miércoles, 29 de abril de 2020

Soltando lastre

Elías se detuvo al final del salón, la vista parecía interesante pero no era el momento adecuado para semejantes ligerezas. Cogió ese objeto maldito, ese regalo envenenado del que había disfrutado en ciertas ocasiones y sin dudar entreabrió la ventana y lo lanzó con ímpetu. Algo se iba para siempre- pensó.- Ya tendría tiempo de arrepentirse. La sirena de la ambulancia irrumpió en su cabeza. Tuvo miedo y se sintió culpable una vez más

Se acurrucó en el diván ajado, el corazón le palpitaba, buscó el ansiolítico del fin de semana, tenía las manos demasiado sudadas para poder despegarlo del blíster. Los poros se dilataban al compás de su respiración, en un vano afán de control intentó sujetar las aletas de la nariz pero solo consiguió arrancarse unos pelos. Con esfuerzo se zampó dos pastillas, la situación lo requería- pensó.

El sonido de la ambulancia se mezclaba con el de la policía recién llegada al lugar del suceso. A pesar del zumbido en los oídos, creyó distinguir los portazos de los vecinos y el correteo por la escalera. Ahora me preguntarán como experto de prestigio en salud mental- se dijo.

Al cabo de un rato reaccionó de la única manera que sabía, buscando entre los manuales de psiquiatría. Notó que en la estantería consagrada a Freud faltaba algún volumen. Hurgó entre las fichas esparcidas por el suelo puesto que en alguna de ellas tendría que haber una solución. 

Era sábado, durante la semana podía entablar conversaciones varias, pero el fin de semana la vida se detenía y no había ocasión de hacerlo. Tampoco encontraba motivo alguno para tener que hablar con alguien fuera del mundo profesional. Le bastaban las pastillas, el diván y algún recuerdo ofuscado.

El timbre de la casa interrumpió sus devaneos. A través de la mirilla vio a un agente de policía con un libro ensangrentado metido en una bolsa transparente. Otro agente le acompañaba, debía de ser el listo porque comentaba que esas obras eran las que estaban en las consultas de los loqueros y que el ejemplar parecía un regalo dedicado.

Con sigilo volvió al salón, arrancó las pastillas del domingo, las engulló, echó mano a la botella revenida de Jägermeister y mientras la succionaba se acordó de las pulsiones sobre las que tanto había leído. El diván seguía en el salón.

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