Caminaron hasta la esquina y después doblaron. Sería la cuarta o quinta vuelta, pensó Javier.
—¿Una más? —preguntó.
Ella no dijo nada, solo movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo.
—Parece mentira —siguió él.
—¿Qué cosa?
Ahora lo miraba, creyó, por primera vez desde que salieron a pasear. Tenía los párpados caídos y ojerosos, como si se hubiera pintado una delgada línea negra justo por encima de los pómulos. Su pecho rojo contrastaba con su remera blanca escotada. Sus brazos seguían cruzados. Él abrió la boca, pero la cerró antes de decir una palabra.
Dieron una vuelta más. Ahora los árboles se movían como si alguien los agitara desde abajo. El cielo estaba encapotado. El polvo de ladrillo, más oscuro. Los juegos, vacíos, y las hamacas apenas se agitaban. Un viento mínimo, tímido, elevaba el flequillo de Javier y lo descuajeringaba.
—Lo de los árboles —continuó.
—¿Qué tienen los árboles?
—En esta época, es algo.
—Están igual que siempre —dijo ella.
—No… tienen algo. Como si siempre estuvieran moviéndose. Y tiran como agua, pero no llueve ¿no sentís?
—Es el viento, es la primavera, Javier. Seguro ahora van a caer soretes de punta.
—No, no es eso. Es como si lloraran.
—No sé, entonces.
Rocío caminó más rápido. Apretaba los dedos de las manos y los estiraba. Se acomodó el pelo para un lado y para el otro, y volvió a estirar los dedos. Javier asintió para sí mismo y la alcanzó. Atinó a tocarla: le había dicho que cuando estuvieran por pasar esos ataques de pánico la dejara sola, pero que no se fuera.
Llegaron a un banco y se sentaron. Ella se inclinó sobre sus rodillas y se abrazó a sus piernas. Respiraba fuerte. Su espalda se ensanchaba como un sapo y volvía a vertebrarse y suspiraba entrecortada. Él puso su mano encima; no apretó, sólo la sostuvo y sintió como de a poco el calor y la transpiración llegaban a su palma y a sus yemas. Se secó en su pantalón y volvió a dejar la mano ahí, descansando.
Ella dio un último bufido y se quedó en silencio por unos segundos. Después, se incorporó y apoyó la espalda contra el respaldo de madera blanca. Miró al cielo y cerró los ojos.
—¿Mejor? —preguntó él.
Ella frunció la nariz y una lágrima se escapó por una de sus patas de gallo:
—No me quiero sentir más así.
Javier la atrajo para sí. Ahora sentía la humedad en su hombro y su respiración ruidosa y pausada. Le acarició el pelo. Sintió que temblaba, o eso le pareció, y la abrazó más fuerte.
—¿Querés que subamos a casa?
—Un rato más —dijo ella.
—¿Segura?
—Un rato más.
Los árboles se agitaron más fuerte; un par de gotas les cayeron encima. El cielo se oscureció más, con una franja anaranjada para al lado del oeste, calculó Javier; y a lo lejos, más allá del ruido de la General Paz, se escuchaban truenos.
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