Cuando tenía 8 años, la madre de mi mejor amiga murió. Durante varios días, esa experiencia –aunque lejana– me hizo preguntarme, ¿qué sentiría al perder a mis padres? La muerte tocaría mi puerta de forma esporádica y distante.
Mi abuela murió en 2015, a los 83 años. Es la clase de muerte que querría cualquiera: tranquila y sin dolor. Se fue mientras dormía. Aunque la amaba, su partida no fue tan significativa como lo fue para mi madre. Mis tíos la despedían en su habitación mientras esperaban que llegara el ministerio público.
El dolor experimentado fue a través del dolor de mi madre. Recuerdo verla devastada, abrazando a mi abuela y besando su frente mientras le hablaba al oído. Su intento de autocontrol y su sufrimiento fueron principalmente el detonante de mi llanto, lo único que podía pensar era qué haría yo sin ella. Comprendía que el dolor sería tan grande, que incluso su reacción mesurada ante su reciente pérdida me sería imposible de igualar. Durante los siguientes 2 años, ella lloraba silenciosamente siempre que la recordaba, los ataques de llanto fueron amainando hasta que pudo asimilar el duelo.
La muerte no tocó a mi puerta hasta a mis 30 años, con la muerte de mi padre a causa del COVID-19 y marcó mi vida de forma significativa. Luego de casi un año en cuarentena, mi padre tuvo que viajar a Ciudad de México de emergencia. Pese a la urgencia, le rogamos que no fuera debido a la contingencia sanitaria pero no escuchó de razones. Su estadía se prolongó cerca de 2 meses y al volver, se hospedó en un hotel mientras esperaba los resultados de su examen. Salió positivo.
Volvió a la casa -aislado para pasar la enfermedad- pero luego de 3 días, su situación empeoró y tuvo que ser transferido a un hospital y entubado. Fue el mes más tortuoso para toda la familia, buscándole medicamentos e instrumentos médicos para su tratamiento. Hasta que un 19 de diciembre de 2020, a las 11:30pm, recibimos la noticia de su fallecimiento. Mi madre se desplomó al escucharla mientras repetía "me dejó sola". Pero el golpe de su pérdida llegó 10 días después, cuando el laboratorio médico confirmó que estaba embarazada.
Diez días. Durante meses intentando embarazarme, con apoyo de mis padres para los estudios. Sólo diez días y él pudo haberlo sabido. Cuando me felicitaron no pude sonreír, salí a llorar con la misma mesura con la que había visto llorar a mi madre cuando se despedía de mi abuela. Luego de casi dos años de su muerte, veo a mi hija en él. Mi sobrino –que era tan apegado a su abuelo- me ha dicho que ama a su prima porque su abuelo reencarnó en ella. A veces sueño con él y –con nuestra tradición mexicana en celebración a los muertos- quiero creer que me visita y que está en algún plano fuera de este, cuidándonos y protegiendo a mi hija.
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