Lucas cambia de acera con mucha frecuencia cuando se dirige al colegio. Marcha cruzando los brazos en la espalda y chasqueando los dedos. Lo ha aprendido de sus padres, que lo hacen para arrimar la suerte. Siempre cumple los consejos de sus progenitores, nunca pasa por debajo de escaleras, tampoco pisa las marcas amarillas viales, en los pasos de peatones da zancadas largas eligiendo solamente las rayas pares, en misa cuenta los feligreses que entran por la puerta con bigote y nunca sale del templo con número impar, pues espera a la próxima celebración y cuando llega un nuevo bigotudo sale corriendo… ¿Y qué decir de un trece y martes? Ese día sale con toda la prudencia del mundo. Las manías en su familia son muy frecuentes, pero las depresiones también se repiten, y ambos estados, manías-depresiones son su pan nuestro de cada día.
Los tres han pasado por el psiquiatra porque el médico de familia les dijo que podían tener personalidad bipolar o trastorno obsesivo compulsivo, y que él no podía diagnosticar nada de lo relativo a salud mental porque le resultaba un bosque desconocido.
Un día, el psiquiatra habló largo y tendido con Lucas. Y más, desde que en un periódico había leído una noticia sumamente elogiosa de su paciente.
-Pero, a ver, en tus días, ¿siempre repites lo mismo?
-Bueno, bueno. Siempre, siempre, no. Por ejemplo, si no voy todos los días a misa ¿cómo voy a contar los bigotes? –respondió Lucas. Si algo le sobraba era sencillez y franqueza.
-Ah, claro. Y si un día no vas a misa, ¿a qué dedicas ese tiempo?
-Pues a las tareas de la escuela. Eso, sí, todos los días rezo mis doce Padrenuestros. Tantos como el número de los discípulos.
-Y esos rezos, ¿son obsesivos o distendidos?, ¿o una rutina?, ¿o una obligación que la cabeza te impone? –le preguntó el psiquiatra, mirándolo y enarcando las cejas por encima de las gafas.
-Pues no sé qué responderle. Orar es una costumbre de mis padres que yo practico y que me tranquiliza. Aunque, mire, doctor, lo que más me preocupa es ese estado en mi personalidad: el pasar de la sonrisa al llanto en segundos. Hay días que me levanto con el ánimo tan alto como el vuelo de un águila y otros que está tan bajo como un topo en una galería subterránea. Lo de no pisar las líneas amarillas no me preocupa, tampoco atravesar el paso cebra de dos en dos rayas… Con esto, considero que no le hago mal a nadie. Lo que yo querría es que mis compañeros de trabajo respeten mi alteridad, que no me prejuzguen apresuradamente y sin caridad. Son odiosos tanto los prejuicios como marcar con estigmatizaciones a las personas… Yo venero mi profesión. Soy maestro, y mis alumnos me adoran y me valoran por mis actitudes y mi capacidad para enseñar. En las pruebas que les han practicado, han destacado muy sobradamente sobre el resto de niños de su misma edad.
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