo… Ese impulso por lo prohibido, la emoción de andar a hurtadillas, a escaparse de noche, a meterme en otra cama que no fuera la mía, a sentirme deseada, a llamar a escondidas y a inventarme mil excusas para llegar tarde a casa. Todo eso parecía que helio que llenaba mi depósito personal para volar. Hasta que llegaba a casa. Entonces veía al hombre al que amaba. Y sus abrazos me rompían.
Me liberaste el día en que me contaste que no había sido mala. Que mi pecado no estaba en mi alma. Mi pecado estaba en mi cabeza, y me dibujaste con poca maña en un papel mientras me decías: ¿Dónde vas, Ferrari mío, con el depósito a medias!? Y le pusiste un nombre: depresión. Detrás de ese nombre siguieron un montón de otras palabrejas que no terminaba de entender, pero que adoré. Y las adoré porqué me decían que no era mala. Me estabas diciendo que mi vida parecía un problema de matemáticas con problemas en el anunciado. Nunca podría resolverlo si me faltaban variables.
Proporcionaste esas variables a mi cabeza y todo empezó a engranar. Simplemente parecía que el mundo tenía más luz. Poco a poco perdí miedos absurdos. Día a día me volví más valiente. Ya no me daba miedo decir NO. O decir SÍ. Le miraba de frente sin apartar la mirada y le decía: te quiero. Podía gritarlo: TE QUIERO! Podía sentirlo intensamente: LE QUIERO! Y cómo no me daba miedo, se lo conté.
Y lo perdí. Nunca volvió. Nunca se atrevió a creerme. A creerte. Tampoco a muchos a quién se lo conté. Pero yo … yo me perdoné.
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