La casa se ha vendido. Como tú querías. Veo al vendedor como un sicario del recuerdo. De nuestra infancia. De nuestros momentos.
Llego a Madrid. El atasco me sabe a memoria. Lo dejo transcurrir, no hay prisa. Sigo el ritmo de la ciudad como en los efectos especiales de Matrix. Espero paciente para subir por donde siempre. Al girar en nuestra calle pienso en lo bien que lo llevo; tranquila, sin desbordes.
Dejo el coche en el parquin. Puta tarjeta. A pagar.
Al subir a casa cargada de cajas escucho la llave girando en la cerradura. La fuerza para la segunda vuelta; clack, clack.
Abierta.
Silencio.
No hay nadie.
—Hola Mami, ya estoy aquí —digo en voz alta, sin dudarlo.
Entro en el despacho y empiezo por los libros de papá. Luego libros y más libros; enciclopedias, biografías y novelas. Que daño ahora con internet, creen que esto ya no es útil. Recuerdo la novela La era del diamante; llegará un día en que haya que enseñar a leer.
Marta llama al timbre. Empieza con las mantelerías. Poco más tarde entra Lola.
Llora.
Se calma.
Seguimos.
—Ven a ver si quieres algo del armario —me dicen.
Lavo mis manos negras del polvo que anida en los libros y miro la ropa: un traje, una chaqueta… aguanto el tipo y, de repente, veo la camiseta larga feísima que usabas de camisón a pesar de nuestras quejas: rayitas verdes, un osito horroroso, un reborde verde billar pero hepático; una joya. La recojo sin dudar. Me la traigo conmigo; mi tesoro.
Busco tu olor en mi rescate.
Lo encuentro.
Me tambaleo.
No puedo seguir con la ropa y regreso a nuestros libros.
Nuestro vicio.
Nuestra flaqueza.
Nuestro secreto a voces. Aún falta muchísimo por embalar.
Bajamos al bar a comer para ir luego al notario, pero tengo que regresar. Subo, desconsolada, a casa. Entro al baño, mi lugar. El único espacio privado en una casa de cinco niños. El lugar donde podía dibujar en mi imaginación con las aguas de los azulejos.
Cuánta pena me dio cuando tapaste ese gres que escondían mi niña con moño, mi cachorro de perro. Creo que los dibujé en un cuaderno para no olvidarlos, pero no lo he hecho. Todavía recuerdo sus trazos. El juego de algunos de ellos cambiantes, como la joven y la vieja de La Gestalt.
Dibujos en un mundo de aguas. En un azulejo que contenía mi mundo imaginario. Me despedí de ellos y les prometí que seguirían vivos en mi mente. Allí, debajo de estos azulejos azules; planos, sin dibujos, permanecerán inertes.
Qué hará el que compre el piso.
Dónde quedarán las capas de memoria.
Las horas perdidas mirando los dibujos que tanto me acompañaron. Con los que podía hablarlo todo; mi secreto.
La memoria archiva cosas extrañas. Otras, las olvida.
Entonces, ensimismada, Emilio me interrumpe:
—Vamos. Llegamos tarde al notario. Nos están esperando.
La casa tiene una nueva familia a la que cobijar. Vámonos Mamá.
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