El orden de los hechos parte del asombro y de la incredulidad por la muerte de la madre.
Los cuerpos giran alrededor de la fogata de los naufragios de la vida. Nada puede comprenderse cabalmente cuando el cuerpo de la madre se deshoja. Porque ese deshojar contagia a las hijas que, como si hicieran una ronda, se llenan de silencio y sólo con la mirada hacen un ritual de lenta despedida. La voz existe, pero no saben qué decir ante el desvelo de la vida, ni siquiera se atreven a pronunciar calle Comonfort como ofrenda a la historia de la madre.
II
El cuerpo es el lugar propicio para que el dolor sin adjetivo se arraigue y deje de moverse. Porque la madre está acostada y la hija mayor la cuida y entonces, tú mecanógrafa de los silencios te llenas de culpabilidad y comes a todas horas. Comes y bebes vino e imaginas que haces el recuento de todos tus lutos acumulados, pero sabes que al final eso será absurdo porque tus muertos han estado siempre contigo, te han coronado en la hora de la desgracia y han hecho de tus ataques de pánico la danza perfecta para que el clonazepam se adhiera meticulosamente a tus papilas.
Ahora viajas sin tren y te colocas en los años en que la ciudad te abrasó. Tú destruida por el fuego del dolor, corrías al hospital general porque el compañero fue acorralado por un gran tumor. Un tumor que te asaltó en forma de incredulidad. Lo recuerdas saber que ese tumor existía en tu compañero te hacía temblar siempre. Siempre temblorosa a tus 29 años.
Imaginas que de todos los muertos que te han marcado tienes fotografías y que en un acto demencial podrías colocar cada una y hacer una danza improvisada. A la abuela le dirías que su máquina Singer no se ha perdido en el tiempo y a tu padre obrero le comunicarías con movimientos parsimoniosos que un día te atreverás a sacar la cinta de su entrevista y a transcribirla.
Llega un momento en el que el orden de tus muertos no importa y entonces es a la prima Veroniquita a la que quieres contarle un cuento. Dices: "escribiré", pero hay una quietud en tu cuerpo contra la que no puedes luchar. Cuerpo quieto, ¿te das cuenta? Como el de tu madre. Hablas desde el estupor, desde la vergüenza de sobrevivir, hablas y escribes, mientras, como Dido, quisieras clavarte la daga punzante del destierro mayor. Pero esta vez no sería por Eneas, sino por el dolor que causa una placenta oscura: la madre muerta.
Dicen que sólo te inspiras en los muertos, que has resuelto vislumbrar las flores de las tumbas, en vez de vislumbrar las flores de los vivos. Pero ellos no saben que esas muertes paradójicamente han sembrado vida, y que esa vida son ahora las palabras que laten como corazones redimidos.
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