lunes, 27 de abril de 2020

La entrevista

Cinco. Seis. Siete. Ocho flores. Un punto. La secuencia se repetía. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Creo que había cinco milímetros entre flor y flor, pero soy terrible para las matemáticas. Me gustaba esta blusa. Me molestaba el hilo en el puño derecho, ese que sobresalía y me hostigaba. Me gustaba esta blusa. Xiomara me acompañó a comprarla. Es que la entrevista era importante. Mis finanzas dependían de ella, y no podía permitir que se me notaran los hilos.

Si me lo preguntas, todos fingen ser normales todo el tiempo. Pero gente como yo, a veces, necesita empeñarse más. Por eso Xiomara era mi única amiga. Ella lo entendía, que tengo Asperger. La quiero con todo el corazón, pero es tan neurotípica a veces.

Mientras esperaba el metro, un hombre mayor y un niño se plantaron a mi lado. El abuelo llevaba un bastón, el niño un helado de chocolate. ¡Martirio! Eso me puso más nerviosa, para serte sincera. La blusa era nueva. La entrevista, importante. «Respira, Carmen. Respira», pensé. Para relajarme, listé las canciones de Nat King Cole por orden alfabético.

Una vez a bordo, apenas había asientos libres. Me tocó la suerte de sentarme junto a mis acompañantes indeseados. El niño, gordo, de cabello rojizo, y sobre todo pertinaz, no hacía sino atacarme con preguntas mientras un pantano de chocolate le amurallaba la mano. Me dijo que se llamaba Aquiles. Con buen tino, el abuelo le dijo que no me molestara; me guiñó un ojo. Apenas lo noté, ya que no podía fijar la mirada en él; eso lo puso tenso. Aquiles le preguntó si yo estaba loca. Morigerado el abuelo, sonrió, replicó que todos tenemos problemas, y descendió en la siguiente estación.

Se despidió, pero no pude responderle. Estaba focalizada en la lista de canciones. A Beautiful Friendship. Am I Blue? Autumn Leaves. Un cantante extraordinario. Y el helado se derretía.

Faltaban dos paradas cuando Aquiles se hartó de hacerme preguntas y me atosigó con sus historias. Que no le iba bien en la escuela. Que los otros niños se reían de él. Que los maestros se mofaban de su dislexia. Y el helado se derretía.

—¡Mi estación! —exclamó Aquiles y saltó de su asiento.

Entonces, lo peor. Sí, su helado aterrizó en mi blusa. Aquiles me pidió disculpas llorando. Por alguna razón, la palidez de su rostro se tiñó de rojo. O le dio vergüenza o se enfadó.

—¿Por qué lloras? —le dije en voz baja y sin mirarlo.

Aquiles chilló. Entonces lo entendí.

Él bajó y se quedó parado en el andén, su rostro lluvioso y su mano en alto diciendo adiós. Lo entendí.

Una mujer se acercó. Me dio un pañuelo y una botella de agua. Se lo agradecí. ¡Lo entendí!

El abuelo estaba en lo cierto. Todos tenemos problemas. Aquiles definitivamente los tenía. Esa mujer, el abuelo… Y cada una de las personas en el metro esa mañana. Y todas las mañanas. Con chocolate en la blusa, supe que triunfaría en la entrevista.

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