miércoles, 11 de mayo de 2022

A fin de cuentos

Todos los días doy un rodeo de dos cuadras para pasar por tu esquina y lanzar un chorrito de vino a tus pies. Incluso la semana pasada, cuando llovió torrencialmente, me di el tiempo para detenerme de vuelta del colegio, comprar una cajita de vino y dejar caer un par de gotas sobre las flores. Estaban mojadas, pero bueno, son de plástico. El vino se diluyó en el charco, mezclándose con barro para crear un nuevo elemento: Virro, o quizás Bano. El compuesto hémico de tu nuevo cuerpo. Hémico y etílico, porque a ti en beber no te ganaba nadie. Por eso te acompaño con un sorbo cada noche, a riesgo de neumonía, a la espera de un Salud que nunca llegará.

En la casa me dicen loco. Dicen que corte el trago porque voy a terminar igual que tú, pero yo sólo tomo un sorbo al día. Lo tuyo era cosa seria. No sé qué le veías al vino que no le veías al agua, ni qué le veías a tu esquina que no le veías a la casa. Mi abuela dice que desde chico te escapabas para pasar el día jugando con perros y conversando con vagabundos. Que un día te fuiste tan, tan lejos, que sus gritos se perdieron con el viento mientras tú caminabas por el borde del mundo. Llevaste un libro y un cuaderno. Cuando volviste el libro estaba manchado de vino y el cuaderno escrito por ambos lados. Qué escribiste, no lo sé. Sólo ella ha leído tus textos. Los guarda debajo de su cama, en un maletín con candado. Por eso, desde hace unos meses, practico el arte de la ganzúa.

No alcancé a despedirme. De alguna manera sabía que no te quedaba mucho tiempo, pero me daba miedo mirarte a los ojos. Recuerdo que, cuando era chico, ya pasabas más tiempo en tu esquina que conmigo, y que los pocos cuentos que me leíste fueron a la intemperie, tomando directo de la caja, describiendo ciudades subterráneas, aéreas y espaciales. De cualquier material menos asfalto. Como si la esquina fuera mirador para un narrador omnisciente.

Papá (niño porfiado, huevón curado, escritor anónimo), no te alcancé a ver lo suficiente, pero parece que tengo tus ojos. Quizás por eso mi abuela tiene miedo de que termine como tú: dice que la locura también es hereditaria. La verdad es que a mí no me preocupa cómo termine. El vino es para hacer Salud, nada más, y compartir en muerte lo que no se pudo en vida. Eso sí, cuando maneje bien la ganzúa, me escaparé una noche a tu esquina, a tu animita embarrada, enredada en flores plásticas, y traeré tus cuadernos. Te voy a leer a la intemperie, para darle la vuelta a los viejos tiempos. Quién sabe, en una de esas me animo a escribir un par de líneas en mi propio cuaderno. A fin de cuentas, qué nos queda a los hijos guachos, aparte de cuentos.

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