La primera vez que vi escrita en la fachada la palabra "loca", con una caligrafía irregular, sabía perfectamente que iba dirigida a mi hija. El toletole del pueblo, con su runrún in crescendo o in diminuendosegún yo me alejaba o me acercaba al foco del rumor, no me era desconocido desde que nos mudamos, hace ya siete meses.
Elvira, que así se llama, fue diagnosticada con el síndrome de Frégoli cuando cumplió los trece años, tras innumerables visitas a los más prestigiosos especialistas de la región. Alguien que se multiplica y se disfraza de otras personas la sigue y la persigue a todas partes con intenciones de maltratarla, según le dicta machaconamente su instinto de supervivencia. En los momentos más críticos hasta a mí me confunde con su hipotético acosador y entra en pánico.
Yo me pongo en su lugar y sufro por lo que debe sentir al no encontrar paz y quietud en ningún sitio, al no disponer de ningún refugio a sus fantasías, que se hacen más y más reales en el interior de su cerebro. Lloro por la desprotección que debe reinar en su espíritu cuando hasta mí, su nido, su fortín, su atalaya durante estos cuatro años, me atribuye cualidades abyectas. Estoy muy pendiente de administrarle su flufenazina, pero aún así no consigo evitar episodios de alteraciones en público que tienen como consecuencia las pintadas y el rechazo de sus compañeros y cada vez con menor intervalo.
Soy la directora del único instituto de la comarca y mis actuaciones siempre están en el punto de mira cuando mi hija protagoniza algún brote psicótico en el recinto de enseñanza. El primer día del curso les expliqué a los de su clase, aprovechando su ausencia, las peculiaridades de Elvira. Y les rogué comprensión por el bien de su salud mental y la de todos. Pero cuanto más jóvenes somos los humanos, más crueles; y enseguida pasaron de la curiosidad al rechazo por lo desconocido, y de ahí rápidamente a la discriminación. Esta ha sido mi realidad cotidiana desde que recuerdo. Y eso que el doctor Muñiz me aseguró que su síndrome estaba entre débil y moderado.
Mientras friego la pintura, intentando borrar el calificativo que campea en el frontispicio, me mantengo mentalmente ocupada elucubrando sobre las posibles causas de su empeoramiento reciente. Y en este ensimismamiento estaba cuando un coche de la policía nacional se ha detenido a mi altura. Uno de los agentes se ha dirigido a mí para darme la noticia de que habían detenido a un peligroso delincuente, a quien vigilaban las veinticuatro horas desde hace un año, cuando ha intentado secuestrar a mi hija cerca del instituto.
El poli se ha quedado de piedra, con una cara de perplejidad increíble, cuando en vez de llorar por el suceso me ha visto saltar de alegría. Y al fijarse en la palabra que intentaba borrar con amoníaco, ha debido pensar –y con razón- que la destinataria del graffiti era yo.
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