martes, 3 de mayo de 2022

La conciencia de los afectos

Quieres hacer historia prescindiendo de ella, le dijo. Mabel se agotaba mentalmente con Mauro, pero respiraba profundamente y se aferraba a su esquizotimia para tolerarlo. Es diferente decía ella en su propia mente también perturbada, pero controlada, al menos eso ella creía. Seguía pensando que antes había una buena relación triangular entre ambos si le sumaban la enfermedad mental de él y dejaban la de ella por fuera. "¡Badulaque!" Gritó Mabel fingiendo sorpresa para que Mauro se callara sin decírselo. Él hablaba de hacer borrón y cuenta nueva, olvidarse de su pasado, comenzar de cero con una vida de meditación y sabiduría para orientar a quienes lo necesitaran desde su nueva pasión por el budismo, el chamanismo ya no lo convencía. Él también le reprochaba la incomprensión de ella, una conversación que habían tenido muchas veces. Mauro hablaba mientras ella dejaba que otros pensamientos le ocurrieran para no dejarse afectar por aquellos comentarios que consideraba injustos y que reunieron toda la ira que él podía despertarle. Recordar ese torbellino le daba cierta autoridad a Mauro en la conciencia de Mabel ahora que él estaba muerto.

Siempre le gustó el poder, lo conoció desde niño, porque lo tuvo con las palabras, pensaba Mabel. Fue un poeta, no uno grande, pero sí uno bueno que podía crecer. Lo admiraban sus amigos y las chicas que no amó. Sintió y vivió como un rockstar con la superficialidad de la felicidad adolescente que nunca olvidó. Todas esas imágenes confrontaba Mabel contra la poderosa imagen del cuerpo lívido de Mauro en el suelo donde lo habían puesto los bomberos después de descolgarlo del techo. Calmaba con nuevos gritos los gritos de ese instante de oscuridad. Aprendió a compadecerse de sí misma como lo hizo con Mauro durante la depresión que él padeció; umbral de la zona de delirio de su enfermedad. Detonada quizás, como lo intuía su madre, por el exceso de drogas y alcohol que le facilitó, en palabras de Mabel; "el provinciano triunfo de su talento"

Dos semanas estuvo Mabel, negociando con el nuevo estado de las cosas. Pero, sobre todo, con no culparse por otra decisión de Mauro. Para el momento del suicidio tenían un mes sin hablarse. Mabel Había celebrado ese silencio que él impuso entre los dos. Construyeron una amistad desde la infancia, ella lo quería profundamente, pero se agotó tratando de convencerlo de usar su fragmento de lucidez para su pensamiento poético y abandonar las ínfulas de superioridad moral y espiritual con las que pretendía olvidarse de sus medicamentos psiquiátricos, de sí mismo. Finalmente comprendió que en Mauro aún quedaban las palabras, pero la poesía se había ido.

Como le sugería su psiquiatra, Mabel caminaba mucho para pensar. Intentaba comprender la frontera entre la aceptación de la muerte de Mauro y la depresión que eso le causaba. En ese zigzag emocional trazaba su propio camino en la calle. También le gustaba ver en sus paseos el modo en que los otros dibujaban su propio mapa afectivo con sus pasos.

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