miércoles, 11 de mayo de 2022

Abraham

Tras la partida de Abraham quedé sumida en un agujero. La oscuridad de aquel pozo dio paso a un abismo al que a punto estuve de descender.

Todo cambió cuando llegó a mi vida Mario, radiante y comprensivo. Me recordaba tanto a él que no sabía distinguir la fina línea que separaba a ambos. Pero el tiempo hizo que Mario se convirtiera en el centro de mi vida. Me aportaba seguridad y confianza, quizás porque era como el Abraham que yo conocí. Cada vez había más Mario y menos Abraham: nuestra vida en común, nuestros niños, nuestra casa, hacía que todo girara en una vorágine de excitación, en la que los días pasaban volando entre el trabajo, la escuela y las extraescolares.

Aquel día Mario llegó enfadado y, por supuesto, lo noté:

—¿Qué te pasa?—le pregunté.

—¿Cuándo pensabas decírmelo?

—¿Decirte qué?

Entonces sacó su teléfono móvil y me enseñó una foto mía con Abraham, en la que se nos veía felices. La verdad es que hacíamos buena pareja. Tengo que reconocer que algo se removió en mi interior al ver la imagen, un escalofrío que me recorrió el cuerpo hasta llegar a la base del cráneo, en la zona del cuello. Disimulé bien para que Mario no notara la excitación que había sentido al ver la fotografía con Abraham. Me recompuse y dije:

—Una foto con mi anterior pareja.

—¿Y te parece normal no decírmelo?

—Ya sabías que había tenido pareja antes.

—Sí, pero no sabía que me parecía tanto a él. Somos casi iguales. Mismos rasgos, color de ojos, misma altura. ¡Si tenemos hasta el mismo peinado!—gritó fuera de sí.

—Siempre me han gustado los hombres como tú—zanjé la conversación.

Con el tiempo se le fue olvidando el episodio de la fotografía, aunque se cambió el peinado, se afeitaba más a menudo e intentaba parecerse cada vez menos al de la fotografía. Estaba segura de que la miraba de vez en cuando para encontrar las diferencias entre él y Abraham.

Hasta que un día apareció por el pueblo. Eran las fiestas y era normal que los que vivían fuera vinieran algún año, pero Abraham no había vuelto desde que lo dejamos.

Yo iba con Mario del brazo. Nos paramos frente a frente, en la plaza. Nos observamos con detenimiento. Sin hablar. Hasta que Abraham dijo:

—Lidia, ¡Cuánto tiempo!

—Desde que te fuiste—dije yo—. Este es Mario, mi marido.

Alargó la mano mientras aquellos dos líderes se retaban con la mirada. Se sabían parecidos y pretendían marcar el territorio.

Después de la corta conversación me percaté de que Abraham había cambiado mucho en esos años. Miré a Mario con pena.

Ahora tenía que pensar la forma de deshacerme de mi marido para encontrar a alguien que se pareciera más al nuevo Abraham.

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