En Cibeles suben una mujer y una adolescente. La señora se sujeta un pañuelo blanco en la cara, como si fuera a estornudar. La chica observa con atención a los pasajeros y los sitios libres. Finalmente se sientan delante de mí. La señora me mira fijamente antes de sentarse y una vez sentada, no deja de darse la vuelta. La joven le pregunta cuándo van a visitar a la abuela, pero la señora no le hace caso. No deja de volverse hacia mí, ahora bruscamente, como si le estuviera molestando. Ya no lleva el pañuelo en la cara. Va masticando chicle, abriendo mucho la boca. La joven me mira de soslayo y le dice algo bajito a la señora al oído. Sigue sin hacerle caso. Empieza a canturrear "verde que te quiero verde" y se vuelve ya por completo en mi dirección. La chica le pide que se calle y que mire para delante.
—Es que este señor de verde me está molestando —dice en voz muy alta.
Imagino que se refiere a mí. Me hago el tonto porque sospecho que la señora no está bien y no tengo ganas de líos. La chica me mira a mí y a su alrededor, toda roja, le da un codazo y le pide que por favor no empiece de nuevo. Los pocos pasajeros del autobús nos observan curiosos, algunos divertidos. La señora acaba por volverse para delante. Se calla durante unos minutos. La joven intenta concentrarse en mirar por la ventana, pero veo, por los movimientos de su cabeza, que no deja de vigilar de reojo a la señora.
De repente ésta se levanta, deja caer su bolso y se va a la cabina del conductor.
—Perdone, pero ese señor de ahí me está molestando —dice señalándome.
—¿Qué dice, señora? —contesta el conductor con voz de hastío.
—Que ese tipo de ahí de verde no deja de mirarme desde que entré en su autobús. De hecho, lleva tres días siguiéndome.
—Ande, siéntese y no me moleste, ¿no ve que estoy conduciendo?
La chica mientras tanto se ha levantado rápidamente a recoger el bolso, le da al botón de abrir en la próxima parada, y va a buscar a la señora que sigue al lado del conductor, sin perderme de vista.
—Venga, mamá, vamos a bajarnos —dice con voz autoritaria.
—¿Qué dices? Estamos lejísimos de casa. De todos modos, no te preocupes, no creo que se atreva a hacernos nada con tantos testigos.
—Me estoy muriendo de vergüenza. Ya cogemos otro. Vamos —dice agarrándola fuerte del brazo.
—¡Suéltame! ¿Quién te has creído que eres? —Y añade gritándome: ¡Lo habéis conseguido tú y tu banda de nazis, mi hija se ha puesto de vuestro lado!
Las dos se bajan del autobús. La hija coge el brazo de la madre y va mirando al suelo. Tiene los labios blancos de apretados que los lleva. La madre escupe el chicle en mi dirección antes de bajarse y se vuelve a poner el pañuelo en la cara.
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