Paseaba Juan de la mano, con su nieta. Ese ser tan pequeño en estatura que tantas alegrías le daba. Su inocencia, su simpatía innata, sus ganas de explorar. Le gustaba enseñarle a subir al tobogán por el lado contrario, comer los bocadillos tirados en la hierba, llenarla de besos y guiños, de sueños y mundos. Esa niña lo había devuelto a la vida. Le llenó de energía y vuelos en los columpios.
Ella paseaba a su abuelo, su ídolo, su loco soñador. Al maestro que le enseñó a vivir, que le mostró los columpios colgados de los arco iris, las mariposas con alas de seda, los tesoros escondidos en el corazón, los vuelos a lomos de dragones, los duendes y los gnomos.
Amaba a quien abrió su corazón para ella, a quien le había regalado un alma.
Dos cómplices, dos amigos con sueños que se encontraban entre las lagunas del olvido. Se sentaron sobre la hierba. Él sonreía con locura. Ella "locuraba" con amor.
- ¿Magdalena, qué hora es?
- Abuelo, ¡has recordado mi nombre!
-¿Cómo lo habría de olvidar?
- Es hora de volver a casa. Abuelo, ¿Vamos en coche o en autobús?
- ¿Quién conduce?
- Sabes que yo abuelo.
- ¿Algún día me dejarás conducir?
- Siempre has conducido tú. Mi vida tuvo el mejor chófer.
- ¿Quién eres?
- Soy Magdalena, tu nieta.
El abuelo se había vuelto a ir...
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